NI
CONDENADOS NI SALVADOS: LO QUE DA LA TIERRA
Violencia.
Tragedia y pensamiento en Frantz Fanon
Eduardo Gruner
(Es
difícil –casi imposible- hablar, en pocas páginas, de Frantz
Fanon. Y, para colmo, en la Argentina donde, a fines de los años 60,
el que esto escribe, a la salida de una proyección de
La Batalla de Argelia, ese film tan fanoniano
de Gillo Pontecorvo, pudo escuchar, no sin estremecerse un poco, a un
representante de la izquierda peronista de entonces, muy suelto de
cuerpo, decir: “es igual que en la Argentina”, pasando por un
rasero inverosímil las diferencias históricas, políticas,
culturales de todo tipo entre la situación colonial de Africa del
Norte y la de una sociedad como la nuestra bajo el onganiato. Entre
una sociedad agraria de campesinos paupérrimos, ocupada
territorialmente por una potencia extranjera desde un siglo antes, de
tradición islámica, y una sociedad –como era la Argentina de
entonces- todavía con un grado nada despreciable de
industrialización, una importante organización sindical proletaria,
decididamente urbanizada, con uno de los índices más altos de
educación de su estadísticamente significativa “clase media”,
etcétera. Inverosímil, sí, pero no imposible: la fascinación
fanoniana de cierta militancia de la pequeña burguesía radicalizada
tuvo, lo sabemos, sus efectos, no necesariamente buenos. Ese no es,
por ahora, nuestro tema (“por ahora”, es una cuestión amarga,
espinosa, que alguna vez habrá que saldar). Nuestro tema es Fanon.
Pero teníamos, en buena ley, que mencionarlo.
Difícil
hablar de Fanon: porque, justamente, no es, siquiera en la
Universidad, un completo desconocido (como Oscar Lewis): al
contrario, para una cierta generación, la que atravesó como pudo el
pasaje traumático de los 60 a los 70, Fanon es un mito. “Viviente”,
como se dice, para esa generación (aunque Fanon, en pleno combate,
había muerto no de bala sino de leucemia, una década antes); y
muerto, pero coleando, para la siguiente, al menos para los jóvenes
comprometidos con algo que en un momento se llamó la revolución.
Eso sí: mito viviente, muerto coleando o monumento ilustre, hoy ya
no se lee a Fanon. No me refiero simplemente a que –en esto sí es
similar a Lewis- su nombre raramente figure en las bibliografías, ya
sea de la “ciencia” o del “ensayo” social, político,
ideológico, cultural, de la Argentina. Me refiero a que no se lo lee
de verdad –aunque se pasee la vista por las páginas- un poco
amarillenta, de sus libros-: se lo descuenta como profeta de la
revolución violenta de los pueblos del Tercer Mundo contra el
colonialismo. Se lo “lee” -o, con mayor frecuencia, se habla de
él- haciéndolo caer en un casillero preestablecido. Como trataremos
de mostrar, se trata de un malentendido; no porque aquel enunciado no
sea cierto –es condición de todo malentendido que al menos una
parte del enunciado se entienda bien-. Lo que sucede es que reducirlo
a eso, “historizar” a Fanon en el mal sentido del término,
“arqueologizarlo”, ha llevado a una operación
extraordinariamente equívoca, insidiosa: su recuperación por la
academia, por los estadios culturales, por la teoría postcolonial en
su versión más “universitaria” del primer mundo (ciertamente
no, como decíamos, o no todavía, en la Argentina; pero ya llegará:
en la Argentina todo llega), donde se le dedican, desde hace ya unos
años, congresos internacionales, coloquios transdisciplinarios,
seminarios multiculturales y multitudinarios, monografías eruditas,
readers consagratorios.
