Ilustración: Lilen Lile Castillo |
Tan malísimo es el
Rulo Palacios- aún hoy, en el atardecer de la vida- que se ha negado
a darle a Clementina los dientes postizos con que su rostro podría
verse casi tan bello como en los años de juventud. De una bofetada,
en mil novecientos ochenta y nueve, el Rulo le bajó dos paletas una
vez que ella se puso quisquillosa con los ronquidos de él.
El veintiséis de julio
de mil novecientos noventa, Clementina y el Rulo Palacios salieron de
paseo a una galería y feria americana ubicada en Corrientes y
Talcahuano.
Cada
vez que ella quería comprar alguna prenda, el Rulo quedaba
ensimismado, viéndola. Melancólico, tanto más palidecía cuanto se
oscurecía su tierno corazón. Porque el hombre vil, cuando está
engualichado, es como una flor sola en medio del campo, expuesta a la
tormenta. El Rulo no tenía dinero. Cada suspiro de Clementina por un
vestido o bijou
con que él la vería glamourosa
la noche de sábado, era un pequeño puñal en el alma del reo. No
podía obsequiarle.
Repentinamente, decidió
la cosa. Agarró la campera mitad de cuero mitad tejida con arabescos
atigrados que tanto le gustaba a ella. Con una seña de cabeza indicó
a Clementina que tomara la carterita de lentejuelas de la vidriera, y
ambos echaron a caminar. Cada uno hacia un extremo opuesto de la
galería.
El comerciante a cargo
del escaparate advirtió algún movimiento. Escandalizado, profirió
gritos que pusieron sobre aviso a todos los vecinos. En segundos, la
policía cazó al Rulo y a Clementina, que pidió permiso para ir al
excusado a vomitar, e intentó echar la carterita por el inodoro. Lo
único que consiguió fue que se tapara, y el agua saliera a
raudales.
Los llevaron esposados
a ambos. A Comisaría, porque era jueves a la noche. En la celda,
sola, Clementina distinguía a media luz escritos que revelaban la
sensación de quienes habían pasado por ese lugar. Se entretuvo
analizando la diferencia entre sufrimiento y dolor.
“-El sufrimiento"-
se dijo-"es perdurable. Como éste momento, que está en mi piel
desde hoy y para siempre. Sufro, porque estoy aislada de mis seres
queridos. Del Rulo… Prefiero el dolor, quisiera que alguien viniese
a golpearme. Sería mejor que este infierno de paredes…”
La
puerta se abrió. Ella se asustó. Le dieron una manta que otrora
había sido colorida. La frazada era una manufactura del Chaco. Las
tejedoras, después de confeccionarla, habían sido brutalmente
traspoladas
a la urbe para la ejecución de servicio esclavo en fábrica.
Volvieron a poner
cerrojo. No había cama, sino una superficie de cemento, sobre la que
intentó descansar. Con el temor constante de que a los polis se les
ocurriera entrar a violarla, o cualquier locura. Aquello era tierra
de nadie. Sin embargo, adivinaba la presencia del Rulo al otro
extremo de la dependencia policial. Después de aquella noche,
durante el resto de su vida, siempre sostuvo que los “canas”,
pese al estado oscuro en que se los veía, no se habían metido con
ella por una especie de ética de respetar a la mujer que anda con su
hombre. Y más, por tratarse de la Querida de un punto como Rulo
Palacios.
La condena efectiva del
preso comienza en el insomnio. El cuerpo roto de impulsos abortados
petrifica la curva de movimiento, dejando lugar a la subsistencia.
Clementina estaba agotada. Pero al taparse, la manta tejida surtió
efecto reparador. Soñó danzas, coplas y chacareras al violín.
El viernes en la mañana
los trasladaron a Tribunales para prestar declaración. Luego,
podrían volver a casa.
