Jorge
Goyeneche nació el 11 de
octubre de 1952 en La Plata, ciudad donde reside, República
Argentina. Es Profesor en Letras (1977) por la Universidad Nacional
de La Plata. A partir de 1978 ejerció durante cuatro décadas la
docencia secundaria en colegios rurales, urbanos, públicos y
privados, y en los niveles terciarios y universitarios en Instituto
del Profesorado de San Miguel del Monte, Facultad de Humanidades de
la UNLP, Universidad Tecnológica de La Plata y Universidad Católica
de La Plata. Entre 1980 y 1983 dirigió el Grupo de Teatro Gestual,
con guiones y puesta en escena propios en, por ejemplo, el Teatro
Municipal Coliseo Podestá de su ciudad.
En 1983 se puso en escena la comedia
“De dulce de leche y de chocolate” (en cartel durante once años,
Primer Premio de Guión en el Festival de Teatro Independiente,
1988), escrita en colaboración con Genoveva Arcaute. En 2003 fundó
y codirigió la revista literaria “Oliverio”. Durante 2010 y 2011
efectuó crítica literaria en el periódico “El Día” de La
Plata. Condujo los programas radiales “Toda la delantera en
orsái”, “La furia del libro”
y “Lejos del centro”, fue co-conductor del programa “Letra y
música” y columnista del programa “Rap / colectivo de
colectivos”. Colaboró con los programas televisivos “Juana y sus
hermanas” y “De la cabeza”, y con Genoveva Arcaute escribió el
guión de la serie “Hermanos”. Entre otros, obtuvo en 2010 el
Primer Premio del Instituto Cultural de Puerto Rico por su novela
“Que algo quedará”,
el Premio Provincial “Almafuerte” (2015) y el otorgado por la
Secretaría de Cultura de La Plata (2016) por su trayectoria como
escritor. Es coautor de “Agenda de los
escritores en el tiempo” (Editorial
De los Cuatro Vientos). En 2018 el sello La Comuna edita el volumen
“La cosa se complica”
(artículos divulgados en la revista “Humor”). Publicó las
novelas “Toda la delantera en orsái”
(2001), “Semblantes de bestias”
(2003, y reeditada en 2016), “Serial
writer. Argentino serial” (2008),
“Que algo quedará”
(2011, en España; 2012, en Chile; 2014, en Argentina), “Almirante
de sal” (Mención de Honor en el 9º
Concurso “Aurora Venturini”, 2011) y “Mala
praxis” (2015). Su único poemario,
“Final de obra”,
aparece por Editorial Huesos de Jibia, en 2016.
1 —
Naciste dos meses y pico después del fallecimiento de Eva Perón.
JG —
Es así, tan poco después. En ese clima de época. Viví hasta
pasados los tres años en una casa de chapa, sobre pilotes, en
Ensenada, ciudad que como sabés integra el Gran La Plata, a la vera
de un canal empetrolado que pasa aún por el costado de YPF
[Yacimientos Petrolíferos Fiscales]. Recuerdo algunas escenas
traumáticas para alguien de esa edad: quemarse con un mate y caerse
del triciclo en la zanja. Los fines de semana los pasé desde
entonces hasta la adolescencia en el paraíso, la casa de mis abuelos
maternos en Berisso, que por aquellos años se llamaba ciudad Eva
Perón. Veo a mi abuelo Francesco Saverio Spadafora insultando al
cielo por el paso de aviones rasantes (fue durante el 55, cuando
Isaac Rojas amenazó con bombardear la región si Perón no dimitía),
mientras mis padres huían conmigo en un camión que pasaba juntando
gente hacia una casa en el campo por Los Talas, de alguna familia
generosa que asiló a muchos —eran paisanos, como llamaban a sus
compatriotas venidos también del sur de Italia. Mis padres decían
que yo no podía recordar esta escena: me llevan a upa tapado con un
viejo piloto mientras llueve torrencialmente, doblamos —lo estoy
viendo ahora— la esquina de Callao hacia la calle Montevideo, donde
espera el camión casi repleto, en medio de gente que grita y corre,
aturdidos por el estrépito de los aviones.
Luego nos
mudamos a las inmediaciones de La Plata, a El Dique, en el partido de
Ensenada, a un chalecito de plan, en un barrio de clase media baja.
Tenía mi propia habitación, de dos por tres, con una ventana que
daba al fondo, donde estaban el limonero de las cuatro estaciones, la
parra, naranjos, un olivo y un duraznero; y más allá todavía, el
gallinero y dos plantas de higo (“porque todas sus ramas son
grises…”). Unos años después, a los siete u ocho, empecé a
saltar la medianera hacia el potrero que se extendía
maravillosamente detrás de toda la línea de casas, y terminaba en
el monte misterioso (una plantación de eucaliptos que aún se
conserva, aunque atravesada por una avenida y sin encantos
fantásticos). Afortunadamente se perdieron mis primeros esbozos de
poesías escritos en un cuaderno Rivadavia, con la espalda apoyada
contra el olivo.
