martes, 16 de junio de 2020

"EL VIEJO Y EL MAR" SEGÚN HÉCTOR TIZÓN



Hacía muy poco tiempo que Ernest Hemingway había publicado la que sería una de sus mejores novelas. Hector Tizón ya se había recibido de abogado en la Plata, y estaba a punto de iniciar una carrera diplomática –aún no tenía 30 años-. Hacía cuatro años que Hemingway se alzaba con el Nobel, pero aún no se había ido de safari al África. Faltaban muchos años para que Tizón publicara “Fuego en Casabindo”, “El cantar del profeta y el bandido” y “El hombre que llegó a un pueblo”. En el número de febrero-mayo de 1958, de la revista jujeña Tarja, Hector Tizón publicó la siguiente reseña de “El Viejo y el mar”.

“La mar” –dice el Viejo. “Los que la aman le llaman la mar. Femenino. Como a una mujer”
¿No es acaso este pequeño libro la incursión poemática que las letras norteamericanas necesitaban para venir hacia nosotros? Frases de anunciación son las de este libro de Hemingway.

Sobre el mar, ese mar español de bucaneros y tiburones, se desarrolla esta aventura clásica. Es la cruenta agonía entre un viejo pescador y un gran pez. Santiago es el pescador que navega en las costas de La Habana. “Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez…”

El viejo es el héroe, el arquetipo de la fuerza, la justicia, la nobleza. Conocía otros mundos, había visitado otras playas donde en las mañanas contemplaba jugar a los leones como gatos. Otrora lo llamaban El Campeón. Ahora estaba ya viejo y pescaba en el Caribe, “sabía muchos ardides” y amaba hasta su propia destrucción. ¿Qué extraño encanto poseen aquellas páginas en que se pinta la lucha entre el pescador y su presa? ¿Y cuál el fin de sus trabajos? Sabía muy bien lo que su presa valdría y sin embargo no era eso. Sino el amor a la lucha, a la vida misma, puesto que daba igual la derrota que el triunfo, él, “como los semidioses griegos de la leyenda”, amaba a sus adversarios. “Pez” –le decía a su presa- “yo te quiero y te respeto”. “Hermano” –le llama-. “Me estás matando pez. Pero tienes derecho hermano, jamás en mi vida he visto cosa más grande, ni más hermosa, ni más tranquila ni más noble que tú. No me importa quién mate a quién.”

“El Viejo y el mar” es un libro elemental. La lectura de sus páginas nos dejan a lo largo un leve sabor a versículo de La Biblia; su lenguaje es por momentos el lenguaje de el Viejo Testamento, patriarcal y cruel. Y es el lenguaje de América. Lenguaje de anunciación, oceánico y simple, en donde el hombre no puede ser otro que el hombre genérico; y el paisaje y las pasiones, la vida toda conforman el torbellino incontrolable de los elementos.

Pero he aquí que “El Viejo y el mar” es “Doña Bárbara” y la sabana; y es también “Don Segundo Sombra” y la pampa. En ellas el personaje es arquetípico, vale decir simple y humano. El escenario es el ancho campo de la vida, el diálogo es uno y elemental: la ancestral intercomunicación de los seres; y, por fin, la meta es la lucha, sin envíos ni testigos, la lucha despiadada que el destino impone.
Este libro es una muestra de la novela de América que describe el tiempo de su propia creación.
En la novela argentina el argumento adquiere idénticas características, al igual que en la venezolana. A ambas las produce la salvaje dialéctica entre un orden axiológico y planificado y un caos de amanecer promisorio.

La obra de Guiraldes es el testimonio final de un paraje del alma americana que ya toca a su fin. Adimensional, cruel y acogedora como una hembra salvaje, la pampa es la mar cantada y temida por el Viejo. Es también la sabana sembrada de acechos del venezolano. El diálogo entre el viejo pescador y Manolín, el grumete, contiene igual cantidad de ternura, de admiración y de reverencial respeto que el que ligaba al viejo gaucho con su ahijado. Es también la misma fresca sabiduría de la vida y la igual indiferencia ante el triunfo o la derrota. Es, en fin, la representación de nuestro mundo original.

América es una potencialidad –al menos la de el Caribe al Sur- y no puede dar sino frutos potenciales. Pero estos son los caminos. La ruta de Europa debe cerrarse o, al menos, no debe transitársela sino para llevar. Nuestro mundo es el que pisamos. Nos queda tan sólo recostarnos sobre la tierra, sumergirnos en los mares, andar por los ríos para escuchar y comprender, es decir amar, su mensaje pleno de verdad y de vida.

Hacer de este mundo un derrotero nuevo, será la realización de una esperanza.

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