Quiero
decir: esa “historización” equívoca que hace de Fanon
exclusivamente “el profeta armado” de la guerra anticolonial es
la misma que permite que ahora sea un edulcorado objeto de estudio en
ese “primer mundo” contra cuya violencia colonialista,
dominadora, Fanon luchaba “con la espada, con la pluma y la
palabra”; puesto que habiendo caído el segundo no hay, se dice,
más “tercer mundo” (como si ese concepto no se hubiera cargado
durante décadas de su propia significación, más allá de la
existencia geográfica o política de los otros “dos mundos”);
puesto que ya no existen, se dice, las situaciones “coloniales”
en sentido clásico (como si ese cambio de status jurídico de las ex
colonias hubiera mágicamente eliminado lo que Samir Amin llama la
mundialización del capital –eufemísticamente llamada
“globalización” por sus celebrantes- o como si la
postcolonialidad hubiera suprimido la dominación económica,
política o ideológica de los imperios de turno); puesto que, en
todas partes del mundo, se dice, las revoluciones violentas han
fracasado (como si ese “fracaso” hubiera disuelto, también,
mágicamente, las causas, las motivaciones, la razón de ser de los
“errores” revolucionarios); puesto que incluso y especialmente en
Africa, se dice, los movimientos independentistas “fanonianos”
–de Lumumba a Kwame Nkruma, de Ben Barka a Senghor, y tantos otros-
han derivado grotescamente en las guerras tribales, los
neofundamentalismos religiosos y los payasos sangrientos a lo Idi
Amin Dada (como si esa no hubiera sido siempre una posibilidad de la
historia, como si el propio Fanon no hubiera advertido lúcidamente,
recogiendo un célebre dictum de Rosa Luxemburgo, que la opción era
“socialismo o barbarie”); puesto que ese fracaso de las
revoluciones anticoloniales, se dice, lejos de haber engendrado el
“hombre nuevo” por el que Fanon (o el Che) abogaba –quizá
ingenuamente-, ha producido solo marginales, miserables, derrotados,
o bien corruptos (como si el agudísimo “antipsiquiatra” que era
Fanon no hubiera analizado en profundidad y sin idealizaciones
candorosas los riesgos que se le presentan a la subjetividad
desgarrada por el colonialismo, la opresión y la esclavitud,
especialmente cuando se fracasa en la construcción de una identidad
propia, no importa cuán imaginaria), puesto que todo eso se dice, y
puesto que hemos reducido a Fanon al rol de profeta de lo que “ya
fue”, y puesto que por lo tanto ya carece de sentido juzgarlo por
lo que Fanon es, por lo que promete, por sus acciones, entonces
ahora podemos dedicarnos a estudiarlo en las pacíficas aulas de
Berkeley, de la London School of Economics, de París VIII. Et voilá:
liquidado el mito, y más aún el hombre, y todo lo que se supone
representaba, ahora sí, podemos quedarnos con el objeto de análisis,
con el pretexto de los congresos, de los coloquios, de los readers.
Pero:
algo huele a podrido en el College. Partamos de un prejuicio,
absolutamente arbitrario (como diría Gadamer, a menudo ciertos
prejuicios son condición del conocimiento): cuando las academias
primer mundanas –aún en su versión “progre” de
postcolonialismo y multiculturalidades- se esfuerzan tanto por
recuperar a alguien que en toda buena lógica debería ser una bete
noire (valga la expresión, tratándose de un afroantillano como FF)
para su corrección política, entonces hay que sospechar. Y no hace
falta abundar demasiado en los motivos de la sospecha: es sabido que
la canonización es un viejo truco neutralizador del pensamiento
incómodo –se ha hecho con Marx, con Freud, con Nietzche, ¿cómo
no iba a hacerse con el teóricamente menos “sofisticado” Fanon?.
Y la sospecha recrudece cuando se cae en la cuenta –es un mínimo
recuento estadístico que cualquier niño de primaria podría
efectuar- que la inmensa mayoría de los papers académicos escritos
sobre Fanon en los últimos años versan (ah, la magia del
castellano) sobre cosas como el lugar del autor en relación a “la
agencia (agency) sexual femenina”, la “desterritorialización
homosexual”, la “fantasía traumática en el cine”, “la
representación visual de la negritud”, y via dicendo.
Por
supuesto: no es que esas cosas no estén en Fanon (ya lo dijimos, no
hay malentendido, no hay operación ideológica, que no diga alguna
verdad); o, al menos, que no puedan encontrarse en él, construirse
retroactivamente a partir de lo que FF efectivamente dice. Sería
absurdo, por otro lado, recusar que se explore en Fanon, un autor
notoriamente inteligente y perceptivo, todas las complejas
perspectivas, explícitas o implícitas, abiertas por su escritura.
