En septiembre de 1968, Paco Urondo entrevistó a la
segunda mujer de Roberto Arlt, Elizabeth Shine- quien era secretaria
del director de la revista El Hogar, en la época en que Arlt
colaboraba en ésa publicación y en el diario El Mundo, ambos
medios de propiedad de la Editorial Haynes-.
Cuando estuvimos en Puerto Montt—Chile—, creo que
fue la única época en que no nos peleamos. Muzio Sáenz Peña,
director de El Mundo, había hablado con los ingleses —dueños de
Haynes por ese entonces—y consiguió que lo mandaran en gira. Él
se lo pidió: se había peleado conmigo y quería irse lejos. Creo
que arregló llegar hasta México, pero en el ínterin, antes de que
saliera, va nos habíamos amigado, aunque nos volvimos a pelear
después, por carta. Un día voy a trabajar y me encuentro con una
serie de sobres escritos con su letra y dirigidos a distintos amigos
de la redacción. Todavía, era temprano, no había llegado nadie y
me apropié de ellos y los abrí: decía cosas espantosas de mí,
incluso intimidades. Hago desaparecer las cartas y, al rato, me
avisan que tengo una llamada de larga distancia. Es él que, desde
Chile, me dice arrepentido, "hice una gran macana, les mandé
unas cartas a esos piojosos; sácaselas, que no las vayan a leer";
después me pidió que me fuera con él a pasar unos días.
Cualquier motivo, al parecer, era bueno para iniciar una
pelea. Habían comprado un terreno en La Lucila —cerca de Buenos
Aires— y recién comenzaban a pagarlo. Prematuramente Arlt, no
solamente hacía infinitos planos de la futura e hipotética casa que
allí proyectaban levantar, sino que, además, pensaban en quiénes
iban a ser los invitados; él quería invitar a alguien, a ella no le
gustaba y por eso y tan anticipadamente reñían. A
veces era tremendamente maduro y a veces parecía un chico. Le
gustaba representar papeles: durante todo un viaje en ómnibus, por
ejemplo, se hacía el turco o cualquier otra cosa. La gustaba llamar
la atención y a mí me encantaba.
Ese mediodía yo me había quedado en el centro y
Roberto, sin saber que yo no volvía, me estuvo esperando en la
esquina. Hasta que apareció una gallega que traía la leche a casa.
Era una mujer muy particular, andaba a pie con sus tarros y esto
—cuando la vio— le hizo acordar de España—a Roberto le gustó
mucho España—y lo animó, le dio coraje, según me contó después.
Entonces, mientras la mujer trataba de venderle la leche a mi madre,
Roberto, simultáneamente, le pedía mi mano a mamá, quien, por
supuesto no lograba entender bien lo que pasaba. Desde ese día cada
vez que se encontraba con la lechera, le palmeaba la espalda—le
daba unos golpes capaces de hundirle las costillas— y se reía con
esa risa tan personal, tan linda que tenía: "lechera,
lecherita", le decía mientras se reía.
El primer regalo que me hizo fue la novela El
hombrecillo de los gansos, de Wasserman; el segundo regalo fue un
jamón. Durante mucho tiempo estuvo comiendo por las noches jamón
con huevos fritos; era terriblemente comilón. A la noche comíamos
aquí; en una oportunidad no me sentí muy bien y me fui a acostar;
mamá de noche no cena, así que él, sólito, se comió todo lo que
había: una pescadilla con salsa de anchoa y un flan de naranjas que
había hecho con seis huevos. Al día siguiente, después de haberse
comido todo eso, me habló por teléfono y me dijo: "Decile a tu
mamá que cocina muy mal: no me sentí nada bien anoche." Se
llevaba muy mal con mamá, aunque a veces le decía que la quería
más que a su propia madre. Era de reacciones impulsivas, de una gran
inestabilidad emocional.
Una vez que nos peleamos, volvió a las tres de la
mañana a hacer las paces y, en aquellos años, no se podía golpear
a la puerta de una casa de familia a esas horas. La misma persona que
se peleaba con su futura mujer, era la que pagaba un peso a los
chiquilines de Barrancas de Belgrano, para que se treparan a las
magnolias altísimas que hay allí y me bajaran una flor.
