jueves, 20 de septiembre de 2018

La verdadera historia de Boogie el aceitoso



                                                                           
                                                                                                                    Ricardo Ragendorfer


La historia sucedió en noviembre de 1990. Roberto Fontanarrosa estaba en el Distrito Federal (México), tras presentar en la feria del libro de Guadalajara su libro de cuentos “El mayor de mis defectos”.
Aquella mañana dormía en la habitación de un hotel situado frente al Zócalo, la enorme plazoleta donde está el Palacio Presidencial y la Catedral, entre otras reliquias. En ese momento sonó la campanilla del teléfono, colándose en el sueño y sin abrir los párpados manoteó el auricular antes de oír la voz del conserje que le anunció:
-Hay un señor que lo aguarda en la confitería.
-¿Un señor?, ¿quien?” - quiso saber el Negro aún adormilado - .
- Pues no me lo dijo, pero se me hace que es un compatriota suyo -conjeturó el conserje.
Ni bien bajó, supo reconocer entre los presentes al tipo en cuestión y quedó de una sola pieza. Era nada menos que “Boogie, el aceitoso”, o mejor dicho, alguien idéntico a él. Un tipo exageradamente macizo, casi sin cuello con mandíbula de bulldog y dos hendijas por mirada. “Soy rosarino, hincha de Central y usted es mi ídolo”, le dijo el falso Boogie a modo de saludo mientras le extendía un ejemplar de su último álbum y una birome. Fontanarrosa que no salía de su asombro sólo atinó a pedirle su nombre para encabezar su dedicatoria. “Soy Daniel Herrera, pero todos me llaman Boogie”, una respuesta que por cierto matizó con una risa. La escena parecía irreal, pero la conjunción del apodo y aquel apellido al Negro le sonaba de algún lado. Se retiró pensando en eso y luego se olvidó del asunto.
Al salir del hotel, Boogie caminó tres cuadras por la calle 5 de febrero hacia un playón donde estaba su camioneta, y la condujó en dirección a la colonia Roma sin percatarse que un motociclista lo perseguía a corta distancia. Esa travesía en medio de un tránsito denso, concluyó en otro playón. Desde allí con el libro autografiado bajo el brazo se adentró a pie por la calle Tepic. Ahora era monitoreado por dos sujetos, uno de traje y otro con un mameluco de la compañía Telmex. A dos cuadras, un Volswagen Vento rojo permanecía estacionado  desde la tarde anterior. Era un vehículo policial no identificable. Sus ocupantes persistían en escrutar el edificio situado a 70 metros y allí fue donde Boogie se metió. Minutos después irrumpió una caravana compuesta por otro Vento y un Gol junto con tres patrulleros. Algunos uniformados tomaron posición en la vereda, el resto quedó en los vehículos. Pertenecían a la policía judicial. Lo cierto era que el Boogie Herrera de 29 años era ya un viejo pájaro de cuentas, y había llegado a México desde su Rosario natal por razones de fuerza mayor. Allí se había iniciado en el delito a comienzos de la década anterior aún bajo la última dictadura y su bautismo de fuego no fue muy afortunado.
Mucho antes de que él se convirtiera en Boogie, exactamente durante la madrugada de 30 de noviembre de 1980, ingresó con otros dos muchachos a un cabaret de la vecina ciudad de San Lorenzo. Su Smith & Wesson le pesaba en su cintura pero no dudó en desenfundarla. El más vehemente de los recién llegados al que le decían “el Pájaro” ya lo tenía encañonado al cajero, el otro, un tal Pirincho, lo cubría desde una pequeña tarima y Danielito (Boogie) estaba inmóvil, quizás por los nervios del debut. El trío había diagramado el golpe con sumo esmero, ello requirió un minucioso trabajo de inteligencia previo y el robo de un Chevrolet 400 para evacuar el lugar. Todo parecía ir sobre rieles pero de pronto el adicionista decidió resistirse. Eso fue el puntapié inicial de un trágico fracaso. Hubo un disparo, después otro. Dos muertes. Gritos, más disparos y un desaforado repliegue. En la esquina se toparon con un patrullero, el Pájaro terminó acribillado, el otro, también, y Danielito terminó en el penal de Coronda. Allí se dio cuenta de que el plano había omitido contemplar un pequeño detalle. El establecimiento asaltado pertenecía nada menos que al jefe de la policía de Santa Fe, el tristemente célebre Agustin Feset,  represor de la época más brava del terrorismo de Estado.
