martes, 4 de junio de 2019

EZEQUIEL MARTINEZ ESTRADA, CIUDADANO CUBANO



La relación de Ezequiel Martínez Estradas con la revolución cubana llegó a ser muy estrecha y entrañable. En 1960 asumió como director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Casa de las Américas, donde trabajó durante dos años, en tareas relacionadas con la investigación histórica y sociológica. Arribó a Cuba con una obra muy sólida que abarcaba todos los géneros literarios. Subyugado por la vida y obra de José Martí, Martínez Estrada le dedicó voluminosos y documentados estudios: “Martí revolucionario” –publicado por Casa de las Américas en 1967-, “Martí: el héroe y su acción revolucionaria” –publicado originariamente en México-, y “La doctrina, el apóstol” –libro que quedó inconcluso. En la última carta que escribe a su amigo Roberto Fernández Retamar –el 25 de junio de 1964- revela la importancia capital que tuvo para él José Martí: “Los cuatro últimos años de mi vida consagrados a Martí han sido para mí el tiempo mejor aprovechado. Me he purificado y he aprendido a estimar la sabiduría, la santidad, el heroísmo, la abnegación, todos los atributos esencialmente humanos en él.” Aquí vamos a reproducir el texto que escribió cuando una agencia noticiosa difundió el rumor –en julio de 1961-  de que Martínez Estrada había adoptado la ciudadanía cubana. También publicamos el recuerdo que dejó en Arnaldo Orfila Reynal –el platense que fundó en México la Editorial Siglo XXI-, una conferencia que, en 1937, Ezequiel Martínez Estrada diera en un Colegio de la ciudad de La Plata.


La noticia transmitida por la Associated Press a diarios de Buenos Aires y que se publicó el 16 de julio, de que había decidido yo adoptar la ciudadanía cubana, es falsa e insidiosa. La ciudadanía cubana es asunto de patriotismo, libertad y honra y no de papeles del Registro Civil. Dijo José Martí que “es cubano todo el que ama Cuba” y los que amamos a Cuba y estamos con su pueblo contra sus antiguos expoliadores y sus actuales enemigos, poseemos de hecho esa ciudadanía ad-honorem. Yo no he soñado, ni ebrio ni dormido, en cambiar de nacionalidad, aunque en Cuba no me siento tan extanjero como en años muy tristes me sentí en mi país. La hospitalidad fraterna que se me ha brindado es una merced gratuita, y no se me ha insinuado siquiera que deba pagarla como hospedaje de mesón. Trabajo en Cuba para Cuba, para la Revolución Popular Socialista cubana y al mismo tiempo para mi país y para todos los que soportan o conllevan la suerte de países proletarios en su lucha contra la opresión y la injusticia. Hago aquí, con libertad absoluta, lo que no pude hacer en mi patria, donde para los patriotas de facto la conciencia de la nacionalidad se confunde con el provecho que de ella se obtiene. Yo soy argentino para compartir la suerte de mi pueblo y no las sinecuras de sus gamonales y centinelas de guardia.

Fuera de mi patria, donde vivía en estrechez humillante, aquí me gano el pan trabajando como cuando tenía veinte años. Dirijo un Centro de Estudios Latinoamericanos y he preparado una obra sobre “Martí revolucionario”. Ése es mi compromiso y mi tarea. Pero ahora quiero solamente referirme a esa noticia que parece tener el propósito de enconar los ánimos ya predispuestos contra mí, y explicaré una de las constancias de mi foja de servicios en la Administración Pública Nacional. ¿Pues no se habla todavía en las antecámaras de la servidumbre de los traidores a la patria de mi extranjería? ¿No se me acusa aún hoy de antipatriota? ¿No hay perros que salen a morderme para complacer al amo de la finca?

En 1934, a raíz de publicar mi “Radiografía de la Pampa”, siendo yo empleado de Correos, fui denunciado a mis superiores como yrigoyenista resentido y como español renegado y que había obtenido mi libreta de enrolamiento con fraude. El entonces director general de Correos y Telecomunicaciones, doctor general Carlos Risso Domínguez, me conminó a que en plazo perentorio presentara yo copia autenticada de mi acta de nacimiento. Cumplida la orden, me destituyó de mi cargo, que era importante y obtenido grado a grado por méritos, condenándoseme a doce años de suplicios y vejámenes. Seguí siendo un extranjero en la administración pública.