Los dos éramos terriblemente celosos. Cuando se fue
para Chile yo le aclaré que no tenía vocación de Penélope y él
se puso furioso. En realidad había empezado, pero no tenía
intención de desatarlo y empezar de nuevo. A los seis meses de
casarnos se fue a Chile: nos casamos el 2 de mayo del año cuarenta v
en noviembre de ese mismo año se fue. En enero del cuarenta y uno,
fui yo. Estuve quince días en Puerto Montt y, a la semana de volver,
él también regresó a Buenos Aires dando por terminada una gira que
tantas tramitaciones había cos-tado y que debía llegar hasta
México.
Cuando estuvo en Buenos Aires, lo fue a ver Muzio
Sáenz Peña para informarle que no podía seguir con la gira: "Tengo
un cáncer en la lengua", le dijo mientras le mostraba un
pequeño afta que allí le había salido.
Muzio, por supuesto, no le creyó eso del cáncer y, a
partir de ese momento, no le dieron el lugar que le correspondía. No
lo tenían mal, pero tampoco lo tenían tan bien como antes; como él
estaba acostumbrado». Por esa época estaba obsesionado por "su
invento de las medias". En el libro Roberto
Arlt el torturado (primera biografía del
novelista editada poco después de su muerte) Raúl Larra cuenta cómo
el escritor intentaba llevar adelante un procedimiento por el cual
serían, reforzadas las partes más vulnerables de la media de mujer;
así reproduce una memoria descriptiva de una patente de invención
que llevaba fecha 11
de enero de 1942. Su viuda facilitó—amén de contar diversas
anécdotas de tallercitos incendiados y cuartos de pensiones
deflagrados por los experimentos que realizaba con el actor Pascual
Nacarati— otro documento análogo que lleva fecha 17 de octubre de
1934. La señora Shine afirma que luego había abandonado el proyecto
y que se volvía a aferrar a él cuando estaba acosado por la falta
de dinero, «era una obsesión, una desesperación.»
Los experimentos que hacía eran un desastre; las
medias queda-ban cubiertas por una malla gruesa. "Qué mujer se
va a poner eso —le preguntaba yo— si parece piel de pescado";
él no me contestaba. Es más: por mi oposición a su proyecto, me
consideraba una enemiga». Por esa época escribía El
desierto entra a la ciudad, pero «lo
cierto es que no se volvía a encontrar con él mismo; había razones
externas, el medio, pero él tenía responsabilidad en todo esto:
abarcaba muchas cosas, siempre fue asír
pero ahora se notaba que no podía pisar firme.
Cuando volvió de Chile, ñus seguimos peleando;
aunque cuando vivimos en la pensión de la calle Pampa—allí había
un jardín—nos llevábamos mejor. Necesitábamos del verde, nos
gustaba la naturaleza. Por aquel tiempo había escrito en la cajita
de un sahumador: "Me voy a comprar un yate y voy a dar la vuelta
al mundo con Cito." Así me llamaba; primero empezó diciéndome
Baby Face, como al gánster; luego Baibicito y finalmente Cito.
A veces me pegaba en la calle, pero yo le devolvía.
En el cuarenta y uno, antes de hacer un viaje a Campana, quiso hacer
el amor, pero yo no quise; entonces se puso furioso y me dijo: "En
este viaje me voy a morir", y se fue.
Poco antes di morir, mientras caminaba con su
mujer, había comentado: “Pensar
que cuando yo me muera estos árboles van a estar aquí y yo no los
voy a poder ver.”
Cuando volvió de Chile, quería hacer un viaje
largo, quería librarse de mí. Sufríamos mucho; yo también hubiese
querido encontrarme una provinciana de esas,, que tuviera un filtro
milagroso que me hiciera olvidar de Roberto. Era un sufrimiento, pero
también era una necesidad de estar juntos. Era un amor, a pesar de
nosotros mismos.