2 — Ya
habrías empezado la escuela.
JG —
Lamentablemente empecé la escuela. Mis padres, trabajadores de
jornada completa (él en los Astilleros, ella cosiendo para afuera y
dando clases de costura a un grupo de chicas grandes, una de las
cuales se escapaba para jugar a la bolita conmigo), creían en la
educación y con un enorme (y equivocado) esfuerzo económico, me
mandaron al colegio más caro de la ciudad. Una escuela de curas
preconciliares, de sotana y tonsura, que veían pecado en cada
rincón. Doble escolaridad. En toda esa etapa fui sumiso, estudioso,
abanderado todos los años menos el último en el que me relegaron a
escolta. Mi madre fue a saludar a la maestra y la señorita le dijo
que la bandera me correspondía a mí, pero que el padre del otro
niño era muy poderoso y… Mi pobre vieja, Ofelia, decidió
cambiarme de colegio pese a la oferta de becarme. Me afectó mucho el
sufrimiento de mis padres, después de tantos sacrificios, pero
estaba feliz por irme de esa cárcel. (Muchos años después ejercí
mi venganza con un artículo sobre el caso en la revista “Sexhumor”.)
No me dejaron elegir y fui a otro colegio de curas, esta vez mucho
más modernos y amables, los salesianos, donde transcurrió mi
adolescencia. Allí sí hice amigos duraderos, entre compañeros y
docentes.
Regreso a la
época de la primaria. Era maravilloso volver a casa, después de las
cuatro, en el tranvía, tomar la leche, hacer los deberes y saltar el
muro del fondo para mezclarme en los partidos de fútbol, donde no
había hijos de profesionales, de comerciantes ricos ni de algún
representante diplomático, sino pobretones cuyos padres eran un
zapatero ruso, empleados del ferrocarril, policías de barrio,
canillitas.
Cuando llovía,
el único fútbol de cuero estaba pinchado o no me daban permiso, me
salvaba la lectura. Mis padres me compraban libros. Buena parte de
las colecciones Billiken y Robin Hood. Dicen que uno queda marcado
por el primer libro que leyó. No sé si será cierto en todos los
casos, pero sí lo es en el mío. “Cristóbal Colón”, de
Lauro Palma (Biblioteca Billiken, 1942), un librito verde donde se
novelaba la historia del Almirante. Escribí dos novelas con Colón
como personaje: “Semblantes de bestias”, que me llevó
diez años de trabajo intermitente, y “Almirante de sal”.
3 —
Lecturas y potrero.
JG —
Si el potrero era un escape de las tardes, el fin de semana era el
insuperable paraíso. Los viernes, mamá me acompañaba hasta la
parada del tranvía 25 y después de ese viaje interplanetario me
bajaba a unas cuadras de la casa de mis abuelos. El nono había
trabajado en el frigorífico, una vida durísima que recreo en parte
en mi novela “Que algo quedará”, pero ya estaba jubilado,
así que a menudo me llevaba hasta el puerto a ver los gigantescos
barcos que venían desde muy lejos a buscar carne; recuerdo
especialmente un barco ruso. La nona Josefa era un cascabel, se
vestía de colores y estaba siempre sonriente, nunca levantó la voz.
El abuelo en cambio era cabrón, aprendí todas las malas palabras
(parolaccie) calabresas. El barrio era amistoso, no había
potrero cercano, pero sí pasadizos entre las casas de terrenos mal
medidos, patios de conventillos y baldíos, lo que permitía recorrer
las manzanas por el interior y salir a cualquier parte. A pocas
cuadras vivían mis tíos; recién tuve un hermano cuando cumplí
catorce, así que mi primo varón era amigo y hermano a la vez. La
abuela murió joven; yo estaba en primer año de la secundaria, y
dejé de ir a esa casa, pero comencé a pasar los veranos completos
en lo de mi tío, con mi primo y sus hermanas que me enseñaron a
bailar. Allí pasaba los carnavales, empecé a ir a las matinés del
club Villa San Carlos, y ponerme colorado ante las chicas. La falta
de hermanas y el colegio mixto, no me ayudaron mucho para
relacionarme fácilmente con el otro género. Me resultó difícil
superar la vergüenza ante cualquier conversación con una chica. La
libertad estaba en recorrer esos mini laberintos del barrio y en la
lectura de cuanto papel se me cruzara. Por ese entonces seguí
escribiendo algunas pavadas, pero luego pensaba que jamás llegaría
a animarme a mostrar o publicar lo que hiciera porque temía que
estuviera lleno de errores. Al principio la escritura y las mujeres
me despertaron la misma inseguridad.