En Coronda Daniel Herrera también descubrió, luego de que le cortaron la melena enrulada, su parecido con el personaje de Fontanarrosa. A partir de ahí se convirtió en Boogie para todos los internos. Él no tardó en transformar ese dibujo en una suerte de alter ego. Por tal razón al salir en libertad a fines de 1986 empezó a oxigenarse el pelo, una costumbre que mantuvo a través del tiempo, a la vez que imitaría en son de broma las frases políticamente incorrectas del auténtico Boogie. A su vez, compraba todas las revistas o diarios donde la tira salía publicada.
 En aquellos días festejó su regreso a las calles con el asalto a la línea de cajas del supermercado “Canguro” en el sur de Rosario. También tuvo suerte en otros establecimientos similares y no tardó en alternar aquella modalidad con certeros golpes a empresas durante los días de pago. Luego junto a un elenco estable compuesto por otros cuatro pistoleros extendió sus actividades en la ciudad de Santa Fe. Allí fue donde al encarar un emprendimiento solitario dio otro paso en falso. Era el invierno de 1989. Y había llegado el dato de que había un despachante de Aduana con dos kilos y medio de oro. El tipo vivía en una casa quinta del barrio Las Flores y él lo vigiló durante  días, y una tarde se mandó. Pero en medio de una distracción, el damnificado opuso resistencia y se le vino encima con una cuchilla. Era la vida del despachante o la de él. En consecuencia Boogie se retiró del lugar sin el preciado metal y con su primer homicidio. La policía no tardó en establecer su autoría del hecho en virtud del soplo de un informante. A la semana huyó por la triple frontera a Foz de Iguazú, y en los primeros días del año siguiente, se estableció en la ciudad de México. Allí se unió a una banda de secuestradores, formada por tres mexicanos y dos colombianos. Entre sus víctimas resaltaba un primo del ex Presidente Luis Echeverría, razón por la cual la policía no demoró en pisarle los talones. Ya había un féretro preparado para él, pero Boogie, claro, no lo sabía.
En junio de 1991 durante uno de sus frecuentes viajes a la capital, Fontanarrosa departía en una mesa del café La Paz con dos veteranos cronistas policiales, Juan Carlos Novoa y Emilio Petcoff.  En aquellas circunstancias evocó su increíble encuentro con el Boogie de carne y hueso y Petcoff moviendo las cejas le pidió más precisiones al respecto. El Negro entonces sólo agregó: “lo único que se es que se llama Herrera, Daniel Herrera”. “El Boogie Herrera – exclamó Petcoff- no lo puedo creer”. Se hizo un pesado silencio, y luego con un tono espacioso agregó: “así que ese día estuvo con vos, pobre muchacho”, y se mandó un sorbo de JB antes de desgranar el final de su historia. Así Fontanarrosa supo que ya el atardecer de aquel día de noviembre, Boogie salió del departamento de la calle Tepic para ir al encuentro de su novia. Quizás haya notado desiertas las calles del barrio y mucho silencio. De pronto se desató el infierno. Desde las esquinas, desde los árboles y desde los autos estacionados, incontables siluetas comenzaron a gatillar al unísono. Al sonar el repiqueteo de las balas un uniformado se acercó a reconocer el cuerpo. Daniel Herrera, alias Boogie, había muerto atravesado por los primeros disparos.

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