jueves, 12 de diciembre de 2019

RAÚL SCALABRINI ORTIZ SOBRE JORGE LUIS BORGES




En la década del veinte compartieron la redacción de la revista “Martín Fierro”. Ese fue el único lugar de encuentro de Jorge Luis Borges y Raúl Scalabrini Ortiz. Sus preocupaciones eran muy divergentes. Raúl Scalabrini Ortiz se preguntaba, lo que todo argentino debiera hoy preguntarse: ¿Cómo es posible que en un país productor de carnes y cereales hubiera hambre?. Para contestar esa pregunta, investigó quiénes eran los propietarios de nuestra riqueza –ferrocarriles, frigoríficos y puertos-, llegando a la conclusión que el imperialismo inglés se llevaba nuestra riqueza a precios bajísimos, y nos succionaba la renta nacional a través de seguros, fletes y dividendos. Puso al desnudo la extranjerización de la comercialización e industrialización de los productos del país, las usinas de luz y gas, los medios internos de cambio, la distribución del crédito y el régimen bancario. Bregó como nadie por la nacionalización de los ferrocarriles. Desbarató los espejismos y las frases que encubren el drama americano. En esa Argentina de los años 30 elevó su voz de patriota. Pero además de un gran investigador y analista político, era escritor. Y es desde ese lugar que escribe el siguiente texto sobre Jorge Luis Borges cuando éste recién tenía 26 años.


Hombre pleno de antinomias es este Jorge Luis. Yo no sé como él sofoca o coordina los movimientos antagónicos de su espíritu: la minuciosa precisión de su razonamiento y la invariable candidez de su sensibilidad; su espíritu andariego y su avidez de erudición. Muchos paisajes ha visto sin que se adentraran en su pupila. Con su tranco decidido ha recorrido muchas calles, buscando siempre la realidad semejante a la ciudad de su recuerdo, donde él vive y aspira vivir siempre: una tapia tranquila limitando el cielo, un almacén color de guindado, una novia de crenchas largas y una total ausencia de renovación. Pero, aunque estas contradicciones se reflejen amortiguadas en su obra, son conocimientos de amistad no divulgables.

Hace 26 años nació Borges en Palermo, posiblemente en la manzana en que luego había de apoyar su “Fundación mitológica de Buenos Aires”; manzana que el progreso aleja y que Borges va persiguiendo de barrio en barrio. Durante los años de la guerra vivió en Ginebra. Salvo su conocimiento de alemán, Ginebra no dejó nada en él. En Madrid se inscribió entusiastamente en el movimiento ultraísta. Fue amigo de Ramón y de Cansinos Assens, pero tengo para mí que lo fue más de Cansinos.

Al volver, cantó su entusiasmo en “Fervor de Buenos Aires” y con Piñero y González Lanussa fundó la Revista Mural, escrita con el elevado propósito de humanizar el paramento arrogante de los rascacielos. Después dirigió, con Bernárdez y Brandan Caraffa, “Proa”, y sembró colaboraciones en todas las revistas literarias. Ahora es, desgraciadamente, colaborador de “La Prensa”.

La estrofa de Borges, cuya gustación requiere cierto ejercicio para alejar el encanto de las sonoridades huecas, se afirma en un ritmo interior de salmo. Los pies de su verso apoyan apenas su acento para no turbar la materia emotiva con que este contemplador quietista rellena sus poemas. Su realidad nos llega entristecida al venir del recuerdo, pringada con la idea del tiempo.

Pero es en la prosa donde Borges se agranda. Ha renovado la adjetivación trocando los epítetos ya desgastados por otros cuya novedad muestra más claramente su carácter metafórico. Ha anticuado con esmero sus giros que entroncan en Gracián y Quevedo pero reflorecen en criollo. Y, finalmente, nos ha animado lo abstracto hasta lo palpable. Sirvan de paradigma un poema de su libro “Luna de enfrente” y otro de “Fervor de Buenos Aires”. De sus libros de prosa “Inquisiciones” y “El tamaño de mi esperanza”, entresacaré párrafos otra vez.