Que los surrealistas me hayan
expulsado o que yo mismo me haya alejado de sus grotescos simulacros, hace mucho
que no es ésa la cuestión.
Me retiré porque estaba harto de una
mascarada que había durado demasiado, por otra parte estaba muy seguro de que
en la nueva posición que habían elegido, no menos que en cualquier otra, los
surrealistas no harían nada.
Y el tiempo y los hechos no tardaron
en darme la razón.
Uno se pregunta qué puede importarle
al mundo que el surrealismo coincida con la Revolución o que la Revolución deba
hacerse por fuera y por encima de la aventura surrealista, cuando se considera
la poca influencia que los surrealistas han tenido sobre las costumbres y las
ideas de esta época.
Además, hay todavía una aventura
surrealista y acaso no ha muerto el surrealismo el día en que Breton y sus
adeptos creyeron que debían adherir al comunismo y buscar en el terreno de los
hechos y de la materia inmediata el resultado de una acción que normalmente
sólo podía desarrollarse dentro de los marcos íntimos de la mente.
Creen poder permitirse echarme
cuando hablo de una metamorfosis de las condiciones interiores del alma , como
si yo entendiera el alma en el sentido infecto en que ellos mismos la entienden
y como si desde el punto de vista de lo absoluto pudiera tener el menor interés
ver cambiar la estructura social del mundo o ver pasar el poder de manos de la
burguesía a las del proletariado. Si los surrealistas realmente buscaran eso,
al menos tendrían una excusa. Su objetivo sería banal y restringido pero al
menos existiría. ¿Pero tienen acaso algún objetivo hacia el que lanzar una
acción, y cuándo fueron capaces de formularlo? ¿Acaso trabajamos con una meta?
¿Trabajamos con móviles? ¿Creen los surrealistas poder justificar su
expectativa por el simple hecho de la conciencia que tienen? La expectativa no
es un estado de ánimo. Cuando no se hace nada no se corre el riesgo de romperse
la cara. Pero no es razón suficiente para que hablen de uno.
Desprecio demasiado la vida para
pensar que cualquier cambio desarrollado en el marco de las apariencias pueda
cambiar algo de mi detestable condición.
Lo que me separa de los surrealistas
es que aman tanto la vida, como yo la desprecio.
Disfrutar en toda ocasión y por
todos los poros es el centro de sus obsesiones. Pero el ascetismo no coincide
con la verdadera magia, incluso la más sucia, incluso la más negra. Incluso el
gozador diabólico tiene aspectos ascéticos, un cierto espíritu de
mortificación.
No hablo de sus escritos, que son
brillantes, aunque vanos desde el punto de vista que ellos sostienen. Hablo de
su actitud central, del ejemplo de toda su vida. Yo no tengo odio individual.
Los rechazo y los condeno en bloque rindiendo a cada uno de ellos toda la
estima e incluso toda la admiración que merecen por sus obras o por su
inteligencia. En todo caso y desde ese punto de vista no cometeré, como ellos,
el infantilismo de darle vuelta la cara a ese tema, y de negarles talento
porque han dejado de ser mis amigos. Pero felizmente no se trata de eso.
Se trata de una ruptura del centro
espiritual del mundo, de un desacuerdo de las apariencias, de una
transfiguración de lo posible que el surrealismo debía contribuir a provocar.
Toda materia comienza por un desarreglo espiritual. Confiar en las cosas, en
sus transformaciones, en el cuidado al conducirnos es un punto de vista de
torpe obsceno, de aprovechador de la realidad. Nadie ha comprendido nada nunca
y los surrealistas no comprenden y no pueden prever adónde los llevará su
voluntad de Revolución. Incapaces de imaginar, de representarse una Revolución
que no evolucione dentro de los desesperantes marcos de la materia, se
resguardan en la fatalidad, en cierto azar de debilidad y de impotencia que les
es propio, del trabajo de explicar su inercia, su eterna esterilidad.
El surrealismo siempre ha sido para
mí una nueva forma de magia. La imaginación, el sueño, toda esta intensa
liberación del inconsciente que tiene por finalidad hacer aflorar a la
superficie del alma lo que habitualmente tiene escondido, debe necesariamente
introducir profundas transformaciones en la escala de las apariencias, en el
valor de significación y en el simbolismo de lo creado. Lo concreto cambia
completamente de vestido, de corteza, no se aplica más a los mismos gestos
mentales. El más allá, lo invisible, rechaza la realidad. El mundo ya no se
sostiene.
Entonces se puede comenzar a
calibrar los fantasmas, a rechazar las falsas apariencias.
Que la muralla espesa de lo oculto
se hunda de una vez sobre todos esos impotentes charlatanes que consumen su
vida en admoniciones y vanas amenazas, sobre esos revolucionarios que no
revolucionan nada.
Esos torpes tratan de convertirme.
Ciertamente tendré mucha necesidad.
Pero al menos yo me reconozco inválido y sucio. Aspiro después a otra vida. Y
bien pensado, prefiero estar en mi lugar y no en el suyo .