A mis parientes paternos
no los veía tan seguido. Tenía a mi abuela portuguesa, María, una
mujer bellísima, vestida siempre de negro y con rodete desde los
cuarenta años hasta los ochenta y cinco. Su esposo, el abuelo
Antonio, murió a los cuarenta y nueve. Él me conoció de bebé.
Heredé, no sé cómo, su gusto por la matemática y la facilidad
para los cálculos. (Otra de mis luchas internas: me dediqué a la
literatura y las lenguas, y tengo por otro lado una especial
inclinación por las ciencias en general, la astronomía, la
tecnología, la física. Me atraen más los suplementos y revistas
científicas que las literarias.) La abuela vivía con su hija, mi
tía Porota (personaje importante de mi vida y de mi novela “Que
algo quedará”). Una gorda graciosísima, chistosa, dejaba todo
por hacer en la casa para tirarse al piso a jugar con sus hijos y
conmigo a cualquier cosa. Ante la mirada de reprobación de su
cuñada, mi madre, que no podía concebir ese desperdicio de tiempo y
que una señora saliera a correr a los chicos por la vereda jugando a
la mancha venenosa.
Mis tíos, en
general, merecen un párrafo aparte. Juan, Carlitos y Raúl, Nilda,
Lidia y Porota, eran el Barcelona de los tíos, la selección
campeona. Mis padres, en cambio, siempre estuvieron distantes,
severos, casi ausentes. Recién en sus últimos años logré
reconciliarme con ellos y descubrí que habían sufrido muchas
penurias y realizado innumerables esfuerzos para que yo tuviera un
“futuro”. Esa concepción de algunos hijos de inmigrantes que
temían al hambre y se ponían como objetivos tener una casa, tener
un ahorro, aunque mínimo. Mi padre, que sobrevivió por seis meses a
mamá, me dijo meses antes de morir, el año pasado, a los 92, que se
arrepentía de no haber disfrutado más, y me aconsejó que no
repitiera su error, que viajara, que viviera.
A lo largo de toda esa
etapa escolar, estudié inglés con una profesora particular, fui
rindiendo los exámenes anuales en el Instituto Británico. A partir
de segundo año ingresé directamente a ese instituto y empecé a
leer mucho en inglés por mi cuenta. Aparte de cuentos y poesías de
todas las épocas, las obras completas de Edgar Allan Poe y todo
Shakespeare. También aproveché mucho del francés aprendido en la
secundaria y gracias a eso y a mi testarudez leí poesía y narrativa
en francés. Ya en la universidad, los cuatro niveles de griego y de
latín me sirvieron para leer pasajes de los trágicos, episodios
homéricos, los presocráticos; Virgilio, especialmente las Églogas,
y Horacio. También estudié alemán. Como resultado de todo esto
disfruté traducir las poesías completas de Poe, los “Sonetos a
Orfeo” de Rainer Maria Rilke, “La metamorfosis” y
“El proceso” de Franz Kafka, “El golem” de
Gustav Meyrink y cuentos de E.T.A. Hoffmann; la mayor parte de estas
versiones fueron publicadas por la Editorial Gárgola. Desde hace dos
años estudio italiano de manera intensiva, mi gusto por las lenguas
se combina felizmente con los recuerdos de mis abuelos maternos, y
afloran desde el fondo del inconsciente los diálogos de Josefa y
Francesco.
4 — Cómo
te llevarás —ojalá que no como yo— con los trabajos manuales.
JG —
No soy el estereotipo del intelectual, me gustan los trabajos
manuales: he levantado paredes, revocado, techado, sé soldar, he
trabajado de carpintero, de pintor de altura,
en mi casa hice la instalación eléctrica y la del agua, puse
cerámicos y azulejos. Bastante de eso me llevó a la
escritura de “Final de obra”, un libro de casi poesía que
“describe” la construcción de una casa. Los desafíos técnicos
y los oficios manuales me atraen tanto como las obras de Francisco de
Quevedo, Salvador Dalí, Miguel Ángel, Jean-Michel Basquiat, Jean
Sibelius o la nueva trova. Soy una especie de todoterreno que hace
todo bastante bien, pero nada completamente bien. Un renacentista de
la b.
5 —
Vayamos a que estás casado con una escritora: Genoveva Arcaute.