Estaba en tratamiento y se ponía unas inyecciones
enormes; no me acuerdo de qué, creo que tenían arsénico. Era muy
miedoso, le tenía miedo al dentista y por esa época tenía la
dentadura a la miseria: "Acompáñame al dentista, que tengo
miedo", me decía. Después que murió fuimos con un amigo a
sacar sus cosas del cajón del escritorio que tenía en el diario;
allí estaban tocias las inyecciones que me había dicho que se hacía
poner en la farmacia del Círculo de la Prensa.
Dormíamos y. a eso de las nueve, entró la chica
trayéndonos el des-ayuno. Roberto y yo éramos terriblemente
perezosos y siempre dejábamos que se nos enfriara el café en la
bandeja. Tres meses después iba a nacer nuestro hijo; él quería
que fuera mujer y que se llamara Gema, pronunciaba 'yema" v a mí
no me gustaba.
Ese día, una vez despiertos, nos pusimos a
conversar. Me contó que la noche anterior había estado en el
Círculo de la Prensa, votando. En la víspera hubo elecciones
internas, como bien cuenta Larra en su libro. También me dijo que
había estado averiguando por los servicios médicos que tenía el
Círculo: disponíamos del Anchorena, "debe ser un sanatorio
importante, me dijo, porque tiene muchos teléfonos". Quiere
decir que los últimos minutos de su vida los dedicó a pensar en el
hijo que iba a llegar.
Yo estaba de espaldas a él, mirando hacia la pared.
Le pregunté la hora y él me contestó, "no sé"; esto fue
lo último que dijo. Después oí un ronquido: ya se había producido
el ataque.
Corrí a llamar un médico. Después no me dejaron
subir: estaba embarazada de seis meses y la gente siempre tiene miedo
por la criatura. En seguida, a los diez minutos, vino el doctor
Muller. Subí con él, pero ya se había muerto.
Tengo la idea de que no fue una muerte apacible, sino
que por momentos; fueron momentos espantosos; hacía un ruido que
impresionaba. No sé cómo mueren otros; nunca vi morir a nadie de un
ataque al corazón, pero lo de él fue muy angustioso.»
Cuando murió yo estaba muy traumatizada y no podía
hablar de todo esto. Larra se va a enojar, pero todo era muy reciente
y a él, entonces, no pude contarle nada de todo esto.
El murió el domingo 26 de julio de 1942, a las diez de
la mañana.
Fue velado en el Círculo de la Prensa, como cuenta
Larra; en ese lugar había estado la noche antes, como le digo. El
lunes 27, llevamos sus restos a Chacarita y allí Rega Molina leyó
un poema. Empezaba: "Si yo supiera todo lo que sabes".
El martes 28 era una mañana lluviosa; fuimos al
cementerio mi madre, mi suegra, su hija Mirta y yo. Además dos
hombres: su amigo Diego Newbery y Guillermo Shoot Thompson. Ese mismo
día yo retiré las cenizas con la autorización del director de
cementerios.
En una carta que me escribió desde Chile, en el
verano del 41, me había dicho que quería ser cremado y que las
cenizas fueran dispersas en el río Paraná, en las confluencias del
río Capitán y Abra Vieja. Una vez estuvo en la Liga o Instituto de
Cremación, pero nunca llegó a asociarse, pese a lo que dice en uno
de sus textos.
«No tengo parientes —dice el texto aludido—, y
como respeto a la belleza y detesto la descomposición, me he
inscripto en la Sociedad de Cremaciones para que el día que yo muera
el fuego me consuma y quede de mí, como único rastro de mi limpio
paso sobre la tierra, unas puras cenizas.»
En el mes de agosto de ese mismo año 42, en un
atardecer frío, fuimos al Tigre en una lancha colectiva; era fácil
llevar las cenizas, era un cofre pequeño. Me acompañaban Leónidas
Barletta, el íntimo amigo, el amigo confidente de Roberto, y Diego
Newberv. Estuvimos recordándolo esa tarde y después, con un adiós,
en aguas del Parama, en las confluencias del río Capitán y del Abra
Vieja, sumergimos sus cenizas.