Antes, cuando Pedro y el hombre
vivían solos, todo era distinto. Pero un día llegó ella, la mujer: traía jaulas
con pájaros extraños, gritones, y le hizo construir al hombre un corral para
las gallinas (para que Pedro no pudiese jugar con las gallinas), y, por último,
después de muchos días, trajo también aquel otro animalejo, horrible y
despellejado. Todo cambió entonces, y Pedro adivinó de inmediato quiénes eran
los culpables del cambio: ella y aquel feo bicho. Dos intrusos. Eso: dos
intrusos disputando a Pedro un sitio que sólo a él le correspondía. Solo a
Pedro.
El, sin embargo, nunca se había
atrevido a odiar realmente a la mujer: le resultaba fácil intuir que algo, un
vínculo tal vez demasiado estrecho, la unía al hombre y, por eso, no se atrevía
a odiarla. Además era una mujer. El otro, en cambio, el bicho inverosímil,
rosado, sin pellejo, no era más que un animal. Un animal monstruoso y torpe.
Pero, que nunca había visto nada parecido a eso, pudo observarlo atentamente al
poco tiempo de que la mujer lo trajera. Pero sólo lo vió aquella vez, porque,
después, Pedro no volvió a entrar en la casa: ella no quiso. Y éste fue, sin
duda, el golpe más terrible que recibió su orgullo. Ahora dormía en los fondos,
en el galpón, y el hombre venía a verlo de tanto en tanto: pero el hombre
también había cambiado.
Por eso, en el corazón de Pedro,
empezó a crecer oscuramente el odio: un odio poderoso y dolorido: el odio de
los humillados: y, por eso, cuando aquella tarde apareció la rosada cabezota
del animalejo por la puerta de la cocina (que la mujer, en un descuido, había
dejado a medio cerrar). Pedro supo que había llegado la hora de la venganza.
Olvidándose del pájaro multicolor que estaba observando, absorto, desde hacía
unos minutos, centró toda su atención en el abominable bicharraco. En los
movimientos del abominable bicharraco: porque el otro se movía. Balanceándose
grotescamente sobre sus cuatro patas, avanzaba hacia Pedro. Y Pedro sintió un
asco tan profundo que, sólo gracias a su odio, pudo mantenerse quieto.
Unos cuantos metros los separaban
ahora. El otro estaba cerca; no tan cerca aún como Pedro hubiera deseado, pero
pronto lo estaría. Arrastrando sus febles patas traseras (como Pedro sólo había
visto que lo hacen los sapos) avanzó, tres pasos. Pero no era un sapo; era
mucho más grande. Y era rosado.
Un poco más y ya estaría
suficientemente cerca. El otro babeaba; Pedro también babeaba. Un poco más
todavía... Ya.
Entonces el otro, el bicho
aborrecible y torpe, hizo algo que sólo hacen los hombres: sonrió. Y esto
estuvo a punto de detener el salto de Pedro.
Pedro había calculado con toda
precisión el largo de su cadena. Sus mandíbulas de bull-dog, exactas como un
cepo, no se abrieron hasta que el chico dejó de sacudirse.