En buena hora. Pero uno no puede dejar de hacer la pregunta incómoda:
perdón, ¿y la violencia revolucionaria, o la violencia tout court,
esa que proviene de, o responde a, la dominación? La tenemos, señor,
la tenemos, cómo no, ¡estamos hablando de Fanon!. Sí, pero,
primus: es un elemento más, que hay que tener en cuenta, claro, pero
ya no es el eje articulador que explica los avatares, las
transformaciones de “las agencias”, “las
desterritorializaciones”, las “fantasías traumáticas”,
incluso las “representaciones visuales”; secundum, puesto que hay
todos esos “puesto que” que antes enumerábamos, esas reflexiones
sobre la violencia hoy se han vuelto resueltamente anacrónicas,
pertenecen a otra etapa; tertium, por consiguiente dejemos descansar
toda esa negatividad del Fanon “histórico”: rescatemos su
positividad “constructiva”, la que nos permite hoy hacer buenos
estudios culturales, buena teoría postcolonial, buen
multiculturalismo, bueno postestructuralismo, buenos estudios de
género. Caramba, no seamos anacrónicos.
Desde
luego, uno podría optar por la chicana fácil: uno podría decir,
¿sabe qué? después del 11 de septiembre de 2001, y de todas sus
consecuencias hoy mismo en acto, tal vez, por ahí, no sé, me
parece, que a lo mejor la pregunta por la violencia imperial o
neocolonial y sus respuestas (perversas o no, erróneas o quien sabe)
ya no es tan anacrónica. Pero bueno, no estamos en un debate
asambleístico, optemos por la reflexión un poquitín más compleja
y serena. Primera cuestión –para empezar por lo más general-,
para despachar rápidamente lo más obvio: es totalmente falso y
unilateral transformar a Fanon en no se sabe qué cultor o adalid de
la violencia (aún de la revolucionaria) per se. Es cierto que en Los
condenados de la tierra, Fanon explica -
con pasión elocuente, pero también con notable sutileza
psicológica- que la asunción de la violencia de la rebelión, la
toma de las armas contra el poder colonial, equivale para el
colonizado un primer paso en su mutación de puro objeto a sujeto, en
un principio de construcción de identidad “personal”, sí, pero
mediada por la construcción de la identidad nacional-popular, para
decirlo con Gramsci.
¿Y
acaso no hubiera estado de acuerdo con esto cualquier dirigente
pensante de cualquier rebelión anticolonial de la historia? ¿No
hubieran estado de acuerdo, por decir algo, Tupac Amaru, San Martín,
Bolívar, Artigas o, no sé, Toussaint L´Overture? ¿No hubieran
estado de acuerdo, muy pocos años antes de Fanon, los resistentes
gaullista contra la ocupación nazi, a los que les parecía
perfectamente lógico y legítimo reencontrar su identidad nacional
en la realización incluso de actos de terrorismo individual contra
los ocupantes, esos mismos actos que, cuando luego eran llevados por
el FLN argelino, se les aparecían como el colmo de la perversión y
la irracionalidad? (o, para citar un caso quizás hoy más irritante,
¿no hubieran estado de acuerdo los judíos que realizaban esos
mismos actos, antes de 1948, contra la ocupación inglesa de
Palestina, en uno de los procesos más heroicos de revolución
nacional y “construcción de identidad” del siglo XX, pero a los
que se les aparecen como el colmo de la perversión y la
irracionalidad cuando los realizan los palestinos?)
Pero
es que el problema con la ocupación colonial –no importa lo que
pensemos teóricamente del nacionalismo, o de la conveniencia de la
propia existencia de las “naciones”; tampoco eso elimina
mágicamente la experiencia vivida por los miembros de una comunidad
“nacional” –es que confronta a los sujetos con una violencia
absoluta, sin exterioridad que casi nos atreveríamos a llamar
ontológica, si aceptamos la premisa de que los individuos sólo
pueden adquirir status de sujetos por medio de la “identificación”
(todo lo imaginaria que se quiera) con la comunidad, con la
ecclessia, con el ser-con que les da su reconocimiento en una
genealogía, etcétera, entonces se entiende que la ocupación
colonial ponga en cuestión el propio ser o no ser de la
subjetividad. En este sentido –entiéndasenos bien- la lucha
anticolonial es una experiencia todavía más radical que la lucha de
clases ( aunque –también esto hay que entenderlo bien- es
inseparable de ella, tanto bajo el colonialismo propiamente dicho
como bajo el imperialismo o los neo/post colonialismos que
correspondan: sólo que responden a registros lógicos y políticos
diferentes, de allí que el error fatal de confundirlos, como en
nuestra anécdota del comienzo, pueda dar resultados catastróficos).
