martes, 2 de junio de 2020

FRANTZ FANON por Eduardo Gruner


       

           NI CONDENADOS NI SALVADOS: LO QUE DA LA TIERRA
                  Violencia. Tragedia y pensamiento en Frantz Fanon




                                                                                                                                    Eduardo Gruner

(Es difícil –casi imposible- hablar, en pocas páginas, de Frantz Fanon. Y, para colmo, en la Argentina donde, a fines de los años 60, el que esto escribe, a la salida de una proyección de La Batalla de Argelia, ese film tan fanoniano de Gillo Pontecorvo, pudo escuchar, no sin estremecerse un poco, a un representante de la izquierda peronista de entonces, muy suelto de cuerpo, decir: “es igual que en la Argentina”, pasando por un rasero inverosímil las diferencias históricas, políticas, culturales de todo tipo entre la situación colonial de Africa del Norte y la de una sociedad como la nuestra bajo el onganiato. Entre una sociedad agraria de campesinos paupérrimos, ocupada territorialmente por una potencia extranjera desde un siglo antes, de tradición islámica, y una sociedad –como era la Argentina de entonces- todavía con un grado nada despreciable de industrialización, una importante organización sindical proletaria, decididamente urbanizada, con uno de los índices más altos de educación de su estadísticamente significativa “clase media”, etcétera. Inverosímil, sí, pero no imposible: la fascinación fanoniana de cierta militancia de la pequeña burguesía radicalizada tuvo, lo sabemos, sus efectos, no necesariamente buenos. Ese no es, por ahora, nuestro tema (“por ahora”, es una cuestión amarga, espinosa, que alguna vez habrá que saldar). Nuestro tema es Fanon. Pero teníamos, en buena ley, que mencionarlo.

                                                                                   I



Difícil hablar de Fanon: porque, justamente, no es, siquiera en la Universidad, un completo desconocido (como Oscar Lewis): al contrario, para una cierta generación, la que atravesó como pudo el pasaje traumático de los 60 a los 70, Fanon es un mito. “Viviente”, como se dice, para esa generación (aunque Fanon, en pleno combate, había muerto no de bala sino de leucemia, una década antes); y muerto, pero coleando, para la siguiente, al menos para los jóvenes comprometidos con algo que en un momento se llamó la revolución. Eso sí: mito viviente, muerto coleando o monumento ilustre, hoy ya no se lee a Fanon. No me refiero simplemente a que –en esto sí es similar a Lewis- su nombre raramente figure en las bibliografías, ya sea de la “ciencia” o del “ensayo” social, político, ideológico, cultural, de la Argentina. Me refiero a que no se lo lee de verdad –aunque se pasee la vista por las páginas- un poco amarillenta, de sus libros-: se lo descuenta como profeta de la revolución violenta de los pueblos del Tercer Mundo contra el colonialismo. Se lo “lee” -o, con mayor frecuencia, se habla de él- haciéndolo caer en un casillero preestablecido. Como trataremos de mostrar, se trata de un malentendido; no porque aquel enunciado no sea cierto –es condición de todo malentendido que al menos una parte del enunciado se entienda bien-. Lo que sucede es que reducirlo a eso, “historizar” a Fanon en el mal sentido del término, “arqueologizarlo”, ha llevado a una operación extraordinariamente equívoca, insidiosa: su recuperación por la academia, por los estadios culturales, por la teoría postcolonial en su versión más “universitaria” del primer mundo (ciertamente no, como decíamos, o no todavía, en la Argentina; pero ya llegará: en la Argentina todo llega), donde se le dedican, desde hace ya unos años, congresos internacionales, coloquios transdisciplinarios, seminarios multiculturales y multitudinarios, monografías eruditas, readers consagratorios.
