Hacía
muy poco tiempo que Ernest Hemingway había publicado la que sería
una de sus mejores novelas. Hector Tizón ya se había recibido de
abogado en la Plata, y estaba a punto de iniciar una carrera
diplomática –aún no tenía 30 años-. Hacía cuatro años que Hemingway se alzaba con el Nobel, pero aún no se había ido de
safari al África. Faltaban muchos años para que Tizón publicara
“Fuego en Casabindo”, “El cantar del profeta y el bandido” y
“El hombre que llegó a un pueblo”. En el número de febrero-mayo
de 1958, de la revista jujeña Tarja, Hector Tizón publicó la
siguiente reseña de “El Viejo y el mar”.
“La
mar” –dice el Viejo. “Los que la aman le llaman la mar.
Femenino. Como a una mujer”
¿No
es acaso este pequeño libro la incursión poemática que las letras
norteamericanas necesitaban para venir hacia nosotros? Frases de
anunciación son las de este libro de Hemingway.
Sobre
el mar, ese mar español de bucaneros y tiburones, se desarrolla esta
aventura clásica. Es la cruenta agonía entre un viejo pescador y un
gran pez. Santiago es el pescador que navega en las costas de La
Habana. “Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf
Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez…”
El
viejo es el héroe, el arquetipo de la fuerza, la justicia, la
nobleza. Conocía otros mundos, había visitado otras playas donde en
las mañanas contemplaba jugar a los leones como gatos. Otrora lo
llamaban El Campeón.
Ahora estaba ya viejo y pescaba en el Caribe, “sabía muchos
ardides” y amaba hasta su propia destrucción. ¿Qué extraño
encanto poseen aquellas páginas en que se pinta la lucha entre el
pescador y su presa? ¿Y cuál el fin de sus trabajos? Sabía muy
bien lo que su presa valdría y sin embargo no era eso. Sino el amor
a la lucha, a la vida misma, puesto que daba igual la derrota que el
triunfo, él, “como los semidioses griegos de la leyenda”, amaba
a sus adversarios. “Pez” –le decía a su presa- “yo te
quiero y te respeto”. “Hermano” –le llama-. “Me estás
matando pez. Pero tienes derecho hermano, jamás en mi vida he visto
cosa más grande, ni más hermosa, ni más tranquila ni más noble
que tú. No me importa quién mate a quién.”
“El
Viejo y el mar” es un libro elemental. La lectura de sus páginas
nos dejan a lo largo un leve sabor a versículo de La Biblia; su
lenguaje es por momentos el lenguaje de el Viejo Testamento,
patriarcal y cruel. Y es el lenguaje de América. Lenguaje de
anunciación, oceánico y simple, en donde el hombre no puede ser
otro que el hombre genérico; y el paisaje y las pasiones, la vida
toda conforman el torbellino incontrolable de los elementos.
Pero
he aquí que “El Viejo y el mar” es “Doña Bárbara” y la
sabana; y es también “Don Segundo Sombra” y la pampa. En ellas
el personaje es arquetípico, vale decir simple y humano. El
escenario es el ancho campo de la vida, el diálogo es uno y
elemental: la ancestral intercomunicación de los seres; y, por fin,
la meta es la lucha, sin envíos ni testigos, la lucha despiadada que
el destino impone.
Este
libro es una muestra de la novela de América que describe el tiempo
de su propia creación.
En
la novela argentina el argumento adquiere idénticas características,
al igual que en la venezolana. A ambas las produce la salvaje
dialéctica entre un orden axiológico y planificado y un caos de
amanecer promisorio.
La
obra de Guiraldes es el testimonio final de un paraje del alma
americana que ya toca a su fin. Adimensional, cruel y acogedora como
una hembra salvaje, la pampa es la mar cantada y temida por el Viejo.
Es también la sabana sembrada de acechos del venezolano. El diálogo
entre el viejo pescador y Manolín, el grumete, contiene igual
cantidad de ternura, de admiración y de reverencial respeto que el
que ligaba al viejo gaucho con su ahijado. Es también la misma
fresca sabiduría de la vida y la igual indiferencia ante el triunfo
o la derrota. Es, en fin, la representación de nuestro mundo
original.
América
es una potencialidad –al menos la de el Caribe al Sur- y no puede
dar sino frutos potenciales. Pero estos son los caminos. La ruta de
Europa debe cerrarse o, al menos, no debe transitársela sino para
llevar. Nuestro mundo es el que pisamos. Nos queda tan sólo
recostarnos sobre la tierra, sumergirnos en los mares, andar por los
ríos para escuchar y comprender, es decir amar, su mensaje pleno de
verdad y de vida.
Hacer
de este mundo un derrotero nuevo, será la realización de una
esperanza.