jueves, 4 de junio de 2020

LOS LIBROS, UN CONJURO CONTRA LA CUARENTENA



                                                                                                                Santiago Marelli



Borges solía advertir que, de los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo. Sólo el libro es una prolongación de la imaginación y la memoria. En la vida de toda persona siempre hay un momento de derrota, en el que la felicidad parece haberse terminado sin remedio. La cuarentena es una experiencia que nos puede hacer víctimas de esa melancolía. Pero hay algo, al alcance de la mano, que puede tener la fuerza de una epifanía: un libro. Leer es la posibilidad de vivir otras vidas, de ponerse bajo otra piel y echarse a andar el mundo sin salir de nuestra casa. Una manera de ser compatriota de seres sin importar donde han nacido –incluso en otros mundos-, y contemporáneo de personajes que han vivido hace muchos siglos o que aún no han nacido.


Muy pocos pueden precisar en que momento exacto de su vida nació la fiebre de leer, la necesidad física de tener siempre un libro cerca; pero casi siempre ocurre en la infancia, que es cuando empiezan todas las cosas realmente importantes que nos van a acompañar a lo largo de la vida.

Somos seres poéticos, todos, todos nosotros. Mucho más de lo que nos imaginamos”, aseguró Liliana Bodoc. Lo que más nos duele, lo que nos sangra, o dicho de otro modo, nuestra condición mortal, ni más ni menos, es aquello que sólo podemos encontrar a través de los libros: “Por eso es tan importante que un chico lea literatura, que lea una metáfora.” Cuando le preguntaron a la escritora santafesina sobre la calidad de lo que se lee, de lo que lee un niño, ella respondió que prefería fuera un buen cuento, aunque sea uno solo, a montones de páginas de un texto no literario: “Porque, en ese punto, cantidad no es calidad, así como cien hamburguesas no hacen un plato de sopa de la abuela. Por eso, si bien es difícil sacar a los chicos de la computadora, también es igual de cierto que lo que devuelven los ojos de un niño que atravesó por primera vez una experiencia artística no tiene parangón con nada”.

La realidad es que no sólo se lee sino que se lee mucho y acaso más de lo que nunca se haya leído. El libro sigue siendo un gran negocio, y lo es cada vez más. Decididamente no son los números los que preocupan, sino que es otra la cuestión que conviene meditar. Y esta cuestión atañe al interés por la lectura. ¿Por qué no lloramos frente a las noticias pero sí lo hacemos en el cine o leyendo una novela? ¿Por qué nos conmueve tanto la muerte de un personaje de ficción? La única respuesta posible quizá sea que no podemos darnos el lujo de perder la ficción, ni de perder la literatura, porque es ese espacio artístico el que nos permite más fácilmente conectarnos con la emoción y con la empatía. La buena literatura es la permanente invitación a un diálogo en profundidad, a una mirada distinta sobre todo lo que nos rodea, y una indagación que nos permite descubrir cosas sobre nosotros mismos que ignorábamos.

No podemos definir de forma tangible qué valores pueden transmitir los libros. Aún en su desorden, forman escaleras y niveles que no pueden saltearse de cualquier manera. Aguzan nuestros sentidos, derriban barreras, nos deslastran de obviedades y esquematismos, nos permiten ver el mundo de manera inédita como si el mundo se estrenara ante nuestros ojos.

La lectura es un accidente añejo que el hombre no tuvo intención de causarlo. Dice el filósofo Tomás Abraham que “leer no es solamente poner los ojos sobre un libro. Con la lectura a uno le pasan muchas cosas, y le pueden pasar grandes cosas en el encuentro con ciertos libros y ciertos autores; uno puede llegar a tener dentro de su autobiografía o sus memorias, además de una vida conyugal o laboral, una vida de lector. Hay encuentros que marcan una vida y hay autores que marcan una vida.”. Esos descubrimientos se producen en soledad, sin embargo la lectura, paradojalmente, rompen la soledad al ponernos en comunicación profunda con otros seres humanos. Leer es una manera de situarnos en el centro mismo de la vida, de salvarnos de la asfixia gracias a la fuerza de la imaginación, sin la cual el mundo es un lugar muy pequeño y cerrado y la sangre se vuelve vinagre en el encierro de las venas. No leer es un lento suicidio que no impide seguir respirando, pero que impide ir más allá porque ni siquiera se sospecha que lo hay, embrutecidos en un destino torvo de ignorar una realidad que pide memoria y sentido.

