miércoles, 7 de febrero de 2024

LA OBRA TEATRAL ES UNA PUTA por ROBERTO “TITO” COSSA

 


¿El que escribe teatro –y sólo teatro– es un escritor? O para ser más precisos, ¿es considerado un escritor? No hay en estos tiempos un dramaturgo que no se haga esta pregunta, que no tenga la sensación de que ha sido expulsado de la literatura. Esto no fue siempre así. Hasta mediados del siglo pasado estas dudas no existían. En 1936 el norteamericano Eugene O’Neill –que sólo escribió obras teatrales– era consagrado Premio Nobel de Literatura y a nadie le llamó la atención.

Pero algo se quebró. Ya en la década siguiente y más notoriamente en la del ’50, empezó el forcejeo. ¿Cómo nació y por qué? ¿Dónde se quiebra el vínculo entre el dramaturgo y la literatura?

En realidad, la crisis del dramaturgo no nace en el ámbito de la literatura, sino adentro del teatro, en su propio terreno. El teatro, no hay que olvidarse, es un arte colectivo. Y, como todas las actividades colectivas, desata la lucha por el poder. Hasta bien entrado el siglo XX la disputa fue entre el dramaturgo y el actor. Hasta que se produjo la aparición del director, un señor que advirtió que el espectáculo teatral envejecía, que las formas de narrar arriba del escenario ya no eran las mismas. El protagonismo del director se acentuó con el correr de los años y de a poco se fue instalando una nueva mirada sobre el teatro contemporáneo. Hasta el ’60 se podía hablar del teatro de Beckett, Brecht, Miller o Ionesco. Hoy las tendencias las marcan los directores, Peter Brook, Grotowski o Tadeuz Kantor.

En la lucha por el poder el teatro pasó a manos del director. Y el más golpeado fue el autor que, en la década del ’70, atravesó los peores sofocones. En esos años se instaló en el mundo la teoría de la muerte del texto, de su desaparición. Fue el tiempo de las experiencias colectivas, el nacimiento del teatro de la imagen, del espectáculo sin cuento, sin narración, sin historia. Como se sabe, esa era (y es) la tarea del autor: proponer la historia. Es decir que el autor, expulsado ya de la literatura, era invitado a retirarse del teatro.

Afortunadamente , esta tendencia comenzó a revertirse en los ’80 y hoy, aun malherido, el autor sobrevive.

Pero el rol del dramaturgo se ha ido transmutando. En la medida que el teatro le cuestiona su presencia de literato omnipresente y la literatura lo desdeña como escritor, los autores –especialmente los más nuevos– comienzan a acercarse al escenario. Toman impulso y prueban subirse al tablado. Esta tendencia se consagra en la década del ’90, cuando muchos de los jóvenes autores asumen también el rol de director de sus obras y, en algunos casos, el de actor. No hacen otra cosa que volver a las fuentes. ¿Qué otra cosa que hombres de escenario fueron las dos cumbres de la dramaturgia universal, Shakespeare y Molière? O más cerca en el tiempo y en el espacio, Eduardo Gutiérrez que le puso letra a las pantomimas de los hermanos Podestá y juntos fundaron el teatro argentino. O Armando Discépolo y Carlos Gorostiza, directores de obras propias y ajenas.

De todas maneras, y yo diría que afortunadamente, sigue habiendo autores tradicionales, los que escriben textos para que otros los interpreten. Y lo cierto es que la producción no es escasa. Todo lo contrario. Los cursos de dramaturgia, en Buenos Aires, desbordan de alumnos. Más que antes. La única diferencia es que muchos de esos alumnos son actores o directores que buscan apoyo técnico para la obra que van a dirigir a van a actuar.

Ahora bien, ha llegado el momento de que los autores nos hagamos la pregunta: ¿por qué tiene que estar un dramaturgo dentro de la literatura? La ficción literaria nace curiosamente con la tragedia griega. Es decir con el teatro. Pero se consagra con el invento de la imprenta y su criatura más perfecta, el libro. El libro es el que determina la existencia del escritor en el mismo momento que permite la difusión del texto escrito. También la del texto teatral. Pero hay una diferencia: para el texto teatral el libro no es imprescindible. Lo único imprescindible para el texto teatral son los actores.
El texto teatral nace para ser representado arriba de un escenario. El texto narrativo o la poesía para ser editados. Por eso el dramaturgo imagina al espectador y no al lector. Y por eso el dramaturgo piensa en el escenario y no en el libro.
Es decir, que el vínculo entre el texto teatral y el libro es secundario. Y si el autor desdeña al libro no puede reclamar el respeto de los anteojudos de la literatura.
Y de última, ¿qué importa si el autor pertenece o no a la literatura? ¿Hasta dónde lo tiene que obsesionar? En definitiva, escribir teatro es antinatural. Nadie que pueda ser el dueño total de la obra escribe una partitura que otros deban completar. Nadie que pueda ser Dios comparte el poder con el vicario. Y mucho menos admite que el vicario sea más importante que El.
Lo que ocurre es que la palabra del escritor es una palabra inamovible, inmodificable. Puede morir la obra pero, si sobrevive, permanece tan lozana como el día que fue creada. El Quijote es el mismo de siempre. Quien se le acerque repetirá exactamente la experiencia que otros hicieron desde hace 400 años. Abrirá el libro y leerá: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...”.
Romeo y Julieta también es la palabra inmodificable, pero sólo cuando está dentro el libro. Romeo y Julieta es, básicamente, una partitura, una arcilla que se regenera en cada puesta en escena, en cada versión teatral o cinematográfica. Y es la versión teatral la que sigue seduciendo al público, todos los días en alguna parte del mundo.
Son muy pocos los que en nuestros días leen Romeo y Julieta. Pero son miles y miles los que cada día se acercan a la historia, sentados en una butaca de teatro, de cine o frente al televisor. La novela, el cuento o la poesía escrita son piezas embalsamadas. Permanecen intactas. Las obras teatrales, en cambio, son donantes de órganos.

La obra literaria es fiel, como una señora burguesa. La obra teatral anda por la noches cambiando de marido. Una diferencia que el dramaturgo contemporáneo debe vivirla como un privilegio.
Porque, seamos sinceros: las señoras burguesas son muy respetables. Pero las putas son más divertidas.