Clementina nunca había
pasado una experiencia de aquellas. El pelo recién teñido de
colorado en peluquería barata, se mezclaba con sus lágrimas y toda
la ropa tomaba tinte. “-Con ese nombre no necesitas alias, Piba.”-
gritó una, desde la otra punta, y las demás reían. Otra compañera
de celda se apiadó, y le susurró al pasar
“-
Decí
que tenés
SIDA,
así nadie te toca”.- En verdad, la mayoría de las presas daban
pavor. Y, para peor, había que tolerar a las guardias- cárcel. Sus
rostros se integraban a la variedad de versiones que puede adoptar un
pit
bull-
terrier americano. Las reconocía por el tono del ladrido. A estas
alturas se había convencido de que no habían de ser excesivamente
peligrosas. Porque durante la requisa de ingreso, no le habían
dedicado demasiado tiempo a echar un vistazo al ano de Clementina. La
habían obligado a separar ambas nalgas con los propios dedos.
Avergonzada, ella había creído encontrarse en la antesala del
terror. Sin embargo a continuación le dieron la orden de volver a
vestirse y todo acabó.
Los llevaron esposados
por los pasillos. Les sacaron fotos de perfil y de frente, y les
tomaron las huellas dactilares. Volvieron un rato a la incomunicación
entre ambos. Ella, con las detenidas, tuvo que turnarse para pasar el
trapo de piso. Con el frío que hacía, y sin los cordones de los
borceguíes, tiritando pensaba
“-Ya pasa”
Pero
se hizo tarde para la declaratoria. Clementina quería llamar a sus
padres. Se sobrepuso y no lo hizo. Aborrecían al Rulo, y esto
empeoraría el encono que su familia le guardaba.
Como
hasta el lunes no habría testimonio ni careo, los llevaron a la
cárcel a pasar el fin de semana. A él, al Penal de Villa Devoto. A
ella, a la cárcel de mujeres, en Ezeiza.
Allí,
todas dormían en una habitación común. Las internas le daban
consejos. Clementina entabló amistad con una que había choreado en
el súper, porque no tenía para sus hijitos. Hermanadas en la
incertidumbre, ambas daban bocanadas a los sinsabores. Rogaban a para
salir pronto del calvario. Clementina, a la Medalla Milagrosa. La
compañera, a La
Desata
Nudos.
El resto de las presas le rezaban a un santo que ni ella ni su amiga
conocían.
También trabó amistad con La Chile. Tres años de condena por haber hecho de mula. Alguien la había batido; le habían encontrado la merca al cruzar la frontera, en Fox de Iguazú.
Muchas de las mujeres
que estaban allí tenían hijos, y se habían decidido a delinquir
creyendo que ayudarían a darles un futuro.
Sólo
de una se decía que era peligrosa. La Chile, señalándole a la
mujer obesa que entraba al único baño para compartir entre veinte,
munida de un toallón,
a darse una ducha- (resultaba indudable que hacía lo que quería sin
dar explicaciones a nadie) le advirtió
“-Ojo con esa, está
por asesinato. Mató al marido.”
Esa
noche les dieron de cena pizza fría. Clementina se tiró a dormir en
el piso húmedo, como pudo. Hilvanaba estrategias para subsistir ahí
dentro, en caso de que la condenaran.
“- Me hago amiga de
la gorda. “
El lunes los llevaron
de nuevo al Edificio de Tribunales.
El juez le preguntó al
Rulo si solía fumar algo. El Rulo, cándido, hasta un poco tonto,
respondió que sí, casi buscando la complicidad del juez.
El
juez siguió preguntándole si había cometido algún robo a mano
armada en Gorina,
a una familia de apellido Anchorena. Y el Rulo, en su ignorancia,
seguía contestando que sí, y haciendo guiños. Así, le fueron
sacando de mentira a verdad, una por una de sus fechorías. Robos en
el country “San Facundo”, y actos de violencia graves al
perpetrar otros cuantos delitos. Lo sentenciaron a quince años de
prisión.