JG —
En primer año de la carrera de Letras conocí a mi esposa, con quien
estudiamos juntos todos los días, al año siguiente nos pusimos de
novios en Mar del Plata. Genoveva me había dicho que se iba como
todos los años a pasar enero en la casa de sus tíos, cerca del
faro, me hizo un planito por si quería ir. O sea, ¿entendés que
hay onda, Jorgito? (recordá que ya te mencioné mi lentitud para
vincularme con las mujeres). Fui. Era 1972, nos casamos en el 75 y
acá estamos, juntos. Pasamos períodos muy duros de nuestro país.
La dictadura del 76 nos dejó sin trabajo, bajo amenazas de muerte, y
viviendo “provisoriamente” por once años, en una casa prestada
(parte de eso se describe en la novela “Mandorla” de
Genoveva). Tuvimos la oportunidad de irnos a España, pero quisimos
primero recibirnos, después vinieron los hijos y ya se hacía muy
difícil. Afortunadamente hubo un oasis en ese páramo ultraviolento,
la revista “Humor”, a la que llegamos un día de desolación.
Vivíamos en un departamentucho horrible y húmedo los tres (había
nacido nuestro primer hijo). Era feriado, el día de la bandera,
cumpleaños de mi mamá y aniversario de la Masacre de Ezeiza,
llovía; se nos acabó la garrafa, no teníamos ni para comer y en lo
de mis padres seguramente habría abundancia de pizzas, empanadas y
sanguchitos. Teníamos un viejo Citroën 2cv que cuando nos casamos
nos había llevado sin problemas hasta Monte Hermoso, pero ahora
estaba arruinado allá afuera, a cincuenta metros de pasillo hasta la
calle, sin nafta. Podía llamar por teléfono a casa y nos vendrían
a buscar. Fui hasta el teléfono público más cercano, a tres o
cuatro cuadras, bajo la lluvia intensa, y me tragó la única moneda.
Un drama ruso en blanco y negro en medio de Siberia. Entonces, nos
pusimos a escribir notas humorísticas. Era el invierno del 77. Un
año después apareció el primer número de la revista “Humor”,
con César Luis Menotti en la tapa. Enviamos aquel material y un par
de meses más tarde nos respondieron. Así empezamos a publicar para
Editorial La Urraca (revistas “Humi”, “Superhumor”,
“Sexhumor”) y seguimos durante una década. Este año, la
editorial La Comuna, editó aquellas notas, se cumplen cuarenta años
de la aparición de la revista y treinta de nuestro último artículo.
6 — Un
párrafo al menos sobre la radio, tu atracción por ella, tu
condición de conductor de programas.
JG —
Fui invitado como profesor universitario o como escritor a distintos
programas radiales, y me gustó mucho el medio, desde hace más de
quince años conduzco distintos ciclos siempre vinculados a la
literatura, el humor, los reportajes a artistas. Quizás, ahí por el
fondo, también acompañan esa atracción, el recuerdo de mis abuelos
y luego de mi madre mientras hacía las tareas domésticas, todo el
día junto a la radio, emisora de radioteatros, partidos de fútbol
gritados y vertiginosos, música de otra manera inaccesible para esa
época. Además, para mí, cada experiencia vital se convierte en
literatura, estoy en estado de escritura casi permanente. Por eso, mi
paso por las radios siempre se ha transformado en episodios
novelescos, tal el caso de los largos pasajes con el fútbol que
aparecen en “Serial writer…”,
donde hay una casta gobernante grotesca compuesta por los
“metafísicos fulbólicos o
pensadores balónicos”; la mayor
parte de ese material surgió de mis parodias en el programa “Toda
la delantera en orsái”, que consistía en hablar de libros como si
se trasmitiera un partido, con cantitos de hinchadas, análisis
sesudos de pavadas, estadísticas llevadas al absurdo. A su vez, ese
programa surgió como desarrollo de mi primera novela, así llamada.
También sirvieron de fuentes los otros programas para algunas partes
de mis relatos.
7 — Grupo
de Teatro Gestual. Y allí vos con dramaturgia y puesta en escena.
