jueves, 11 de junio de 2020

"CORAZÓN DE LA PALOMA" POR RODOLFO BRACELI


                                                                               




Lorenz, Konrad Lorenz, tenía ojos de mirada buena porque adentro de su cuerpo anidaba un alma labriega adicta a la paciencia de las semillas. Don Konrad se pasó los días y tantas veces las noches observando a los animales con ese amor que se teje desde la curiosidad. Así, en esa perseverancia, consiguió advertir que los animales suelen ser más humanos de lo que suponemos: a veces se aburren, tienen sus insomnios, pueden enamorarse, pueden tener sexo sin amor y, llegado el caso, cargan la suficiente necesidad de agresión como para eliminarse entre sí; pero, ojo al piojo, esto sin terminar con la propia especie.

Don Konrad también nos avisó de algunas paradojas que explican lo aparentemente inexplicable que aquí nos sucede: ¿cómo es posible tanta guerra, tanta calamidad, tanto genocidio preventivo, tanta obscena pobreza, cómo tanto analfabetismo y tanta analfabetización?

Es más: el viejo Konrad nos avisó que la paloma de la paz no tenía paz, y no la tiene, y no la tendrá, por lo siglos de los siglos.

Para llegar a semejante conclusión, antes se preguntó si la bendita paloma no sería, acaso, sólo un vientre alado, sin nada más que tripas y capacidad de caca.

Para aprender lo que después nos avisaba, Konrad se animó al riesgo de algunos experimentos: por ejemplo, solía ponerse semillas en los párpados y pómulos para que comiese de ahí, con su escalofriante pico, el inquietante pelícano. Pero jamás hizo eso ni con la más mansa de las palomas. Esta prevención tenía sus razones: cierta vez don Konrad observó los modales de un palomo y una paloma encerrados en una jaula. Parecían tranquilos; los dejó ahí, encerrados, para ver hasta qué punto llegaba su sosegada convivencia. Al día siguiente encontró que la paloma había luchado hasta doblegar al palomo. Pero no sólo lo había derrotado, más allá de su victoria siguió picoteando su nuca, sin furia, picoteando tranquila, con la lenta tenacidad del odio dosificado. Es decir, no sólo agresividad asesinadora, además fría y sostenida crueldad.

Apartémonos de la urgencia, mirémosla, por favor: la paloma ahora sigue picoteando, bajando por la nuca; sigue y sigue, serena, perseverante, mordiendo el cuerpo inerme del palomo: en un rato llegará al corazón de su congénere; lo desfigurará, al corazón, hasta devastarlo.

Caramba, tan luego la paloma sinónimo, la dulce paloma, el símbolo ecuménico de la paz de pronto descubierta como capaz de no conformarse con matar. Capaz de matar despacito, para matar más.

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Ay, ayayito, paloma de la paz, ¡quién lo diría! Hasta hiciste caer en la trampa de tu simulación a Neruda, el Pablo poeta, y a Picasso, el Pablo pintor, y a Casals, el Pablo músico.

Jodida, tremenda tramposa. Embaucadora.

Maldita tú eres, paloma buena. Si
justamente tú significas la paz,
el mundo está fatalmente condenado a comerse por las patas
hasta desaparecer de los mapas del cosmos.
Damas y caballeros, pero.

Pero después de todo ¡piedad para la paloma! Alguien tenía que vestirse de hipocresía y asumir los recodos de la simulación. Alguien tenía que hacer el trabajo sucio de este mundo desde siempre condenado por un Pecado Original que nunca se cometió.

Ay, palomo y paloma de lesa humanidad, ¿hasta cuándo y hasta dónde nos seguiremos abrigando con esa dulce apariencia que nos engaña lesamente?

Por favor, arrímense más, un poco más, y observen lo que les comentaba: ahí ella, la paloma, con su pico tenaz ya está llegando al corazón del palomo; serenamente se lo está comiendo; ya le queda menos, ya le queda poco…

No, no nos hagamos los desentendidos:
ahí tenemos, más acá de nuestras narices,
la condición humana de la paloma en su apogeo.
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