Quiero decir: esa “historización” equívoca que hace de Fanon exclusivamente “el profeta armado” de la guerra anticolonial es la misma que permite que ahora sea un edulcorado objeto de estudio en ese “primer mundo” contra cuya violencia colonialista, dominadora, Fanon luchaba “con la espada, con la pluma y la palabra”; puesto que habiendo caído el segundo no hay, se dice, más “tercer mundo” (como si ese concepto no se hubiera cargado durante décadas de su propia significación, más allá de la existencia geográfica o política de los otros “dos mundos”); puesto que ya no existen, se dice, las situaciones “coloniales” en sentido clásico (como si ese cambio de status jurídico de las ex colonias hubiera mágicamente eliminado lo que Samir Amin llama la mundialización del capital –eufemísticamente llamada “globalización” por sus celebrantes- o como si la postcolonialidad hubiera suprimido la dominación económica, política o ideológica de los imperios de turno); puesto que, en todas partes del mundo, se dice, las revoluciones violentas han fracasado (como si ese “fracaso” hubiera disuelto, también, mágicamente, las causas, las motivaciones, la razón de ser de los “errores” revolucionarios); puesto que incluso y especialmente en Africa, se dice, los movimientos independentistas “fanonianos” –de Lumumba a Kwame Nkruma, de Ben Barka a Senghor, y tantos otros- han derivado grotescamente en las guerras tribales, los neofundamentalismos religiosos y los payasos sangrientos a lo Idi Amin Dada (como si esa no hubiera sido siempre una posibilidad de la historia, como si el propio Fanon no hubiera advertido lúcidamente, recogiendo un célebre dictum de Rosa Luxemburgo, que la opción era “socialismo o barbarie”); puesto que ese fracaso de las revoluciones anticoloniales, se dice, lejos de haber engendrado el “hombre nuevo” por el que Fanon (o el Che) abogaba –quizá ingenuamente-, ha producido solo marginales, miserables, derrotados, o bien corruptos (como si el agudísimo “antipsiquiatra” que era Fanon no hubiera analizado en profundidad y sin idealizaciones candorosas los riesgos que se le presentan a la subjetividad desgarrada por el colonialismo, la opresión y la esclavitud, especialmente cuando se fracasa en la construcción de una identidad propia, no importa cuán imaginaria), puesto que todo eso se dice, y puesto que hemos reducido a Fanon al rol de profeta de lo que “ya fue”, y puesto que por lo tanto ya carece de sentido juzgarlo por lo que Fanon es, por lo que promete, por sus acciones, entonces ahora podemos dedicarnos a estudiarlo en las pacíficas aulas de Berkeley, de la London School of Economics, de París VIII. Et voilá: liquidado el mito, y más aún el hombre, y todo lo que se supone representaba, ahora sí, podemos quedarnos con el objeto de análisis, con el pretexto de los congresos, de los coloquios, de los readers.
Pero: algo huele a podrido en el College. Partamos de un prejuicio, absolutamente arbitrario (como diría Gadamer, a menudo ciertos prejuicios son condición del conocimiento): cuando las academias primer mundanas –aún en su versión “progre” de postcolonialismo y multiculturalidades- se esfuerzan tanto por recuperar a alguien que en toda buena lógica debería ser una bete noire (valga la expresión, tratándose de un afroantillano como FF) para su corrección política, entonces hay que sospechar. Y no hace falta abundar demasiado en los motivos de la sospecha: es sabido que la canonización es un viejo truco neutralizador del pensamiento incómodo –se ha hecho con Marx, con Freud, con Nietzche, ¿cómo no iba a hacerse con el teóricamente menos “sofisticado” Fanon?. Y la sospecha recrudece cuando se cae en la cuenta –es un mínimo recuento estadístico que cualquier niño de primaria podría efectuar- que la inmensa mayoría de los papers académicos escritos sobre Fanon en los últimos años versan (ah, la magia del castellano) sobre cosas como el lugar del autor en relación a “la agencia (agency) sexual femenina”, la “desterritorialización homosexual”, la “fantasía traumática en el cine”, “la representación visual de la negritud”, y via dicendo.
