En el mes de mayo de 1953, junto a la puerta de una “cave”,
en el Barrio Latino de París, un simple papel escrito a mano con letras grandes
anunciaba que allí cantaría esa noche un tal Georges Brassens, totalmente
desconocido para ese desorientado muchacho argentino que era yo y que vagaba
por París comiendo la ciudad con los ojos, falto de otra clase de alimentación.
Epoca existencialista todavía, Sartre andaba por ahí, escoltado por Beauvoir y
ambos peleándose con Camus, la expresión “cave” era usual, no necesariamente
una cueva ni una caverna y ni siquiera un hueco sino un mero café con un mínimo
escenario en el que solitarios y tristes cantantes u otra clase de filósofos en
acción entretenían con sus pesares e invenciones a distraídos parroquianos,
llenos de un raro sopor, de pesados y sombríos movimientos, la plena posguerra
todavía.
No entré a la
“cave” esa noche ni ninguna otra, el papel desapareció a los pocos días o ese
mismo día, pero el nombre permaneció sin que me significara mucho más que el
haberlo registrado, como tantas cosas que registraba en mis vagabundeos. Pero
el no registrarlo no significaba que ignorara lo que él hacía, a saber, cantar
canciones francesas, aunque conociera un poco no las de él sino las de otras
figuras que amaba: Trenet, Montand, Greco, Piaf. Sus canciones no, todavía no
se habían impuesto y cuando se lo mencionaba se aludía a una especie de
trovador solitario, medio anarquista, no se le atribuía el lirismo que parecía
patrimonio de los otros, los consagrados. Circulaba una en la que hacía una
especie de crónica de guerra suscitada en una verdulería por unas cebollas que
dos clientas se disputaban. Tenía gracia y sobre todo parecía, como se pudo
comprobar por otras que salían de su voz, tenue y casi monótona, una expresión
de un París aldeano o barrial, tal como lo habían pintado las películas de
preguerra, subsistente en las calles, comercios y sobre todo en la gestualidad
de los parisinos.
No me di cuenta,
porque no lo seguí, pero de pronto, un par de años después, era una figura no
sólo popular en Francia sino apreciado en todo el mundo, sus canciones eran
conocidas, a sus recitales asistían multitudes, sus poemas –porque sus
canciones eran poemas que él mismo escribía– eran traducidos y considerados de
tan alta poesía que le dieron un gran premio. Era, por lo tanto, cuestión de ir
un poco más lejos en quien era ya considerado un gran artista y al mismo tiempo
un exponente originalísimo de una de las más entrañables tradiciones francesas,
la canción poética, y, por fin, un artista popular como pocos lo habían
conseguido ser.
¿Cómo describir lo
que hacía? Por de pronto, su escasa voz, nada de baritoneos ni de tenorinos,
apenas modulaba unas ligeras variantes, su guitarra era un rasgueo de bajo
continuo sobre el cual la voz establecía diferencias entre una canción y otra,
todas pegadizas sin duda. Pero lo más notable era lo bizarro de los temas, a
veces líricos, otras retomando poemas de poetas de primer nivel, otras
burlones, tanto de corte sexual como de modos de vida, pero sobre todo el
barroquismo de las letras entonadas con una naturalidad desarmante.
Según leo,
escribió alrededor de 300 canciones: lejos estoy de conocerlas a todas, apenas
a una veintena o a una treintena, recogidas en discos de todo tipo, desde los
platos de 33 hasta los CD pasando por los ya obsoletos cassettes; incluso por
Internet se los puede recuperar y aun ver su rostro relajado y bondadoso y sus
manos sobre una guitarra que ora bordonea ora dibuja una melodía sobre la cual
los versos entretejen su palinodia. De todas me detengo en una, “Les copains
d’abord”, enunciado que puede entenderse de dos maneras: “Los compañeros de a
bordo” o, forzando un poco las cosas, “Ante todo los compañeros”. Si bien la
primera, contextualmente, es la que tiene más sentido al escucharla después de
mucho tiempo me inclino por la otra, lo cual me produce una emoción muy
intensa; entenderla de este modo le confiere un aspecto de homenaje, profundo y
compartible, un himno a la amistad, “los amigos ante todo”. ¿Quién no se
emociona con declaración semejante?