JG —
Surgió de una imposibilidad. Creamos un grupo de investigación
teatral con actores poco y nada experimentados. La mayor dificultad
era para ellos hablar, modular, no sobreactuar la voz. Decidí
entonces incursionar en obras (escritas por mí para ese fin), que
fueran mudas. Pero no era propiamente mímica, sino desplazamiento
silencioso. Una parodia a la burocracia, por ejemplo, consistía en
que los sucesivos actores (empleados, jefes, grandes capos y público)
iban formando una especie de pirámide por la acumulación de
recorridos inútiles a los que se sometía a un pobre hombre que
necesitaba un sellado. Finalmente, la construcción humana se
derrumbaba ante la rebelión del ciudadano. También usamos la cámara
oscura, como el Teatro Negro de Praga. Había mucho trabajo previo de
puesta en escena y de construcción de objetos: una cara que se iba
armando requirió que diseñáramos las partes, las pintáramos con
productos especiales para esa luz. Y todo se movía, articulaba y
desencajaba, por actores/titiriteros que, vestidos absolutamente de
negro para no ser vistos, se desplazaban con gran precisión. Reunía
las dos facetas que me forman, lo creativo artístico y el trabajo de
oficios combinados. Hice versiones mudas de poemas: “El albatros”
de Charles Baudelaire, por ejemplo, se convirtió en una escena en la
que un grupo de seres ciegos y encorvados iba asediando con sonidos
guturales y finalmente golpeando al único hombre erguido. Otras se
basaban en los cuentos “El tío Facundo” de Isidoro Blaisten, “La
gallina degollada” y “Los destiladores de naranjas” de Horacio
Quiroga, “Casa tomada” de Julio Cortázar. La gran boca del
escenario del Coliseo Podestá me permitió trabajar con decenas de
actores a la vez, que conformaban diversos grupos de acciones
simultáneas: una crítica a la guerra y la opresión a partir de una
versión de las novelas “1984”
de George Orwell, “Fahrenheit 451”
de Ray Bradbury y “Un mundo feliz”
de Aldous Huxley, reunidas como visión del mundo.
8 — Veinte
años tenías cuando obtuviste el Primer Premio en el Concurso
Internacional “La influencia hispánica en el Martín Fierro”.
JG —
Fue una especie de tesis que escribimos con Genoveva para ese
concurso. Rastreamos las lecturas de José Hernández, los dichos y
refranes de larga tradición española que llegaron hasta los gauchos
desde la época de la conquista, de boca en boca; como también
características de los personajes. Todo esto mientras cursábamos
las materias de la Facultad. Salíamos a tomar un café, para
despejarnos un poco de lo mucho que leíamos, y nos poníamos a
anotar ideas para ese trabajo en papelitos que luego se volcarían en
la Olivetti. Lo hicimos como un desafío intelectual. No esperábamos
casi nada, pero un día nos llamaron por teléfono para avisarnos que
habíamos ganado el premio, que consistió en la publicación en el
Cuaderno n° 4 del Instituto de Cultura Hispánica y una suma
importante de dinero que sirvió para que compráramos varios libros
caros y pagáramos ambos cursos intensivos de alemán (dos horas por
día de lunes a viernes). Fue una época maravillosa. Después
empezaron los miedos y la violencia; los años del encierro.
9 — “Toda
la delantera en orsái”: retornemos a tu primera novela,
y así, a tu primer programa radial.
JG —
En realidad, se trató de una nouvelle, en la que el protagonista
treintañero habitante de mi ciudad, tiene extrañas visiones que
retomé en la larga novela recién terminada, “Mapa
físico”. Cuando empecé en radio
Futura, adopté ese título porque quería moverme en un territorio
en el que los de avanzada, por así decir, estaban siempre
descolocados. Luego, ganó el formato del que te hablé antes, y giró
todo bajo el aspecto de un partido de fútbol. En uno de ellos,
juegan mis escritores favoritos, con sus modalidades políticas y
literarias transformadas para la cancha. Fue muy placentero ese
ciclo; para mejor, mi hijo mayor me ayudó con la operación técnica.
10 —
Durante dos años estudiaste producción audiovisual con un destacado
director de cine: Eduardo Mignogna (1940-2006).
JG —
Sí, realicé cursos de posgrado con Eduardo, luego en Guionarte, y
casi a la vez con Fernando Solanas, entre 1991 y 1993. Fue muy
sacrificado —aunque obviamente enriquecedor— porque tenía que
viajar una o dos veces por semana a tu ciudad, después de dar
clases, y volver tarde para acostarme a la una, una y media, y
levantarme a las siete para seguir dando clases. Aprendí mucho de
ellos dos, no sólo de los aspectos técnicos concretos sino de la
modalidad de trabajo y la cultura visual. El otro curso, el de
Guionarte, fue exclusivamente de manejo de cámaras y luces. Por ese
entonces, me compré una filmadora de última generación para hacer
documentales ligados a la literatura (ahora es una antigüedad con
cassette vhs).
11 — ¿Cómo fue, qué te produjo, “qué te dejó”
la experiencia de haber efectuado numerosos reportajes en tu programa
radial “Lejos del centro”?