Por supuesto: no es que esas cosas no estén en Fanon (ya lo dijimos, no hay malentendido, no hay operación ideológica, que no diga alguna verdad); o, al menos, que no puedan encontrarse en él, construirse retroactivamente a partir de lo que FF efectivamente dice. Sería absurdo, por otro lado, recusar que se explore en Fanon, un autor notoriamente inteligente y perceptivo, todas las complejas perspectivas, explícitas o implícitas, abiertas por su escritura. En buena hora. Pero uno no puede dejar de hacer la pregunta incómoda: perdón, ¿y la violencia revolucionaria, o la violencia tout court, esa que proviene de, o responde a, la dominación? La tenemos, señor, la tenemos, cómo no, ¡estamos hablando de Fanon!. Sí, pero, primus: es un elemento más, que hay que tener en cuenta, claro, pero ya no es el eje articulador que explica los avatares, las transformaciones de “las agencias”, “las desterritorializaciones”, las “fantasías traumáticas”, incluso las “representaciones visuales”; secundum, puesto que hay todos esos “puesto que” que antes enumerábamos, esas reflexiones sobre la violencia hoy se han vuelto resueltamente anacrónicas, pertenecen a otra etapa; tertium, por consiguiente dejemos descansar toda esa negatividad del Fanon “histórico”: rescatemos su positividad “constructiva”, la que nos permite hoy hacer buenos estudios culturales, buena teoría postcolonial, buen multiculturalismo, bueno postestructuralismo, buenos estudios de género. Caramba, no seamos anacrónicos.
Desde luego, uno podría optar por la chicana fácil: uno podría decir, ¿sabe qué? después del 11 de septiembre de 2001, y de todas sus consecuencias hoy mismo en acto, tal vez, por ahí, no sé, me parece, que a lo mejor la pregunta por la violencia imperial o neocolonial y sus respuestas (perversas o no, erróneas o quien sabe) ya no es tan anacrónica. Pero bueno, no estamos en un debate asambleístico, optemos por la reflexión un poquitín más compleja y serena. Primera cuestión –para empezar por lo más general-, para despachar rápidamente lo más obvio: es totalmente falso y unilateral transformar a Fanon en no se sabe qué cultor o adalid de la violencia (aún de la revolucionaria) per se. Es cierto que en Los condenados de la tierra, Fanon explica - con pasión elocuente, pero también con notable sutileza psicológica- que la asunción de la violencia de la rebelión, la toma de las armas contra el poder colonial, equivale para el colonizado un primer paso en su mutación de puro objeto a sujeto, en un principio de construcción de identidad “personal”, sí, pero mediada por la construcción de la identidad nacional-popular, para decirlo con Gramsci.
¿Y acaso no hubiera estado de acuerdo con esto cualquier dirigente pensante de cualquier rebelión anticolonial de la historia? ¿No hubieran estado de acuerdo, por decir algo, Tupac Amaru, San Martín, Bolívar, Artigas o, no sé, Toussaint L´Overture? ¿No hubieran estado de acuerdo, muy pocos años antes de Fanon, los resistentes gaullista contra la ocupación nazi, a los que les parecía perfectamente lógico y legítimo reencontrar su identidad nacional en la realización incluso de actos de terrorismo individual contra los ocupantes, esos mismos actos que, cuando luego eran llevados por el FLN argelino, se les aparecían como el colmo de la perversión y la irracionalidad? (o, para citar un caso quizás hoy más irritante, ¿no hubieran estado de acuerdo los judíos que realizaban esos mismos actos, antes de 1948, contra la ocupación inglesa de Palestina, en uno de los procesos más heroicos de revolución nacional y “construcción de identidad” del siglo XX, pero a los que se les aparecen como el colmo de la perversión y la irracionalidad cuando los realizan los palestinos?)
Pero es que el problema con la ocupación colonial –no importa lo que pensemos teóricamente del nacionalismo, o de la conveniencia de la propia existencia de las “naciones”; tampoco eso elimina mágicamente la experiencia vivida por los miembros de una comunidad “nacional” –es que confronta a los sujetos con una violencia absoluta, sin exterioridad que casi nos atreveríamos a llamar ontológica, si aceptamos la premisa de que los individuos sólo pueden adquirir status de sujetos por medio de la “identificación” (todo lo imaginaria que se quiera) con la comunidad, con la ecclessia, con el ser-con que les da su reconocimiento en una genealogía, etcétera, entonces se entiende que la ocupación colonial ponga en cuestión el propio ser o no ser de la subjetividad. En este sentido –entiéndasenos bien- la lucha anticolonial es una experiencia todavía más radical que la lucha de clases ( aunque –también esto hay que entenderlo bien- es inseparable de ella, tanto bajo el colonialismo propiamente dicho como bajo el imperialismo o los neo/post colonialismos que correspondan: sólo que responden a registros lógicos y políticos diferentes, de allí que el error fatal de confundirlos, como en nuestra anécdota del comienzo, pueda dar resultados catastróficos). Es más radical porque la violencia colonial compromete a la propia comunidad existencial de los sujetos, amenaza de manera más inmediata y totalizadora –y con menos alternativas de acción contrahegemónica y “legal”, ya que se trata simplemente, como decíamos, de ser o no ser- la conformación de un territorio material y simbólico de pertenencia sobre el cual plantear, incluso, la lucha de clases –y ello aún cuando el resultado de la lucha de clases a nivel mundial fuera finalmente la completa desterritorialización política del planeta: porque, en buena lógica, ¿cómo “desterritorizalizar” un territorio inexistente?-.