Es más radical porque la violencia colonial compromete a la propia
comunidad existencial de los sujetos, amenaza de manera más
inmediata y totalizadora –y con menos alternativas de acción
contrahegemónica y “legal”, ya que se trata simplemente, como
decíamos, de ser o no ser- la conformación de un territorio
material y simbólico de pertenencia sobre el cual plantear, incluso,
la lucha de clases –y ello aún cuando el resultado de la lucha de
clases a nivel mundial fuera finalmente la completa
desterritorialización política del planeta: porque, en buena
lógica, ¿cómo “desterritorizalizar” un territorio
inexistente?-.
Por
lo tanto, porque tienen que enfrentarse a esa violencia absoluta del
colonialismo, la descolonización, dice Fanon, es siempre violenta,
ya que lo que está en juego en ella es la propia ausencia de una Ley
(simbólica, jurídica, política y subjetiva) de la comunidad, que
tiene que ser re-creada, re-fundada casi desde la nada. Lo es aun
cuando adopte una estrategia “pacifista” a lo Gandhi. La
descolonización es sencillamente “la sustitución de una cierta
especie de hombres por otra especie de hombres”. Una mutación
antropológica de esa magnitud no puede sino ser violentamente
traumática. Porque, en verdad, según Fanon, no se trata únicamente
de que la opresión colonial le haya quitado su ser al colonizado: ha
hecho algo mucho peor que eso, le ha dado un ser falso, lo ha
disfrazado de lo que no es ni fue nunca antes: “piel negra, máscara
blanca”, para citar otro título fanoniano (injustamente menos
famoso que Los condenados…).
Y es que no se puede pasar por alto que la opresión colonial está
íntimamente consustanciada con el racismo, en su forma más perversa
y más infame: la que hace que el “negro” (o el árabe, el indio,
el orientalizado que sea, en el sentido de Said), al recibir los
pretendidos “beneficios” de la cultura “superior” (la blanca,
occidental, europea, desde luego) se sienta avergonzado de la propia.
Más aún: descubra recién allí que pertenece, que pertenecía, a
una cultura, a una condición, a un status, a un ser, “inferior”.
Antes el colonizado no sabía, por ejemplo, que era negro. El mismo
Fanon lo relata, respecto de su propia historia, de su propia
subjetividad: mientras vivió en la Martinica, nunca cayó en la
cuenta del color de su piel; tuvo que mudarse a París, y
sobresaltarse en la calle ante un niño transeúnte que, con alarma,
tironeaba de la falda de su madre y, señalándolo con el dedo,
exclamaba: “Tiens!
Un noir!”para
descubrir que no era un ser humano como cualquiera, sino que un rasgo
diferencial mínimo de su epidermis –el color negro- había sido
elevado a esencia ontológica. Porque esa es la lógica profunda del
racismo- Fanon, más tarde, pudo razonarla leyendo las Reflexiones
sobre la cuestión judía de Sartre: la
operación de fetichización por la cual la parte, el detalle, la
contingencia, ocupa el lugar del Todo, se hace necesidad.
Esa
operación casi constitutiva de la ideología, incluso del propio
lenguaje, hace que –como dice el mismo Sartre, llevando el
argumento al extremo- sea prácticamente imposible, en términos
lógicos y más allá de nuestras intenciones subjetivas, no ser
“racista”. Pero por supuesto, no es lo mismo saberlo que no
saberlo. El colonialista está obligado a no saberlo, y a reduplicar
la operación: puesto que tiene que justificar (ante sí mismo, ante
todo) la opresión colonial, no le basta, como hacemos todos, con
darle al “negro”, fetichistamente, su “ser”, tiene además
que persuadirlo de que ese “ser” es naturalmente inferior; es la
única manera de que el colonizado “comprenda” plenamente las
ventajas de su nuevo ser, de esa “máscara blanca” que le dará
acceso a la cultura superior, a la civilización. Desde luego, apenas
el “negro”, imbuido de cierta duda confusa, tenga la ocurrencia
de preguntarse por su verdadero ser, la máscara caerá, y la piel
negra ocupará nuevamente toda su dimensión ontológica. Eso para el
colonialista, lejos de ser un desmentido a su operación, será una
confirmación: “¿Lo ve usted? No hay nada que hacerle: los
elevamos al nivel del blanco, les otorgamos toda la dignidad de
nuestra cultura, y ellos nos rechazan; en el fondo, quieren ser como
son”. El colonialista, pues, no puede perder: si el “negro”
acepta la máscara, habrá demostrado la razón que el tenía en
imponerle su cultura; si la rechaza, será por su ignorante tozudez,
por obcecarse –para decirlo spinozianamente en persistir en su
“ser” inferior. Y si, para colmo, se resiste, habrá razón en
reprimirlo, en torturarlo, en asesinarlo: a la larga, la civilización
debe prevalecer. Se puede hacer, incluso, en nombre de Rousseau: “los
hombres deben ser obligados a ser libres”. Vale decir: a ser
blancos.