JG —
Nada más democrático que la lectura. En una novela, en un libro de
poemas, hay siempre otra óptica distinta de la propia. El artista
filtra la realidad por su colador y luego la vuelca con una mirada
personal. De todos, grandes o pequeños, geniales o mediocres, se
aprende, se tiene otro ángulo, sea contemporáneo o antiquísimo,
vecino o antípoda. Y tanto las lecturas como los reportajes de mis
programas me pusieron en contacto con seres vivos, con sus pasiones,
con maneras a veces inesperadas de resolver los eternos problemas del
ser humano: la muerte, el amor, la relación con los demás, el
vínculo con la tierra, los deseos, la niñez… Escritores
octogenarios inmersos en una producción febril digna de jóvenes,
tal el caso de Aurora Venturini o de Horacio Preler; por otro lado,
artistas veinteañeros en los que deposito una fe enorme, como Juan
Otero. Y no solo escritores, también músicos, escultores, pintores,
actores. Además, la presencia maravillosa del azar (que para algunos
científicos condiciona el desarrollo del universo y la evolución).
Esos vínculos que surgen donde y cuando nadie lo podría prever. Una
mañana llevé a hacer un cambio de aceite al auto, el mecánico
septuagenario estaba metido en la fosa, aburrido me puse a caminar en
torno; sobre la mesa donde cobraba, además del teléfono y una
calculadora, había tres o cuatro libros, algunos abiertos, con un
lápiz que evidentemente usaba para subrayar: Jacques Lacan,
Cortázar, creo que Patrick Modiano o Emmanuel Carrère. Cuando
terminó la tarea, nos pusimos a charlar. Hasta ese momento había
sido muy parco, pero cuando vio que yo llevaba un par de libros en
uso sobre el asiento del acompañante derivó hacia la escritura. Me
contó algo de su vida, me dijo que había escrito una novela.
Finalmente, leí buena parte de ella en el programa de radio. Luego,
perdí contacto con él. El local cerró. Se llama Cayetano Carrara.
Una pregunta obvia: ¿cuántos buenos artistas habrá por ahí que no
acceden al mainstream,
a ese horrible fluir marketinero solamente interesado en la venta?
Por eso trato siempre de circular lejos del centro (de allí el
nombre de mi último ciclo). Además, en el universo no existe
centro, todo está en movimiento constante, la tierra, el sistema
solar, nuestra galaxia. Y nada es recto ni cuadriculado. La lógica
convencional no resiste ante la visión de estrellas que están ahí
y han muerto hace millones de años. Si hoy explotaran las que forman
la Cruz del Sur o El cinturón de Orión nos enteraríamos dentro de
cientos o miles de años. En cambio, el barrio tiene otra inmediatez,
también se mueve y muere, pero lo podemos percibir, son cambios en
nuestra medida temporal humana. Por eso, creo, no existe ningún
centro. Y esto tiene una clara connotación religiosa. Tampoco la
verdad es absoluta, salvo para los fanáticos. Las palabras “mentira”
y “mente” están vinculadas etimológicamente. Lo que produce la
mente es mentira, no es fáctico ni natural ni tangible sino relato,
construcción que supera la caducidad de las cosas concretas. Por eso
cada reportaje, cada charla que he tenido con un artista ha ido
conformando, aunque en manera modesta, un discurso, una elaboración
de palabras que superan en el tiempo lo perecedero de su soporte
físico (es decir, del mismísimo hombre que las pronunció).
12 — Tu
padre te aconsejó que, a diferencia de él, por ejemplo, viajaras. Y
habrás (habrías ya cuando te lo dijo) viajado.
JG —
Viajamos varias veces a Europa, también por el país y por Uruguay.
No solemos hacer recorridos vertiginosos de un día por lugar, nos
quedamos más tiempo, diez días o quince en cada ciudad. En vez de
cambiar el auto, comprar un terreno o tener ropa cara, ahorramos para
los pasajes y luego sobrevivimos en hostales, pequeñísimos
departamentos de 14 m2 o habitaciones en casas de familias. Vamos al
mercado, hablamos con la gente, cocinamos, caminamos como
maratonistas. En Roma hicimos un promedio de doce kilómetros
diarios. En Venecia estuvimos en un camping. Nos la rebuscamos para
ir a los museos los días gratuitos o con ofertas. Alquilar auto
también significa un ahorro y un contacto real con la vida de los
pequeños pueblos; recorrimos Italia de norte a sur dos veces;
Francia, de París a Toulón en un viaje, todo el sur en otro, y
cruzamos desde Barcelona hasta Narbonne y de ahí hasta Burdeos,
luego a Bilbao. También estuvimos en Londres. En Sicilia. Uruguay es
sorprendente, desde Colonia hasta Montevideo y de allí, de regreso,
por pueblitos del interior hasta Colón, en nuestra provincia de
Entre Ríos. Y en todos lados, las librerías que no son grandes
cadenas. Dialogar con otros artistas es revivificante. En Ostia
estuvimos parando en la casa del escultor Francesco Zero; en
Florencia descubrimos en la calle a un gran músico, Francesco
Garito. Hay bares o pequeños restaurantes donde hacen encuentros de
escritores, especialmente en París. Estoy esperando poder volver a
Londres para encontrarme con un grupo de artistas argentinos que
viven allá desde hace más de cuarenta años, como Mario Flecha, por
ejemplo. Pero, en síntesis, no es necesario ir demasiado lejos,
también disfruto enormemente pasar unos días en Necochea, Mar del
Plata o Tandil, donde hay mucha actividad cultural. O aún más
cerca, en el gran Buenos Aires. Hemos descubierto pueblitos hermosos,
algunos tristemente abandonados al costado de vías muertas, paisajes
sorprendentes en largos recorridos por viejas rutas de tierra o
conchilla que unen caseríos rurales en los alrededores del partido
de La Plata, desde Chascomús hasta el Parque Pereyra Iraola, desde
la costa del Río de la Plata hasta Brandsen y Ranchos, sin necesidad
de meterse en las grandes rutas. Almacenes, casi pulperías, donde se
venden productos locales y marcas que han desaparecido en los grandes
centros urbanos. Aquí también veo otra lectura de la realidad.
