Escritora y fotógrafa
madrileña –la foto con que se cierra el texto es de su autoría-,
autora de los libros “La última vez que me vi”, “Se me
escaparon las letras” y “Voy de camino”; Sol Moracho es una
flamante incorporación de nuestra revista, y este cuento es su
primera colaboración.
DESDE EL CAMPANARIO NO SE VE EL
MAR
—¿Quién
anda ahí?
—Soy
Marcelo
—¿Qué
Marcelo?
—El
hijo de la Encarna, la de los hilos.
—Qué
hay. Yo soy Ramón, el Güito.
—Espera,
que voy a quitarme todas estas piedras y cascotes que tengo encima.
Ya está. ¿Oye, tienes idea de qué hacemos aquí?
—No
sé. Pue ser
que tengamos algo pendiente que hacer, y por eso no podemos descansar
aún. Ya sabes, es lo que se decía.
—Pue ser.
Está todo el pueblo en ruinas. Fíjate qué triste y solitario.
Tiene gracia que lo único que haya quedao en
pie sea el cementerio y la torre del campanario.
—Sí,
está como nueva la jodía. Ahí en pie, mírala, con sus dos
campanas enteras y la cruz. Esa cruz en lo alto, sin un rasguño. ¿Te
has fijao?
No la rozaron ni las balas ni las bombas. Parece un milagro.
—Sí,
sí, un milagro del diablo. Porque mira que eran malos los cabrones.
—Yo
les cogí una manía. A mi Felisa la tenían frita. Tuvimos que
casarnos a to correr.
Recuerdo a don Mateo, desde el púlpito soltando ese montón de
palabras sobre la virtud y la pureza. Las miradas se me clavaron en
la nuca. Te lo juro. Las sentía. Todo el mundo sabía que hablaba de
la Felisa. Y luego, siguieron durante años. Que si se casó de
penalti, que si echando cuentas pa ver
si mi Ramoncín había nacío antes
de tiempo o no. Yo lo iba a hacer. Me iba a casar igual, si nos
queríamos mucho. Pero lo tuvimos que hacer corriendo porque si no
nos trituraban las malas lenguas. Sobre todo a ella, la pobre, con lo
buena que era.
—Sí,
sí, me acuerdo perfectamente. Y qué bien lo pasamos en tu boda. Yo
estuve bailando toda la tarde con la mayor del Sebas, la Lolita. ¿Te
acuerdas de ella? Se fueron del pueblo. Me dio una rabia. A nosotros
también nos jodieron bien. Mi madre toda la vida trabajando, criando
a un montón de hijos. Y cuando se quedó viuda, tan joven, la
enterraron viva. Siempre de negro. No le permitían ni bailar en las
fiestas. Eso sí, canturreaba en casa, bajito, pa que
no la oyera nadie. Solo las cuatro paredes de nuestra casa fueron
testigos de su risa. Cuánto me gustaba esa risa.
—Oye,
Marcelo ¿tú dónde estás? Yo estoy enterrao con
la Felisa, estamos juntos en lo alto de la loma. Algunas veces me
llegan las voces de los del pueblo de al lado, cuando sopla el viento
del oeste.
—Yo
no ando mu lejos,
según bajas, al lao del
ciprés más grande. ¿Sabes? Lo único que lamento es no
haber salío nunca
de este pueblo, al menos una vez. Haber visto algo de mundo.
—A
mí me habría gustado ver el mar.
—Pues
solo tuvimos este cielo. Mírala, ahí esta la cruz,
diciéndonos aun después de muertos que siguen mandando. Me dan unas
ganas de tirarla abajo.
—Anda
¿Y si es eso?
—¿El
qué?
—Lo
que tenemos pendiente de hacer, joer,
qué espeso estás.
—Hostias,
tienes razón. Pues claro que tiene que ser eso, ¿qué va a ser si
no?. Vamos a tirar abajo esa cruz.
—Subamos,
no se hable más.
—Desde
aquí arriba se ven los campos que no acaban.
—Siempre
pensé que desde aquí se vería el mar. Pero no, yo no veo na.
¿Y tú?
—Yo
tampoco.