                                                                                     II



Por lo tanto, porque tienen que enfrentarse a esa violencia absoluta del colonialismo, la descolonización, dice Fanon, es siempre violenta, ya que lo que está en juego en ella es la propia ausencia de una Ley (simbólica, jurídica, política y subjetiva) de la comunidad, que tiene que ser re-creada, re-fundada casi desde la nada. Lo es aun cuando adopte una estrategia “pacifista” a lo Gandhi. La descolonización es sencillamente “la sustitución de una cierta especie de hombres por otra especie de hombres”. Una mutación antropológica de esa magnitud no puede sino ser violentamente traumática. Porque, en verdad, según Fanon, no se trata únicamente de que la opresión colonial le haya quitado su ser al colonizado: ha hecho algo mucho peor que eso, le ha dado un ser falso, lo ha disfrazado de lo que no es ni fue nunca antes: “piel negra, máscara blanca”, para citar otro título fanoniano (injustamente menos famoso que Los condenados…). Y es que no se puede pasar por alto que la opresión colonial está íntimamente consustanciada con el racismo, en su forma más perversa y más infame: la que hace que el “negro” (o el árabe, el indio, el orientalizado que sea, en el sentido de Said), al recibir los pretendidos “beneficios” de la cultura “superior” (la blanca, occidental, europea, desde luego) se sienta avergonzado de la propia. Más aún: descubra recién allí que pertenece, que pertenecía, a una cultura, a una condición, a un status, a un ser, “inferior”. Antes el colonizado no sabía, por ejemplo, que era negro. El mismo Fanon lo relata, respecto de su propia historia, de su propia subjetividad: mientras vivió en la Martinica, nunca cayó en la cuenta del color de su piel; tuvo que mudarse a París, y sobresaltarse en la calle ante un niño transeúnte que, con alarma, tironeaba de la falda de su madre y, señalándolo con el dedo, exclamaba: “Tiens! Un noir!”para descubrir que no era un ser humano como cualquiera, sino que un rasgo diferencial mínimo de su epidermis –el color negro- había sido elevado a esencia ontológica. Porque esa es la lógica profunda del racismo- Fanon, más tarde, pudo razonarla leyendo las Reflexiones sobre la cuestión judía de Sartre: la operación de fetichización por la cual la parte, el detalle, la contingencia, ocupa el lugar del Todo, se hace necesidad.
Esa operación casi constitutiva de la ideología, incluso del propio lenguaje, hace que –como dice el mismo Sartre, llevando el argumento al extremo- sea prácticamente imposible, en términos lógicos y más allá de nuestras intenciones subjetivas, no ser “racista”. Pero por supuesto, no es lo mismo saberlo que no saberlo. El colonialista está obligado a no saberlo, y a reduplicar la operación: puesto que tiene que justificar (ante sí mismo, ante todo) la opresión colonial, no le basta, como hacemos todos, con darle al “negro”, fetichistamente, su “ser”, tiene además que persuadirlo de que ese “ser” es naturalmente inferior; es la única manera de que el colonizado “comprenda” plenamente las ventajas de su nuevo ser, de esa “máscara blanca” que le dará acceso a la cultura superior, a la civilización. Desde luego, apenas el “negro”, imbuido de cierta duda confusa, tenga la ocurrencia de preguntarse por su verdadero ser, la máscara caerá, y la piel negra ocupará nuevamente toda su dimensión ontológica. Eso para el colonialista, lejos de ser un desmentido a su operación, será una confirmación: “¿Lo ve usted? No hay nada que hacerle: los elevamos al nivel del blanco, les otorgamos toda la dignidad de nuestra cultura, y ellos nos rechazan; en el fondo, quieren ser como son”. El colonialista, pues, no puede perder: si el “negro” acepta la máscara, habrá demostrado la razón que el tenía en imponerle su cultura; si la rechaza, será por su ignorante tozudez, por obcecarse –para decirlo spinozianamente en persistir en su “ser” inferior. Y si, para colmo, se resiste, habrá razón en reprimirlo, en torturarlo, en asesinarlo: a la larga, la civilización debe prevalecer. Se puede hacer, incluso, en nombre de Rousseau: “los hombres deben ser obligados a ser libres”. Vale decir: a ser blancos.
