Lorenz, Konrad Lorenz,
tenía ojos de mirada buena porque adentro de su cuerpo anidaba un
alma labriega adicta a la paciencia de las semillas. Don Konrad se
pasó los días y tantas veces las noches observando a los animales
con ese amor que se teje desde la curiosidad. Así, en esa
perseverancia, consiguió advertir que los animales suelen ser más
humanos de lo que suponemos: a veces se aburren, tienen sus
insomnios, pueden enamorarse, pueden tener sexo sin amor y, llegado
el caso, cargan la suficiente necesidad de agresión como para
eliminarse entre sí; pero, ojo al piojo, esto sin terminar con la
propia especie.
Don Konrad también nos
avisó de algunas paradojas que explican lo aparentemente
inexplicable que aquí nos sucede: ¿cómo es posible tanta guerra,
tanta calamidad, tanto genocidio preventivo, tanta obscena pobreza,
cómo tanto analfabetismo y tanta analfabetización?
Es más: el viejo
Konrad nos avisó que la paloma de la paz no tenía paz, y no la
tiene, y no la tendrá, por lo siglos de los siglos.
Para llegar a semejante
conclusión, antes se preguntó si la bendita paloma no sería,
acaso, sólo un vientre alado, sin nada más que tripas y capacidad
de caca.
Para aprender lo que
después nos avisaba, Konrad se animó al riesgo de algunos
experimentos: por ejemplo, solía ponerse semillas en los párpados y
pómulos para que comiese de ahí, con su escalofriante pico, el
inquietante pelícano. Pero jamás hizo eso ni con la más mansa de
las palomas. Esta prevención tenía sus razones: cierta vez don
Konrad observó los modales de un palomo y una paloma encerrados en
una jaula. Parecían tranquilos; los dejó ahí, encerrados, para ver
hasta qué punto llegaba su sosegada convivencia. Al día siguiente
encontró que la paloma había luchado hasta doblegar al palomo. Pero
no sólo lo había derrotado, más allá de su victoria siguió
picoteando su nuca, sin furia, picoteando tranquila, con la lenta
tenacidad del odio dosificado. Es decir, no sólo agresividad
asesinadora, además fría y sostenida crueldad.
Apartémonos de la
urgencia, mirémosla, por favor: la paloma ahora sigue picoteando,
bajando por la nuca; sigue y sigue, serena, perseverante, mordiendo
el cuerpo inerme del palomo: en un rato llegará al corazón de su
congénere; lo desfigurará, al corazón, hasta devastarlo.
Caramba, tan luego la
paloma sinónimo, la dulce paloma, el símbolo ecuménico de la paz
de pronto descubierta como capaz de no conformarse con matar. Capaz
de matar despacito, para matar más.
((
Ay, ayayito, paloma de
la paz, ¡quién lo diría! Hasta hiciste caer en la trampa de tu
simulación a Neruda, el Pablo poeta, y a Picasso, el Pablo pintor, y
a Casals, el Pablo músico.
Jodida,
tremenda tramposa. Embaucadora.
Maldita tú eres,
paloma buena. Si
justamente tú
significas la
paz,
el mundo está
fatalmente condenado a comerse por las patas
hasta desaparecer de
los mapas del cosmos.
Damas y caballeros,
pero.
Pero después de todo
¡piedad para la paloma! Alguien tenía que vestirse de hipocresía y
asumir los recodos de la simulación. Alguien tenía que hacer el
trabajo sucio de este mundo desde siempre condenado por un Pecado
Original que nunca se cometió.
Ay, palomo y paloma de
lesa humanidad, ¿hasta cuándo y hasta dónde nos seguiremos
abrigando con esa dulce apariencia que nos engaña lesamente?
Por favor, arrímense
más, un poco más, y observen lo que les comentaba: ahí ella, la
paloma, con su pico tenaz ya está llegando al corazón del palomo;
serenamente se lo está comiendo; ya le queda menos, ya le queda
poco…
No, no nos hagamos los
desentendidos:
ahí tenemos, más acá
de nuestras narices,
la condición humana de
la paloma en su apogeo.
))