Otros ritmos.
13 — ¿Cuáles son, dirías vos, tus
condiciones ideales para escribir una novela? Y, además: ¿escribiste
cuentos, relatos, microficciones?
JG —
Desde los diecinueve años, cuando escribí mi primera novela, es el
formato en el que me muevo con más comodidad. Si bien escribo poesía
(muy de vez en cuando), la novela es mi puesto en la cancha. Creo que
es mi modo de comprender. También es lo que más me gusta leer.
David Foster Wallace, Roberto Bolaño, Modiano, Miguel de Cervantes,
“La divina comedia”,
son mis favoritos. Sí, escribí unos pocos cuentos, que me
parecieron horribles y alimentaron la salamandra. Cuando tengo una
idea, todo lo que anduvo suelto en papeles casi perdidos, notas,
recortes, investigaciones, se vuelca en ese molde deforme. La novela
es un gran animal en movimiento, omnívoro y que requiere toda clase
de momentos, intensos algunos, reposados, divertidos, trágicos los
demás. El mundo que nos rodea está repleto de novela. Podemos mirar
y escuchar hacia cualquier lado y nos toparemos con una pequeña
tragedia, un personaje sorprendente, diálogos increíbles, que luego
habrá que procesar y ensamblar.
14 — Uno
de tus hijos también es escritor, ¿no?
JG —
Sí, mis cuatro hijos son muy creativos, cada uno a su manera. Martín
tiene una novela publicada, varios libritos artesanales de cuentos y
poesías, creó un programa de radio que es muy difundido por redes
alternativas. Luis escribe muy bien, tuvo buen pulso para el dibujo y
es un gran imaginativo en su oficio de productor de juguetes. José
es músico, compositor, letrista, y tiene una banda muy conocida,
“Valentín y los Volcanes”. Tomás es el que puede arreglar
cualquier cosa casi de la nada; “llega
el enanito con sus herramientas…”,
como canta Silvio Rodríguez. Todos han heredado, creo, nuestra
valoración de lo artístico. Entre sus recuerdos, además de los
previsibles, siempre hablan de aquella vez que vimos la muestra de
Dalí cuando eran muy chicos o cómo se turnaban para acompañarnos a
la redacción de “Humor”. Deambularon como público y críticos
de las obras teatrales que escribimos (a pedido de los actores y
directores, que llegaron a corregir algún matiz si ellos se aburrían
en alguna parte). Recuerdo que hicieron una versión de “La
Odisea”, el episodio de las
sirenas, cuando tenían de ocho a cuatro años. Se peleaban por ser
Ulises.
15 —
Has dedicado cuarenta años de tu vida a la docencia. ¿Qué
aprendizaje te aportó la experiencia de enseñar?
JG —
Como ya he dicho, de todo saco material para la
escritura. Y la docencia es un territorio inmenso de diversidades. Di
clases en la cárcel durante dos años y me sorprendí de mis
prejuicios: esperaba malandras de televisión y encontré a pibes que
eran muy parecidos a mis hijos, pero con menos suerte. Ningún
asesino, violador o estafador de alta gama, “simples”
ladronzuelos de gallinas que no lograrían salir del circuito (más
del 80% son reincidentes), y que luego, en los últimos tiempos, se
fue agravando por el consumo del paco
que los fue convirtiendo en fieras descontroladas, y en la mayoría
de los casos llenos de odio a cualquier uniformado. La cárcel es una
demostración de la decadencia humana, a ambos lados de las rejas.