En fin, en todo caso, la operación cierra perfectamente: el “negro”, el colonizado, sólo descubre que tiene un ser a través del colonizador, y en el mismo acto, por el mismo movimiento, descubre la “inferioridad” de su ser. Es decir, despierta a la “vida”, a su “identidad” (puesto que mi ser me viene siempre del Otro) ya siempre como inferior, como ser-en falta, como pecado. Esa es la violencia inaudita, radical, absoluta del colonialismo: la de quitarle al sujeto la oportunidad de descubrir, de construir, comunitariamente, su propio ser, y en cambio hacerlo descubrir a sí mismo en el “congelamiento” originario de su falso ser. Salir de allí, dirá Fanon, supone aquella mutación antropológica, ontológica, plena de violencia.
Para convencerse de que hay aquí mucho más que una retórica panfletaria sobre la violencia revolucionaria –como le adjudican sus enemigos y, lamentablemente, muchos de sus “amigos”- hay que leer, en Piel Negra, Máscara Blanca, el uso originalísimo que hace Fanon, ya en 1950, de la teoría del “estadio del espejo” de Lacan (el psicoanalista francés había presentado su teoría apenas unos meses antes, en el Congreso de Psiconálisis de Zurich, abril-mayo de 1949): lo que hace el colonialista es en efecto detener el proceso “especular” de conformación de una identificación imaginaria con el propio cuerpo sobre el cual luego se articulará la instancia de lo simbólico, haciendo “coagular” esa identificación en una completud cerrada sobre su propia falta, en lugar de permitirle desplegar el conflicto –que es el de todo sujeto- inherente a su incompletud constitutiva. Más de un “lacaniano”, por cierto, podría descubrir aquí algo para pensar esa vinculación entre psicoanálisis y política que suele dejarlo perplejo.
Fanon no podría decirlo más claramente, en el contexto de su debate con Octave Mannoni: “Es evidente, en efecto, que el malgache puede soportar perfectamente no ser un blanco. Un malgache es un malgache. O, mejor, no, un malgache no es un malgache: en él existe su malgachez de una manera absoluta. Si él es malgache se debe a que ha llegado el blanco, y si en un momento dado de su historia se ha visto conducido a preguntarse si era o no era un hombre, ello se debe a que se le ha discutido esta realidad de hombre”. Cámbiese “malgache” por “negro” o por cualquier otra cosa (menos, claro, “blanco”: ¿quién ha escuchado jamás a un niño asustado exclamar: “Tiens! Un blanc!”) y se entenderá por qué, para Fanon, la tarea ciclópea de la revolución anticolonial supone aquel cambio de una especie de hombre a otra: es que el colonizado, el “negro”, el “malgache”, el “árabe”, el “índio (póngase, si se desea, la “mujer”, el “homosexual”, el “cabecita”) tiene que nacer a su propia humanidad, sin por ello –sino al contrario- desplazar la tensión entre su “malgachez” y su humanidad, ahora sí, plena de determinaciones, entre las cuales está su “malgachez” como construcción de su propia existencia comunitaria. Lo dicho: no se podría ser más claro. Y sin embargo, mucho después de 1950, en 1996, uno de esos académicos readers multiculturalista y estudioculturosos primermundanos en homenaje a Fanon, donde escriben plumas insospechables como Stuart Hall, Kobena Mercer o Homi Bahba, puede tranquilamente titularse…El Hecho de la Negritud. Pero, cómo: la “negritud” ¿es un hecho? ¿Un dato, puro y duro, de la realidad? ¿Para esto escribió, luchó, se hizo “negro argelino revolucionario”, Fanon?

