Colmado por la tierra y por el pueblo, carne y sangre de la patria, tenías que morir, Pablo, cuando los asesinos apuñalaron a Chile en la noche de la traición, en la hora inaugural del siniestro golpe militar, cuando los vendepatrias se alzaron del barro. La puñalada traspasó las montañas, los viñedos, el cobre, el pan, el mar Pacífico y el corazón del poeta. En este momento inmediato todo se parece a la muerte, muerte para siempre y nunca más, sólo el crimen persiste victorioso –muerte extendida sobre el territorio calcinado, sobre el pueblo una vez más vendido y desangrado. Pero nosotros, Pablo, sabemos que no es así, pagamos caro por esta certidumbre, por este saber sin vacilaciones: el pueblo volverá a levantarse por sobre las cadenas, las rejas de las cárceles, los pelotones de fusilamiento sumario. La poesía renacerá de ti, Pablo muerto e inmortal.
En el mundo de pronto vacío, sin sentido, apenas ausencia y luto, busco la vida en tu muerte y te reencuentro en mil instantes diferentes, en los lugares más diversos de los continentes que recorrimos con nuestros pies solidarios, rumbo abierto en una larga caminata hacia adelante. No te veo solo jamás, nunca encerrado en la pequeña soledad del impotente. Te veo en la plaza pública, rodeado por el pueblo, naciendo de él, haciéndole ser y nacer de ti. Te veo junto a los amigos, los que ayudaron a construir la vida.
¡Tantos
rostros! Un cuadro debió haber sido pintado para que el tiempo perdurara más
allá de los documentos fotográficos, para fijar en la eternidad la generosidad
y la decencia, la grandeza del hombre. Para que también se fijaran -¿por qué
no?- las duras huellas de la caminata, los momentos terribles, las pruebas más
tremendas, el miedo y la duda. Ningún combatiente deja el campo de batalla sin
traer en el cuerpo y en el corazón las cicatrices de las decepciones y de las
angustias. No vislumbro, sin embargo, desesperación ni amargura. Rostros
abiertos en alegrías, escucho las palabras límpidas, la risa suelta, siento renovada
la confianza.
El 1968
viniste por última vez al Brasil para inaugurar el monumento a Lorca, realizado
por Flavio de Carbalho y levantado en San Pablo. Al descender del avión en
Bahía, donde, al final de tu estadía, quisiste descansar en el calor de la
amistad, me dijiste con aquella voz de antigua fatiga:
-Hermano, no vamos a preguntar por los amigos, murieron
todos; somos tan pocos los que quedamos, hablemos sólo de la alegría de vivir.
¿Qué
hicimos, sin embargo, en aquellos breves cuatro días en las calles de la vieja
ciudad, en el puerto de las piraguas, viendo el mar, en la mesa del restaurante
pobre del Mercado, en el claustro de oro de la Iglesia o en el bullicio de la
Facultad, sino recordar a los que habían partido, llevándose, cada uno de ellos,
un pedazo de nuestra vida, dejándonos en el vacío de la muerte la presencia
intacta y completa? Son tantos los que se fueron, tantos.
Al pensar en
ti, en este instante de tu partida, en la batalla de velorio, en la noche de
los asesinos desbocados sobre Chile, reveo el rostro duro y tierno de Ilya
Eheremburg, el combatiente al que jamás dieron un instante de reposo, a quien
jamás concedieron armisticio, el amigo primero, la conciencia del hombre.
Estamos tú y yo, Matilde y Zelia, en la mesa del departamento de la calle Gorki
con Luba, Sacha Fadeev lleva al hombro la carabina con la que habría de
matarse, Pudovkin con su cámara y su raqueta de tenis, Savitch con su pipa
prendida, y Nazim Hikmet, con su pecho abierto, su corazón expuesto. Estamos
ante el queso y el vino y podemos expresar la verdad más alucinada, estamos
enteros y potentes.