Pero vuelvo y al
rato descifro los versos que esa voz gutural y gangosa, con leves armónicos, me
ocultaban. Y, para una canción reproducida mil veces y cantada en recitales
masivos, ciertas palabras estallan, parece imposible que las haya podido
cantar: nombres como “la Meduse”, “fluctuat nec mergitur”, “Castor et Pollux”,
“Sodome et Gomorrhe”, “Montaigne”, “La Boétie”, “L’evangile”, “Credo et
confiteor”, “Trafalgar”, son de no creer, en frases de una sintaxis complicada,
efecto barroco dicho impávidamente, con una naturalidad desarmante. No es
extraño que empleando esa terminología haya musicalizado textos de poetas
complejos, como Verlaine por ejemplo y otros más. En suma, ha logrado integrar
lo que podemos llamar alta y refinada cultura con melodías sencillas en una
tradición que, para su propio contexto, se considera popular.
Esto podría quedar
aquí y el reconocimiento y homenaje a un gran artista popular que no temió
integrar un orden cultural superior a canciones pegadizas y ocurrentes, de un
humor cáustico y revelador, estaría brindado sin reservas, seguramente
compartido por muchísima gente en todas partes del mundo. Pero hay algo más que
no quisiera dejar de lado porque implica una vieja y sensible cuestión, la de
la relación entre alta cultura y cultura popular en todos los campos del arte
y, por qué no, también del conocimiento. Extenderse sobre esto dio lugar a
tratados más que respetables, que no es mi propósito discutir ni continuar
porque no es ésta la ocasión. Ahora, y aprovechándome del ejemplo, quiero
proponer dos o tres asuntos que dan vueltas por ahí y que de lo artístico y
científico alcanzan en ocasiones lo político: arte popular vs. arte culto, arte
culto vs. arte popular como opciones reveladoras, a veces casi fundamentalismos
de una parte y de otra. Más interesante es considerar el flujo, lo que va de un
campo al otro y qué resulta de ese movimiento, dos direcciones: alta cultura
que se nutre de la popular y cultura popular que se alimenta de la alta.
En la primera,
grandes músicos cultos han bebido temas en la música popular, desde los más
clásicos, danzas y ritmos transformados y reelaborados, a los románticos ni
hablar (Brahms, los grandes rusos y un largo etcétera) e incluso a los maestros
del siglo XX (Stravinsky, Gerschwin, Ravel, Shostakovich, Aguirre, Williams,
Ginastera, Ponce, Moncayo y Villalobos, entre muchos otros). En la segunda,
hubo un momento en el tango argentino en el que los letristas procedían como
Brassens: reminiscencias modernistas en la década del ’20, ultraístas en la del
cuarenta y, por supuesto, Piazzolla, que trastorna el tango con elementos
refinadísimos; desde luego, no puede faltar el ejemplo de Caetano Veloso que se
atrevió, sin que nadie lo acusara de ello, a tomar poemas de Alvaro de Campos
e, impávido, como es su estilo, cantarlos por todas partes. Habría que refinar
la lectura de los poemas de Atahualpa Yupanqui: encontraríamos que no están
lejos de esta poética, como tampoco los de Manuel Castilla.
Ya en este
terreno, y en el ámbito argentino, se observan curiosas renuncias: cuando
Borges escribe milongas recupera simplemente tradiciones temáticas populares y
no les inyecta savia culta; lo mismo se puede decir de las zambas salteñas en
las que dos Dávalos desempeñan un gran papel. Meros ejemplos que no agotan esta
cuestión que, en lo que concierne a la presencia española en la conformación de
los folklores latinoamericanos, argentino, mexicano, cubano, han sido objeto de
investigación erudita, inacabable y refinada.
En cierta ocasión,
impresionado, me pareció que, acaso no deliberadamente, una canción de Benny
Moré, “Varadero”, proponía un asunto semejante, igual diría, que el
complejísimo y exquisito poeta José Gorostiza, en “Muerte sin fin”, un texto de
la misma tela que “Cementerio marino”, de Paul Valéry.
Creo que mi
asociación entre las dos entidades, basada en resonancias, no en referencias,
buscaba precisamente salir de las opciones y hallar un lugar en el que el
sentido de la poesía “culta” reaparecía en la “popular”, de una manera tan
natural y brillante como acaso no lo pueden concebir ni imaginar ciertos
letristas, cantores o no, del rock o del tango o del bolero o de la cumbia o de
lo que sea, que pasa por ser lo popular.