Durante
la espera, antes de que el letrado entrevistara a Clementina,
llegaron dos mujeres nuevas. Con tapados, tacos, las manos arregladas
y el cabello cuidadosamente peinado. Parecían de clase alta. Y lo
eran. Falsificadoras. Tenían una red con sus maridos. Entre sí,
eran cuñadas. No era la primera vez que caían, por consiguiente
dominaban el lugar y ejecutaban acciones certeras. Parecía que se
quedarían bastante tiempo en la cárcel, y en la resignación,
mostraban cierto envidiable saber.
Aleccionaron
a Clementina antes de su encuentro con Su Señoría. Ella, astuta,
ejecutó al pie de la letra los consejos de las falsificadoras.
Cuando se le preguntó
a Clementina, negó. Que no hurtaba, que nunca había fumado
marihuana, que no conocía estupefacientes de ningún tipo, y- aunque
se le retorcían las tripas- también negó alguna relación con el
hombre apodado Rulo, con quien se había visto envuelta en un hecho
fortuito.
El
domingo 29 de julio de 1990 la señora del Rulo, madre de sus ocho
hijos, lo fue a visitar a la cárcel. Se había alisado el pelo con
planchita, se había cortado flequillo, y llevaba puestas unas calzas
de leopardo con las que pretendía imitar a Clementina. Pero, puestas
una al lado de la otra, era evidente la belleza sutil de la amante-
inclusive pese a la falta de dientes- y la rigidez de la esposa.
Aquella bruja aborrecía al marido. Se arreglaba para competir con la
verdadera mujer de él. Le llevó al Rulo un paquete de yerba
“Playadito”,
y le dijo:
“-Hacelo
durar porque es la última vez que nos vemo”
El lunes 30 de julio de
1990, Macoco Anchorena se presentó en la cárcel de Ezeiza con un
anillo de platino con un zafiro. Pagó la fianza de Clementina. El
matrimonio de ambos duró hasta el extraño fallecimiento de Macoco,
ocurrido el mismo día que el Rulo salió de la cárcel. El 26 de
julio de 2005.
El Rulo Palacios es
hombre de pocas palabras. Él mismo le dice a su Querida, a cada rato
“- Soy básico”.
Ella se ríe. Lo adora,
pese a que el Rulo es malo como el vinagre aguachento. Tan malo que
una vez, Clementina creyó estar esperando un hijo suyo. El Rulo, en
vez de abrazarla y festejar, le dijo
-Ja. Si te has quedado
embarazada, me voy a vivir abajo del puente o a otro confín, y no me
ves más. Acto seguido pasó dando carcajadas tres horas seguidas por
reloj, recordando su propio chiste.
Clementina lo ama.
Porque entre los brazos del Rulo se siente como un águila acariciada
por el sol de la cúspide de la alta montaña. En actitud de
potencial despegue a ese vuelo poderoso con que sólo las aves
majestuosas agitan el aire.
Rulo
Palacios jamás mencionó cómo fueron los quince años en el Penal
de Villa Devoto. Sólo le contó a Clementina que hizo un gran amigo,
Armando
Alegre.
Con quien, paradójicamente, armaban porros y porros para pasarla
menos peor. Y también le confesó que no le molestó realmente estar
lejos de ella. Porque cuando la extrañaba, extraía de una cajita
los dientes que le había sacado, los miraba y se masturbaba.
Rulo
Palacios asegura que no ama a Clementina. Se lo repite cada día.
Sale del paso si ella le pide que le exprese su cariño "- No
insistas. La pasamos bien juntos. No pretendas más. Tal vez por la
mañana no me encuentres. Lo nuestro es sólo sexo. Cualquier cuerpo
me sirve para lo mismo que me servís vos".
Pese
a sus palabras hirientes y negadoras, Rulo
tiene serias intenciones de comprarle los dientes. Todavía no se
decide por celoso, para que otros hombres al verla desdentada pasen
de largo y no sean atrapados por el fulgor de esa dama adorable.
María
Matilde Prezioso, nació en La Plata. Es escritora, bailarina,
pianista y actriz.