                                                                                    III



Sea como sea: lo que sí debería estar clarísimo a esta altura, es que la violencia (aún y especialmente, la revolucionaria) no es algo para celebrar. Fanon lo dice, incluso, contra cierto unilateral entusiasmo que cree percibir en el célebre prólogo de Sartre –un texto hermosísimo y de una lucidez deslumbrante, por otra parte- a Los Condenados…: la violencia resistente es algo a lo que el colonizado se ha visto arrojado por su propia falta-de ser producida por el colonizador. En cierto modo, es lo peor que el colonizador le ha hecho al colonizado: despojarlo plenamente de su humanidad, lo ha obligado a ser violento por la necesidad de producir en sí mismo esa mutación antropológica a través de la cual deberá advenir a su propia humanidad. No conforme con ejercer sobre él la violencia propia de la ocupación colonial, lo fuerza a hacerse violencia a sí mismo, poniéndolo en la situación de luchar, con las armas en la mano, por conquistar una humanidad que, por “naturaleza”, siempre había sido suya, o debió serlo. ¿Qué hay allí para celebrar, cuando esto es, propiamente hablando, la tragedia del colonizado? “Tragedia”, incluso, en el pleno sentido conceptual, histórico-cultural, griego, de la palabra: la situación colonial, decíamos más arriba, pone en juego –al igual que sucede, por ejemplo, en la Antígona de Sófocles- el enfrentamiento entre dos absolutos irreductibles, puesto que se trata, justamente, de un ser o no ser de la cultura, de la sociedad como tal. En la situación colonial no es cuestión de una pugna entre dos órdenes distintos, o aún contrapuestos, para la polis: lo que se decide es que haya o no esa polis. Que haya o no Ley, una simbolicidad propia que de cuenta de, que haga nacer mi cuerpo comunitario, mi genealogía, mis propias identificaciones “especulares”. Que ello deba ser hecho por la violencia, es todavía un signo de la dominación despótica del Otro.
Por otra parte, Fanon no simetriza la violencia: nada hay aquí del recurso obvio, demasiado obvio quizá, a la justificación de la violencia de “abajo” por la violencia de “arriba”. Fanon no busca una justificación, sino una explicación, aunque ella esté cargada de comprensible odio por el colonizador. Por supuesto, hay una violencia inicial, originaria, que produce su respuesta. Pero no se trata de dos violencias paralelas, por así decir “exteriores” (si bien vinculadas por una secuencia causal, o especular) una a la otra: es la misma violencia, la de la situación colonial como tal. No, desde luego, en el sentido de “los dos demonios”, ni en el sentido de una admonición humanista abstracta, “liberal”, que diría que la violencia es violencia, venga de donde venga. Sino en el sentido de una cinta de Moebius donde la violencia es el recorrido mismo de los sujetos, en su afán por, unos, hacerse sujetos; los otros, impedir que lo sean. Además, Fanon no es un humanista abstracto, pero es un humanista, plenamente consciente de aquella problematicidad trágica, irresoluble, que atraviesa al sujeto atrapado en el destino de violencia que es el del colonialismo. Su formación de psiquiatra herético, pero también fenomenológica y existencialista (es un gran lector de Sartre, de Merleau-Ponty) lo llevan a no perder nunca de vista, a no disolver en generalizaciones retóricas, la corporal y subjetiva, la experiencia vivida del sujeto. De todos los sujetos: también del colonialista. Fanon sabe –en Los Condenados…hay páginas inolvidables al respecto- que, en la vorágine de la guerra anticolonial, el ocupante también vive intensamente el terror: no solamente el terror de ser víctima de un atentado, de un asesinato, sino también el de la pérdida de su propio “ser” comunitario, puesto que en cierto modo también él, mediatizado por toda su cultura, se ha hecho sujeto por (se ha hecho carne en él) su lugar de colonizador. He aquí otra dimensión plenamente trágica: que el colonizador no sea menos humano que el colonizado. Sólo que el colonizador sabe por qué es humano; el colonizado tiene que descubrirlo: tampoco allí hay simetría posible.
