Santiago Marelli
Borges
solía advertir que, de los diversos instrumentos inventados por el
hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son
extensiones de su cuerpo. Sólo el libro es una prolongación de la
imaginación y la memoria. En la vida de toda persona siempre hay un
momento de derrota, en el que la felicidad parece haberse terminado
sin remedio. La cuarentena es una experiencia que nos puede hacer
víctimas de esa melancolía. Pero hay algo, al alcance de la mano,
que puede tener la fuerza de una epifanía: un libro. Leer es la
posibilidad de vivir otras vidas, de ponerse bajo otra piel y echarse
a andar el mundo sin salir de nuestra casa. Una manera de ser
compatriota de seres sin importar donde han nacido –incluso en
otros mundos-, y contemporáneo de personajes que han vivido hace
muchos siglos o que aún no han nacido.
Muy
pocos pueden precisar en que momento exacto de su vida nació la
fiebre de leer, la necesidad física de tener siempre un libro cerca;
pero casi siempre ocurre en la infancia, que es cuando empiezan todas
las cosas realmente importantes que nos van a acompañar a lo largo
de la vida.
“Somos
seres poéticos, todos, todos nosotros. Mucho más de lo que nos
imaginamos”, aseguró Liliana Bodoc. Lo que más nos duele, lo
que nos sangra, o dicho de otro modo, nuestra condición mortal, ni
más ni menos, es aquello que sólo podemos encontrar a través de
los libros: “Por eso es tan importante que un chico lea
literatura, que lea una metáfora.” Cuando le preguntaron a la
escritora santafesina sobre la calidad de lo que se lee, de lo que
lee un niño, ella respondió que prefería fuera un buen cuento,
aunque sea uno solo, a montones de páginas de un texto no literario:
“Porque, en ese punto, cantidad no es calidad, así como cien
hamburguesas no hacen un plato de sopa de la abuela. Por eso, si bien
es difícil sacar a los chicos de la computadora, también es igual
de cierto que lo que devuelven los ojos de un niño que atravesó por
primera vez una experiencia artística no tiene parangón con nada”.
La
realidad es que no sólo se lee sino que se lee mucho y acaso más de
lo que nunca se haya leído. El libro sigue siendo un gran negocio, y
lo es cada vez más. Decididamente no son los números los que
preocupan, sino que es otra la cuestión que conviene meditar. Y esta
cuestión atañe al interés por la lectura. ¿Por qué no lloramos
frente a las noticias pero sí lo hacemos en el cine o leyendo una
novela? ¿Por qué nos conmueve tanto la muerte de un personaje de
ficción? La única respuesta posible quizá sea que no podemos
darnos el lujo de perder la ficción, ni de perder la literatura,
porque es ese espacio artístico el que nos permite más fácilmente
conectarnos con la emoción y con la empatía. La buena literatura es
la permanente invitación a un diálogo en profundidad, a una mirada
distinta sobre todo lo que nos rodea, y una indagación que nos
permite descubrir cosas sobre nosotros mismos que ignorábamos.
No
podemos definir de forma tangible qué valores pueden transmitir los
libros. Aún en su desorden, forman escaleras y niveles que no pueden
saltearse de cualquier manera. Aguzan nuestros sentidos, derriban
barreras, nos deslastran de obviedades y esquematismos, nos permiten
ver el mundo de manera inédita como si el mundo se estrenara ante
nuestros ojos.
La
lectura es un accidente añejo que el hombre no tuvo intención de
causarlo. Dice el filósofo Tomás Abraham que “leer no es
solamente poner los ojos sobre un libro. Con la lectura a uno le
pasan muchas cosas, y le pueden pasar grandes cosas en el encuentro
con ciertos libros y ciertos autores; uno puede llegar a tener dentro
de su autobiografía o sus memorias, además de una vida conyugal o
laboral, una vida de lector. Hay encuentros que marcan una vida y hay
autores que marcan una vida.”. Esos descubrimientos se producen
en soledad, sin embargo la lectura, paradojalmente, rompen la soledad
al ponernos en comunicación profunda con otros seres humanos. Leer
es una manera de situarnos en el centro mismo de la vida, de
salvarnos de la asfixia gracias a la fuerza de la imaginación, sin
la cual el mundo es un lugar muy pequeño y cerrado y la sangre se
vuelve vinagre en el encierro de las venas. No leer es un lento
suicidio que no impide seguir respirando, pero que impide ir más
allá porque ni siquiera se sospecha que lo hay, embrutecidos en un
destino torvo de ignorar una realidad que pide memoria y sentido.