¿Qué queda de la aventura
surrealista? Poca cosa además de una gran esperanza decepcionada, pero en el
terreno de la literatura misma tal vez hayan aportado algo. Esa cólera, ese
disgusto quemante volcado sobre la cosa escrita constituye una actitud fecunda
y que tal vez un día, más tarde, sirva. La literatura ha sido purificada por
ella, próxima a la verdad esencial del cerebro. Pero eso es todo. Conquistas
positivas al margen de la literatura, de las imágenes, no ha habido y sin
embargo era el único hecho importante. De la buena utilización de los sueños
podía nacer una nueva forma de conducir el pensamiento, de mantenerse en medio
de las apariencias.
La verdad psicológica estaba
despojada de toda excrecencia parasitaria, inútil, aproximada mucho más de
cerca. Entonces se vivía con seguridad, pero tal vez es una ley de la
inteligencia que el abandono de la realidad sólo puede conducir a fantasmas. En
el marco exiguo de nuestro dominio palpable estamos apurados, exigidos de todas
partes. Lo hemos visto bien en esa aberración que llevó a revolucionarios en el
plano más alto posible a literalmente abandonar ese plano, a dar a la palabra
revolución su sentido utilitario práctico, el sentido social que se quiere
pretender el único válido, porque nadie quiere contentarse con palabras vanas.
Extraña vuelta sobre sí mismos, extraño nivelamiento.
¿Quién puede creer que anteponer una
simple actitud moral bastará, si esta actitud está enteramente marcada por la
inercia? El interior del surrealismo lo conduce hasta la Revolución. Ese es el
hecho positivo. La única conclusión eficaz posible (según dicen ellos) y a la
que un gran número de surrealistas se ha rehusado a adherir; pero, a los otros,
¿qué les ha dado y qué les ha hecho dar su adhesión al comunismo?
No los hizo dar ni un paso. En el
círculo cerrado de mi persona nunca sentí la necesidad de esta moral del
devenir que, parece, revelaría la Revolución. Yo coloco por encima de toda
necesidad real las exigencias lógicas de mi propia realidad.
Es la única lógica que me parece
válida y no una lógica superior cuyas irradiaciones no me afectan sino en tanto
tocan mi sensibilidad. No hay disciplina a la que me sienta forzado a someterme
por riguroso que sea el razonamiento que me lleva a aceptarla. Dos o tres
principios de muerte y de vida están para mí por encima de toda sumisión
precaria. Y cualquier lógica siempre me parecerá prestada.
El surrealismo ha muerto por el
sectarismo imbécil de sus adeptos. Lo que queda es una especie de montón
híbrido al cual los mismos surrealistas son incapaces de ponerle nombre.
Perpetuamente cerca de las apariencias, incapaz de hacer pie en la vida, el
surrealismo todavía está buscando su salida, pisoteando sus propias huellas.
Impotente para elegir, para decidirse ya sea totalmente hacia la mentira, ya
sea totalmente hacia la verdad (verdadera mentira de lo espiritual ilusorio,
falsa verdad de lo real inmediato, pero destruible), el surrealismo busca este
insondable, este indefinible intersticio de la realidad donde apoyar su
palanca, antes poderosa, hoy en manos de castrados. Pero mi debilidad mental,
mi cobardía bien conocidas se rehúsan a encontrar el menor interés en las
convulsiones que sólo afectan ese lado exterior, inmediatamente perceptible de
la realidad. Para mí, la metamorfosis exterior es algo que sólo puede estar
dado por añadidura. El programa social, el programa material hacia el que los
surrealistas dirigen sus pobres veleidades de acción, sus odios jamás virtuales
a todo, son para mí sólo una representación inútil y sobrentendida.
Sé que en el debate actual tengo de
mi lado a todos los hombres libres, a todos los verdaderos revolucionarios que
piensan que la libertad individual es un bien superior al de cualquier
conquista obtenida en un plano relativo.
¿Mis escrúpulos hacia toda acción
real?
Estos escrúpulos son absolutos y de
dos clases. Hablando absolutamente, apuntan a ese sentido enraizado de la
profunda inutilidad de cualquier acción espontánea o no espontánea.
Es el punto de vista del pesimismo
integral. Pero una cierta forma de pesimismo lleva en sí su lucidez. La lucidez
de la desesperación, de los sentidos exacerbados y como en las orillas de los
abismos. Y al lado de la horrible relatividad de cualquier acción humana, esta
espontaneidad inconsciente que pese a todo impulsa a la acción.
Y también en el terreno equívoco,
insondable del inconsciente, de las señales, de las perspectivas, de las
percepciones, toda una vida que crece cuando se establece y se revela aún capaz
de turbar el espíritu.
Estos son pues nuestros escrúpulos
comunes. Pero al parecer ellos se decidieron por la acción. Pero una vez
reconocida la necesidad de esta acción, se apresuran a declararse incapaces de
ella. La configuración de su pensamiento los aleja para siempre de este
terreno. Y en lo que a mí concierne ¿dije alguna vez otra cosa? En mi favor, de
todos modos, circunstancias psicológicas y fisiológicas desesperadamente
anormales y en las que ellos no podrían prevalecer.