El nombrado funcionario civil y miembro del Tribunal Militar era entonces un ciudadano honorable y yo un impostor, como ahora son prohombres de la República los que la traicionan y la venden, y mercaderes de la nacionalidad los que aceptamos las consecuencias de haber elegido el camino difícil.

Quiero que sepa, de una vez por todas, que mi ciudadanía argentina no es la de los que la mancillan, la empeñan o la truecan, sin la de los que la aceptan como un sagrado deber de sacrificio: y no para propia satisfacción sino para bien de los demás.

Ezequiel Martínez Estrada

Cuba, territorio libre de América, agosto 5 de 1961.


                                               MEMORIA DE UNA CONFERENCIA




Nunca hubiera pensado que concurrir aquella tarde de agosto de 1937 a una conferencia de las muchas que organizaba un Ateneo de niñas estudiantes de un colegio de mi ciudad provinciana de La Plata, iba a alcanzar para mí el significado de un acontecimiento. Pero fue así. Hablaba esa tarde Ezequiel Martínez Estrada sobre Horacio Quiroga, que había muerto pocos meses antes. Eso fue todo, pero, realmente, fue un acontecimiento: jamás había vivido yo con tanta emoción, con tanta entrega, una experiencia humana como ésa. Martinez Estrada conversó dos horas sobre la vida y la muerte de Quiroga; de su amistad fraternal que persistió por años, de los signos trágicos que rodearon siempre la vida de aquel extraño escritor tan cercano a don Ezequiel, al que estuvo tan profundamente hermanado en una actitud idéntica y contraria frente a la vida (“…Esta verdad –escribió don Ezequiel-me permite llamar hermano a Quiroga, y tal fue el tratamiento que siempre nos dimos y rara vez de amigos. Hubiera sido poco, en efecto, porque nos identificaban mucho más que las concordancias de nuestros gustos literarios y los propósitos unánimes, los tácitos acuerdos sobre cuestiones fundamentales o sobre la conducta, el deber, el ideal, e inversamente a la renuncia de cuanto constituye para muchos la aleación de “intereses superiores” que atan a ser humano y ser humano…”). Hablar de “conferencia” para recordar ese acto, me resulta totalmente inapropiado. Fue como asistir a un acto religioso o a una ceremonia de recreación de una vida muerta. Martínez Estrada se desprendía de toda preocupación del ambiente, del público, del lugar. Él pensaba en Quiroga, rememoraba instantes de su amistad, desde los días alegres hasta las horas vecinas a su muerte; del signo trágico que rodeó la vida de Quiroga –suicidio de sus hijos, muerte de uno de ellos por accidente, su enfermedad incurable cortada también por el suicidio- y Martínez Estrada creó el ambiente necesario para que escucháramos es profunda biografía relatada con dolor, con inspiración. No miraba al público, se concentraba en sí mismo, volvía la espalda para mirar hacia el cielo y buscar las imágenes tremendas, las palabras exactas con las que quería y lograba hacer vivir a todos nosotros esa vida cortada del gran escritor.

Yo conocía a don Ezequiel desde lejos, por lecturas de su poesía y de su “Radiografía de La Pampa”, fundamentalmente, y por referencias de amigos comunes. Pero no lo había acercado hasta esa tarde y desde entonces nació una amistad profunda entre nosotros, que vivió activa hasta el día de su muerte. Esa noche, después de ese acto extraño que había dejado impregnado de dolor y sorpresa a cientos de niñas escolares que le escucharon, le conduje hasta Buenos Aires, y en largo camino fue hablándome Martínez Estrada de todas las cosas inverosímiles que se le ocurrían, de aparecidos, de lo que significaban los caballos blancos cuando surgen en medio de la noche, de cómo él sabía curar con “palabras” a algunos animales y, a veces, también, a los niños.

                                                                                       Arnaldo Orfila Reynal