También estuve en la Disneylandia de colegios carísimos, con
alumnos a los que acompañé en la preparación de exámenes
internacionales con éxito. A la vez en colegios rurales, en escuelas
suburbanas donde se desmayaban de hambre en medio de la clase o había
que procurar que no tocaran la pared electrificada. Aprendí que el
primer paso en la educación de un adolescente es el vínculo
afectivo, porque ante el temor el alumno se retrae y solo empieza a
funcionar el viejo cerebro reptílico, el sistema límbico, que
impide toda comprensión y busca fugarse de la situación de peligro.
Y para todos, un solo programa de estudios, que dio notables
resultados: la lectura. Leerles en voz alta (de allí también mi
gusto por la radio), y luego hacerlos leer. Leer y leer. En cualquier
ámbito usé un plan metódico de lecturas que consistía en que cada
uno tuviera un libro (comprado, de la biblioteca, fotocopiado, pdf o
provisto por mí), lo leyera en dos semanas y lo fuera pasando con un
sistema de rotación. Todo lo demás, es secundario. Allí están la
comprensión, la sintaxis, el vocabulario, la ortografía, en fin, la
cultura democrática. Logré hacer aplicar este mecanismo en varias
secundarias y después de cuatro o cinco años de lecturas, nadie
tenía problemas de comprensión ni de ingreso a la universidad o de
salir bien parado en una entrevista laboral. Pero claro, hay algo
previo a todo esto, y es que ese chico haya estado, y siga, bien
alimentado. Si no es así, el esfuerzo es remar en la catarata. La
docencia me puso en medio de la problemática humana, en carne viva,
en la trinchera día tras día. Tanto en la secundaria como en las
distintas universidades por donde anduve trabajando. El hombre ahí,
cara a cara, con sus virtudes, sus necesidades, sus impulsos. Todo
eso pasa mágica y directamente a mi literatura.
16 — “…traducir a un autor consiste
en reescribir su obra”, leo en la novela “El
marido americano” de Paula Winkler (Ediciones Simurg,
2012). ¿Dirías que es tanto así?
JG — En buena medida. Un buen
traductor tiene que ser también escritor. Perdón, traductores, pero
no es lo mismo el código de tránsito que los cuentos de Poe. Los
franceses deben estar muy agradecidos a Baudelaire, por ejemplo.
Jorge Luis Borges tradujo a Kafka y modificó “La
metamorfosis” a su estilo, ya
desde el título. En alemán, Die
Verwandlung, quiere decir, “La
transformación”, palabra menos prestigiosa, digamos. Y corrigió
bastante del estilo repetitivo de Kafka. No creo que el traductor sea
un traidor. La obra, en otro idioma, por otra pluma, es otra obra. Ni
mejor ni peor. Otra. Por eso es tan importante asomarse, aunque más
no sea a esa lengua. En el caso de las novelas es casi imposible,
pero para las poesías hay que fomentar la edición bilingüe. Uno
pispea con un ojo acá y el otro allá, y de ese modo se mete en el
original. Por ejemplo, Shakespeare traducido a nuestro idioma es
siempre versionado, porque en la mayoría de los casos se actualizan
los arcaísmos, como “thou art”.
To be or not to be,
es solamente “ser o no ser”,
pierde la polisemia de “estar o no
estar”. Un ejemplo más cotidiano:
ver las películas subtituladas o dobladas, no es lo mismo. Aunque
sea un idioma muy extraño para nosotros, prefiero oír de fondo el
mandarín y leer debajo el español.
17 — ¿“Morir
en el intento”, “Dispensar confianza”,
“Poner lo que hay que poner” o “Mirar
de soslayo”?
JG —
“Morir en el intento”,
indudablemente. Una afirmación que detesto, visceralmente, reza: “es
lo que hay”. Me parece la más
penosa negación de toda lucha. No puedo desprenderme, al menos en
eso, de mi condición de setentista. No proclamo que sea una virtud y
reconozco que en algunos casos debería mirar para el costado, pero
no puedo.
Rolando
Revagliatti
nació el 14 de abril de 1945 en Buenos Aires (ciudad en la que
reside), la Argentina. Publicó en soporte papel un volumen que reúne
su dramaturgia, dos con cuentos, relatos y microficciones y quince
poemarios, además de otros cuatro poemarios sólo en soporte
digital. En esta condición se hallan los Tomos I y II de
“Documentales.
Entrevistas a escritores argentinos”.
Todos sus libros cuentan con ediciones electrónicas disponibles en
http://www.revagliatti.com
– Sus producciones en video se encuentran en
http://www.youtube.com/rolandorevagliatti
y
en https://vimeo.com/user19828367/videos