Nada que celebrar, pues. Pero ello no quita –y esto es la verdadera, inaudita, lucidez de Fanon- que sea la violencia la que explica que no haya nada que celebrar. La condena de la violencia –algo que todos podemos compartir- no la elimina como razón de ser y como “analizador” de lo que nos sucede. La “historización”, incluso la estetización que a veces se ha hecho de Fanon, arguyendo que su reflexión sobre la violencia es tributaria de un momento histórico ya pretérito, pierde completamente el centro de la cuestión: nuestro mundo, todo él, y con nueva dramaticidad en el estricto aquí y ahora, es producto de la violencia de la cual habla Fanon. Puede que esa violencia ya no pueda llamarse “colonial” en el sentido estricto (histórico-social, político, económico) del término. Pero, ¿cómo no ver que fue así que se conformó, que adquirió su lógica profunda de funcionamiento, nuestro mundo moderno, incluso nuestro pensamiento moderno, nuestra manera de vivir, sin saberlo, la modernidad? Y, claro está, eso que se llamó, alguna vez, post modernidad: no se trata de hacer reduccionismos, pero sería francamente estúpido excluir a la globalización –con sus consecuencias de polarización económica y social (la más aguda en toda la historia de la modernidad), miseria física, moral, cultural, corrupción política y nuevas guerras neocoloniales que hoy mismo estamos presenciando –de esa lógica mediante la cual la violencia colonialista creó las condiciones para la mundialización del capital, sentó las bases del sistema-mundo que hoy nos rige.
Y además, aquí no estamos haciendo “ciencia” política: nada nos inhibe –para volver a la cuestión del pensamiento- de usar la categoría de “violencia colonial”, en un sentido lato pero estricto, para hablar, en general y de manera, sí, filosófica, de ese modo de la producción de la racionalidad que Adorno –a quien Fanon, que yo sepa, no cita, pero con el que tiene una sorprendente afinidad de pensamiento- llamó “instrumental”, y que implica (es una expresión del propio Adorno) la colonización lo concreto por lo abstracto, de la singularidad cualitativa por la “falsa totalidad” cuantitativa, del Objeto –y por lo tanto del Sujeto- por el Concepto indeterminado, desencarnado: producto, todo ello, del fetichizado “equivalente general” de un capitalismo hecho posible por la más cruda violencia colonial. Nada ganaremos, va de suyo, con desechar irreflexivamente todo el pensamiento de la modernidad occidental (al cual pertenecen, en su vertiente crítica, también Marx, Freud, Benjamin, Sartre, Merleau- Ponty, Adorno, y el mismísimo Fanon educado en París) pero mucho perderemos, en cambio, dejando de ver que el pensamiento de la modernidad occidental es complejo y ambiguamente solidario de la violencia colonial en ese amplio sentido. Que, como diría el propio Benjamin, no hay documento de civilización que no lo sea, simultáneamente, de barbarie.
En el fondo, es esto lo que no se le perdona a Fanon. Cuando se lo “historiza” (y a esta altura, creemos haber mostrado que esa “historización” oculta una profunda deshistorización, puesto que historia, verdadera historia, es lo que continúa en el presente y amenaza el futuro), cuando se lo “recupera” en su positividad –para el enriquecimiento académico de los estudios (multi)culturales o lo que sea- desechando su negatividad como pasada de moda, lo que no se puede (o no se quiere) ver, es que lo más radicalmente revolucionario que hay en él es justamente esa dialéctica negativa (Adorno, otra vez) con la que su acción y su pensamiento contribuyeron a la “crítica de todo lo existente” por lo que abogaba un Marx –pero que practicaron también un Freud y todos los otros “unos” que hemos nombrado-. Y con lo cual, para peor, contribuyó a hacer de una vez y para siempre lo que, nuevamente en su prólogo, Sartre –con una formulación notable- llamó el strip-tease de Occidente: porque la tragedia de la violencia colonial es también la tragedia de esa civilización occidental, que justamente sin mengua de todas sus grandezas (una vez más: trágico es el conflicto que no tiene solución, para lo cual no hay Aufhebung), a partir de las revoluciones anticoloniales, y no importa cuáles hayan sido sus “fracasos”, ha quedado desnuda en su condición de ave de rapiña que le ha robado su ser al mundo, y lo sigue haciendo. Entonces, ¿cómo podría la academia, ni aún la más “progre”, perdonarle a Fanon eso?




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