En
fin, en todo caso, la operación cierra perfectamente: el “negro”,
el colonizado, sólo descubre que tiene un ser a través del
colonizador, y en el mismo acto, por el mismo movimiento, descubre la
“inferioridad” de su ser. Es decir, despierta a la “vida”, a
su “identidad” (puesto que mi ser me viene siempre del Otro) ya
siempre como inferior, como ser-en falta, como pecado. Esa es la
violencia inaudita, radical, absoluta del colonialismo: la de
quitarle al sujeto la oportunidad de descubrir, de construir,
comunitariamente, su propio ser, y en cambio hacerlo descubrir a sí
mismo en el “congelamiento” originario de su falso ser. Salir de
allí, dirá Fanon, supone aquella mutación antropológica,
ontológica, plena de violencia.
Para
convencerse de que hay aquí mucho más que una retórica panfletaria
sobre la violencia revolucionaria –como le adjudican sus enemigos
y, lamentablemente, muchos de sus “amigos”- hay que leer, en
Piel Negra, Máscara Blanca,
el uso originalísimo que hace Fanon, ya en 1950, de la teoría del
“estadio del espejo” de Lacan (el psicoanalista francés había
presentado su teoría apenas unos meses antes, en el Congreso de
Psiconálisis de Zurich, abril-mayo de 1949): lo que hace el
colonialista es en efecto detener el proceso “especular” de
conformación de una identificación imaginaria con el propio cuerpo
sobre el cual luego se articulará la instancia de lo simbólico,
haciendo “coagular” esa identificación en una completud cerrada
sobre su propia falta, en lugar de permitirle desplegar el conflicto
–que es el de todo sujeto- inherente a su incompletud constitutiva.
Más de un “lacaniano”, por cierto, podría descubrir aquí algo
para pensar esa vinculación entre psicoanálisis y política que
suele dejarlo perplejo.
Fanon
no podría decirlo más claramente, en el contexto de su debate con
Octave Mannoni: “Es evidente, en efecto, que el malgache puede
soportar perfectamente no ser un blanco. Un malgache es un malgache.
O, mejor, no, un malgache no es un malgache: en él existe su
malgachez de una manera absoluta. Si él es malgache se debe a que ha
llegado el blanco, y si en un momento dado de su historia se ha visto
conducido a preguntarse si era o no era un hombre, ello se debe a que
se le ha discutido esta realidad de hombre”. Cámbiese “malgache”
por “negro” o por cualquier otra cosa (menos, claro, “blanco”:
¿quién ha escuchado jamás a un niño asustado exclamar: “Tiens!
Un blanc!”) y se entenderá por qué, para Fanon, la tarea ciclópea
de la revolución anticolonial supone aquel cambio de una especie de
hombre a otra: es que el colonizado, el “negro”, el “malgache”,
el “árabe”, el “índio (póngase, si se desea, la “mujer”,
el “homosexual”, el “cabecita”) tiene que nacer a su propia
humanidad, sin por ello –sino al contrario- desplazar la tensión
entre su “malgachez” y su humanidad, ahora sí, plena de
determinaciones, entre las cuales está su “malgachez” como
construcción de su propia existencia comunitaria. Lo dicho: no se
podría ser más claro. Y sin embargo, mucho después de 1950, en
1996, uno de esos académicos readers multiculturalista y
estudioculturosos primermundanos en homenaje a Fanon, donde escriben
plumas insospechables como Stuart Hall, Kobena Mercer o Homi Bahba,
puede tranquilamente titularse…El Hecho
de la Negritud. Pero, cómo: la
“negritud” ¿es un hecho? ¿Un dato, puro y duro, de la realidad?
¿Para esto escribió, luchó, se hizo “negro argelino
revolucionario”, Fanon?