Todos
nos leemos a nosotros mismos, y al mundo que nos rodea, para poder
vislumbrar qué somos y dónde vamos. Leemos para entender, o para
empezar a entender. Los libros nos muestran cuánto nos falta: las
experiencias que aún no hemos vivido –y que probablemente no
vivamos jamás-; pero en lugar de humillarnos, nos estimulan, nos
tienden su mano, nos abren la puerta de sus mundos.
Antonio
Muñoz Molina contó una vez que cuando estudiaba en sexto del
bachillerato, la clase de literatura consistía en una ceremonia
entre tediosa y macabra. Tenía un profesor de cara avinagrada que
subía cansinamente a la tarima con una carpeta bajo el brazo, tomaba
asiento con lentitud y desgano, abría la carpeta y comenzaba a
dictarles una retahila de fechas de nacimientos y muertes, títulos
de obras, y características de diversa índole que era preciso
copiar al pie de la letra, porque en el caso de que no supieran el
año de la muerte de Calderón de la Barca o las cinco o seis
características del Romanticismo corrían el peligro de suspender el
examen. Afortunadamente para él, a esa edad ya era un adicto
irremediable a la literatura, pero comprendió que para la mayor
parte de sus compañeros, cuyas únicas noticias sobre la materia
eran las que les daba aquel lúgubre profesor, la literatura sería
ya para siempre ajena y odiosa. Un profesor puede lograr que una
persona se mantengan obstinadamente alejada de los libros durante
toda su vida; y, por el contrario, puede hacer que un alumno se
sienta tocado por el milagro de la lectura y los libros se vuelvan
tan necesarios para él como la respiración. Una de las personas
inolvidables en la vida de García Márquez fue la profesora que le
enseñó a leer, a los cinco años. Era una mujer bonita y sabia, que
no pretendía saber más de lo que podía, “y era tan joven que
con el tiempo acabo siendo más joven que yo”. En sus clases,
el Gabo escuchó los primeros poemas, y lo condujo por el laberinto
de los buenos libros sin interpretaciones rebuscadas. Para García
Márquez, un curso de literatura no debería ser más que una buena
guía de lectura: “Cualquier otra pretensión no sirve más que
para asustar a los niños”.
Antonio
Lobo Antunes, en su vasta experiencia de lector, había llegado a la
conclusión de que “cada lector lee con su propia llave, que es
como decir con sus vivencias, con sus gustos personales. Hay que leer
a un autor para conocerse a sí mismo”. Y es que los libros nos
dan una valentía que desconocíamos poseer y que nos permite
adentrarnos en rincones que teníamos miedo de explorar. Entonces el
miedo se troca en felicidad. “Si el secreto de la vida”- como
escribió Abelardo Castillo en El que tiene sed- “es
vivir para contemplar dónde está el límite de la degradación y el
sufrimiento. Hasta donde somos capaces de humillar y hacer sufrir a
los demás, o hasta dónde la vida es capaz de vejarnos, envilecernos
o hacernos padecer”; los libros, quizás, sean nuestra única
posibilidad de felicidad auténtica.
Los
lectores saben que los libros dan una conciencia más cabal de las
miserias e imperfecciones del mundo real, que siempre resulta pobre,
confuso y mezquino, comparado con los hermosos, magníficos y
coherentes mundos que crea la ficción. Por eso, dice Mario Vargas
Llosa: “la literatura contribuye no a hacer más felices, pero
si menos resignados y más libres a los seres humanos.”
El
libro es un cruce clandestino de frontera, un salto hacia la libertad
al arrancarnos de nuestro aquí y ahora para ponernos en otro lugar
con una sabiduría de la que ningún mandato sería capaz: no
necesita tener la herida para sentir el dolor ajeno.