Todos ellos
se fueron, tragados por la batalla. Eramos muchos, somos pocos pero no importa.
Plantamos la semilla.
En los
castillos de Dobris, surge el rostro carnoso y leal de Jan Drda. ¿Recuerdas,
Pablo, nuestro miedo en los días imposibles, pues Drda era un niño bueno e
ingenuo – en el frío castillo de las intrigas o en la cálida noche de Isla Negra, comandante de la
imaginaria escuadra en el abordaje del amor, ¿recuerdas?
Eramos
muchos, somos pocos, la muerte pasó muchas veces a nuestro lado. Eso fue lo que
dijiste en Bahía cuando recordamos la cena en casa de Bretch, aquella noche de
amenazas, noche extendida sobre un filo de navaja – Bertolt era un soldado con
su túnica rota y nunca faltaba un pelotón de imbéciles dispuestos a disparar
contra él-. De la madrugada de Santiago brotan Rubén Azocar y Angel Cruchaga
Santa María, vienen conversando sobre Gabriela Mistral, que fue la primera que
nos enseñó a amarte. En el meridiano de París, Paul Eluard sobrevolando la
atmósfera azul, y en la tribuna del Congreso Intempestivo, Picasso clamando por
tu libertad en otra hora amarga de Chile. En la boca de Diego, el gigante
Rivera, los frutos del mar y las leyendas imposibles. Tu surgías de los
cabellos de Matilde en el retrato que Diego pintó mientras hablaba de arañas
gigantescas, del tamaño de lobos, arañas que sólo él conocía -¿pero quién
dudaría de las verdades verdaderas de Diego Rivera?-
Ay, Pablo,
estoy rodeado por presencias que vienen siguiendo la huella de tu muerte para
velar tu cuerpo. Nosotros habíamos dejado a los amigos ausentes reposando en la
plaza de Pelourinho, en aquella extensa noche de Bahía. Todos están nuevamente
reunidos junto a ti.
En París,
después, cuando eras el Embajador de tu patria de esperanzas, sólo hablamos de
los vivos, de los que estaban todavía presentes para acompañar la experiencia
de Allende. Esos que hoy, en tantas partes del mundo, tienen el mismo nudo en
la garganta, la misma opresión amarga en el pecho.
Anna
Saghers, la dulce hermana, la más bella, la más querida, la perfecta. Aragón y,
detrás suyo, Elsa: ¿cómo separarlos?. Nicolás con Rosa, brotada, y la poesía
alzada ante el invasor, barco en un mar de ron, Nicolás Guillén. Junto a él,
Miguel Otero Silva. Otro Miguel, el novelista Angel Asturias, solidario de
siempre. Tu hermano Rafael Alberti, mi hermano Vinicius de Moraes. La voz
lacerante de Vera Kuteitchkova, en la carta en la que me anunciaba las noticias
fatales sobre tu salud. Alfredo Varela, Jorge Edwards, Mulk-Rej-Anand. ¿Por
dónde andará Emi Siao en el impenetrable misterio de las flores del Oriente?
Ai-Chin en el río Amarillo, toujours ensemble, ¿recuerdas, Pablo? Las camisas
hindúes y la piedra de jade. En todos los instantes y para siempre la poesía.
En la Isla
Negra, en Santiago, en Valparaíso, en Bahía, en Río, en San Pablo, en Moscú, en
París, en Praga, en Pekin, en Chumkin, en Colombo, en Kandí, en Madrás, en
Bombay, en Calcuta, bajo la lluvia del diluvio en Rangoon o en la floresta
petrificada, yo te reencuentro vivo, Pablo, en tu velorio. Sobrevuelas tu
Patria donde los criminales desenfrenados se banquetean con cadáveres en la
noche de los asesinos. Nunca tuviste un momento de duda: mañana la aurora
renacerá, restaurados en ella el pueblo y la poesía.