Sea
como sea: lo que sí debería estar clarísimo a esta altura, es que
la violencia (aún y especialmente, la revolucionaria) no es algo
para celebrar. Fanon lo dice, incluso, contra cierto unilateral
entusiasmo que cree percibir en el célebre prólogo de Sartre –un
texto hermosísimo y de una lucidez deslumbrante, por otra parte- a
Los Condenados…: la violencia
resistente es algo a lo que el colonizado se ha visto arrojado por su
propia falta-de ser producida por el colonizador. En cierto modo, es
lo peor que el colonizador le ha hecho al colonizado: despojarlo
plenamente de su humanidad, lo ha obligado a ser violento por la
necesidad de producir en sí mismo esa mutación antropológica a
través de la cual deberá advenir a su propia humanidad. No conforme
con ejercer sobre él la violencia propia de la ocupación colonial,
lo fuerza a hacerse violencia a sí mismo, poniéndolo en la
situación de luchar, con las armas en la mano, por conquistar una
humanidad que, por “naturaleza”, siempre había sido suya, o
debió serlo. ¿Qué hay allí para celebrar, cuando esto es,
propiamente hablando, la tragedia del colonizado? “Tragedia”,
incluso, en el pleno sentido conceptual, histórico-cultural,
griego, de la palabra: la situación colonial, decíamos más arriba,
pone en juego –al igual que sucede, por ejemplo, en la Antígona
de Sófocles- el enfrentamiento entre dos absolutos irreductibles,
puesto que se trata, justamente, de un ser o no ser de la cultura, de
la sociedad como tal. En la situación colonial no es cuestión de
una pugna entre dos órdenes distintos, o aún contrapuestos, para la
polis: lo que se decide es que haya o no esa polis. Que haya o no
Ley, una simbolicidad propia que de cuenta de, que haga nacer mi
cuerpo comunitario, mi genealogía, mis propias identificaciones
“especulares”. Que ello deba ser hecho por la violencia, es
todavía un signo de la dominación despótica del Otro.
Por
otra parte, Fanon no simetriza la violencia: nada hay aquí del
recurso obvio, demasiado obvio quizá, a la justificación de la
violencia de “abajo” por la violencia de “arriba”. Fanon no
busca una justificación, sino una explicación, aunque ella esté
cargada de comprensible odio por el colonizador. Por supuesto, hay
una violencia inicial, originaria, que produce su respuesta. Pero no
se trata de dos violencias paralelas, por así decir “exteriores”
(si bien vinculadas por una secuencia causal, o especular) una a la
otra: es la misma violencia, la de la situación colonial como tal.
No, desde luego, en el sentido de “los dos demonios”, ni en el
sentido de una admonición humanista abstracta, “liberal”, que
diría que la violencia es violencia, venga de donde venga. Sino en
el sentido de una cinta de Moebius donde la violencia es el recorrido
mismo de los sujetos, en su afán por, unos, hacerse sujetos; los
otros, impedir que lo sean. Además, Fanon no es un humanista
abstracto, pero es un humanista, plenamente consciente de aquella
problematicidad trágica, irresoluble, que atraviesa al sujeto
atrapado en el destino de violencia que es el del colonialismo. Su
formación de psiquiatra herético, pero también fenomenológica y
existencialista (es un gran lector de Sartre, de Merleau-Ponty) lo
llevan a no perder nunca de vista, a no disolver en generalizaciones
retóricas, la corporal y subjetiva, la experiencia vivida del
sujeto. De todos los sujetos: también del colonialista. Fanon sabe
–en Los Condenados…hay
páginas inolvidables al respecto- que, en la vorágine de la guerra
anticolonial, el ocupante también vive intensamente el terror: no
solamente el terror de ser víctima de un atentado, de un asesinato,
sino también el de la pérdida de su propio “ser” comunitario,
puesto que en cierto modo también él, mediatizado por toda su
cultura, se ha hecho sujeto por (se ha hecho carne en él) su lugar
de colonizador. He aquí otra dimensión plenamente trágica: que el
colonizador no sea menos humano que el colonizado. Sólo que el
colonizador sabe por qué es humano; el colonizado tiene que
descubrirlo: tampoco allí hay simetría posible.