Todos nos leemos a nosotros mismos, y al mundo que nos rodea, para poder vislumbrar qué somos y dónde vamos. Leemos para entender, o para empezar a entender. Los libros nos muestran cuánto nos falta: las experiencias que aún no hemos vivido –y que probablemente no vivamos jamás-; pero en lugar de humillarnos, nos estimulan, nos tienden su mano, nos abren la puerta de sus mundos.
Antonio Muñoz Molina contó una vez que cuando estudiaba en sexto del bachillerato, la clase de literatura consistía en una ceremonia entre tediosa y macabra. Tenía un profesor de cara avinagrada que subía cansinamente a la tarima con una carpeta bajo el brazo, tomaba asiento con lentitud y desgano, abría la carpeta y comenzaba a dictarles una retahila de fechas de nacimientos y muertes, títulos de obras, y características de diversa índole que era preciso copiar al pie de la letra, porque en el caso de que no supieran el año de la muerte de Calderón de la Barca o las cinco o seis características del Romanticismo corrían el peligro de suspender el examen. Afortunadamente para él, a esa edad ya era un adicto irremediable a la literatura, pero comprendió que para la mayor parte de sus compañeros, cuyas únicas noticias sobre la materia eran las que les daba aquel lúgubre profesor, la literatura sería ya para siempre ajena y odiosa. Un profesor puede lograr que una persona se mantengan obstinadamente alejada de los libros durante toda su vida; y, por el contrario, puede hacer que un alumno se sienta tocado por el milagro de la lectura y los libros se vuelvan tan necesarios para él como la respiración. Una de las personas inolvidables en la vida de García Márquez fue la profesora que le enseñó a leer, a los cinco años. Era una mujer bonita y sabia, que no pretendía saber más de lo que podía, “y era tan joven que con el tiempo acabo siendo más joven que yo”. En sus clases, el Gabo escuchó los primeros poemas, y lo condujo por el laberinto de los buenos libros sin interpretaciones rebuscadas. Para García Márquez, un curso de literatura no debería ser más que una buena guía de lectura: “Cualquier otra pretensión no sirve más que para asustar a los niños”.
Antonio Lobo Antunes, en su vasta experiencia de lector, había llegado a la conclusión de que “cada lector lee con su propia llave, que es como decir con sus vivencias, con sus gustos personales. Hay que leer a un autor para conocerse a sí mismo”. Y es que los libros nos dan una valentía que desconocíamos poseer y que nos permite adentrarnos en rincones que teníamos miedo de explorar. Entonces el miedo se troca en felicidad. “Si el secreto de la vida”- como escribió Abelardo Castillo en El que tiene sed- “es vivir para contemplar dónde está el límite de la degradación y el sufrimiento. Hasta donde somos capaces de humillar y hacer sufrir a los demás, o hasta dónde la vida es capaz de vejarnos, envilecernos o hacernos padecer”; los libros, quizás, sean nuestra única posibilidad de felicidad auténtica.
Los lectores saben que los libros dan una conciencia más cabal de las miserias e imperfecciones del mundo real, que siempre resulta pobre, confuso y mezquino, comparado con los hermosos, magníficos y coherentes mundos que crea la ficción. Por eso, dice Mario Vargas Llosa: “la literatura contribuye no a hacer más felices, pero si menos resignados y más libres a los seres humanos.”
El libro es un cruce clandestino de frontera, un salto hacia la libertad al arrancarnos de nuestro aquí y ahora para ponernos en otro lugar con una sabiduría de la que ningún mandato sería capaz: no necesita tener la herida para sentir el dolor ajeno.






Presentación

Una forma distinta, propia, de mirar la realidad y contarla. Sumate a este proyecto de periodismo gráfico y audiovisual, para defender c...