Nada
que celebrar, pues. Pero ello no quita –y esto es la verdadera,
inaudita, lucidez de Fanon- que sea la violencia la que explica que
no haya nada que celebrar. La condena de la violencia –algo que
todos podemos compartir- no la elimina como razón de ser y como
“analizador” de lo que nos sucede. La “historización”,
incluso la estetización que a veces se ha hecho de Fanon, arguyendo
que su reflexión sobre la violencia es tributaria de un momento
histórico ya pretérito, pierde completamente el centro de la
cuestión: nuestro mundo, todo él, y con nueva dramaticidad en el
estricto aquí y ahora, es producto de la violencia de la cual habla
Fanon. Puede que esa violencia ya no pueda llamarse “colonial” en
el sentido estricto (histórico-social, político, económico) del
término. Pero, ¿cómo no ver que fue así que se conformó, que
adquirió su lógica profunda de funcionamiento, nuestro mundo
moderno, incluso nuestro pensamiento moderno, nuestra manera de
vivir, sin saberlo, la modernidad? Y, claro está, eso que se llamó,
alguna vez, post modernidad: no se trata de hacer reduccionismos,
pero sería francamente estúpido excluir a la globalización –con
sus consecuencias de polarización económica y social (la más aguda
en toda la historia de la modernidad), miseria física, moral,
cultural, corrupción política y nuevas guerras neocoloniales que
hoy mismo estamos presenciando –de esa lógica mediante la cual la
violencia colonialista creó las condiciones para la mundialización
del capital, sentó las bases del sistema-mundo que hoy nos rige.
Y
además, aquí no estamos haciendo “ciencia” política: nada nos
inhibe –para volver a la cuestión del pensamiento- de usar la
categoría de “violencia colonial”, en un sentido lato pero
estricto, para hablar, en general y de manera, sí, filosófica, de
ese modo de la producción de la racionalidad que Adorno –a quien
Fanon, que yo sepa, no cita, pero con el que tiene una sorprendente
afinidad de pensamiento- llamó “instrumental”, y que implica (es
una expresión del propio Adorno) la colonización lo concreto por lo
abstracto, de la singularidad cualitativa por la “falsa totalidad”
cuantitativa, del Objeto –y por lo tanto del Sujeto- por el
Concepto indeterminado, desencarnado: producto, todo ello, del
fetichizado “equivalente general” de un capitalismo hecho posible
por la más cruda violencia colonial. Nada ganaremos, va de suyo,
con desechar irreflexivamente todo el pensamiento de la modernidad
occidental (al cual pertenecen, en su vertiente crítica, también
Marx, Freud, Benjamin, Sartre, Merleau- Ponty, Adorno, y el mismísimo
Fanon educado en París) pero mucho perderemos, en cambio, dejando
de ver que el pensamiento de la modernidad occidental es complejo y
ambiguamente solidario de la violencia colonial en ese amplio
sentido. Que, como diría el propio Benjamin, no hay documento de
civilización que no lo sea, simultáneamente, de barbarie.
En
el fondo, es esto lo que no se le perdona a Fanon. Cuando se lo
“historiza” (y a esta altura, creemos haber mostrado que esa
“historización” oculta una profunda deshistorización, puesto
que historia, verdadera historia, es lo que continúa en el presente
y amenaza el futuro), cuando se lo “recupera” en su positividad
–para el enriquecimiento académico de los estudios
(multi)culturales o lo que sea- desechando su negatividad como pasada
de moda, lo que no se puede (o no se quiere) ver, es que lo más
radicalmente revolucionario que hay en él es justamente esa
dialéctica negativa (Adorno, otra vez) con la que su acción y su
pensamiento contribuyeron a la “crítica de todo lo existente”
por lo que abogaba un Marx –pero que practicaron también un Freud
y todos los otros “unos” que hemos nombrado-. Y con lo cual, para
peor, contribuyó a hacer de una vez y para siempre lo que,
nuevamente en su prólogo, Sartre –con una formulación notable-
llamó el strip-tease de Occidente: porque la tragedia de la
violencia colonial es también la tragedia de esa civilización
occidental, que justamente sin mengua de todas sus grandezas (una vez
más: trágico es el conflicto que no tiene solución, para lo cual
no hay Aufhebung), a partir de las revoluciones anticoloniales, y no
importa cuáles hayan sido sus “fracasos”, ha quedado desnuda en
su condición de ave de rapiña que le ha robado su ser al mundo, y
lo sigue haciendo. Entonces, ¿cómo podría la academia, ni aún la
más “progre”, perdonarle a Fanon eso?