Con
aguda intención, en los días de la guerrilla literaria y artística,
Oliverio Girondo, el inolvidable autor de esa bofetada al gusto
puritano que son los Veinte poemas para ser
leídos en un tranvía, dijo que a la entrada
de ciertas salas de exposiciones había que colocar el cartelito:
Cuidado con la pintura. Creemos que la sugerencia del poeta mantiene
su actualidad, considerando que junto a legítimos representantes de
una inquietud diversa de búsqueda, dentro de una modernidad siempre
relativa, existen por un lado los recalcitrantes fotógrafos de la
realidad, y por otro lado quienes escapan totalmente a ella o la
deforman al extremo sin un fin concreto, funcional. Estos últimos
son en general cultores de artesanías espectaculares, ya sea en la
línea de un sublimado decorativismo “hors la peinture”, de
técnicas combinadas, ya por la grosera acumulación de elementos
deleznables o de nuevos materiales que no suponen forzosamente nueva
pintura o nueva escultura.
Hay
otras aventuras estéticas parecidas, igualmente pasajeras. Se
señalan quienes hemos llamado ruidosos, los que quieren sorprender a
todo trance cuando aquello de “pour epater le baurgeois” carece
en absoluto de sentido, pues hoy nadie se asusta y son grandes
burgueses los que ahora suelen adquirir las piezas más supuestamente
atrevidas o novedosas, de moda, pero no por ello modernas…
Como
se informó en su hora, dos jóvenes pintores seducidos por la
experimentación informalista entonces de turno, cuyas obras
expuestas en una galería céntrica, no interesaron a nadie,
decidieron arrojarlas al río. Es claro, previamente avisaron a los
amigos, y a gente de prensa. Buscaban noticia, sensación, y esto es
típico de ciertas promociones de impacientes y desorientados, los
cuales sueñan muy temprano con los precios y los viajes a Europa y a
los Estados Unidos. Alguno logra curarse con los años de ese afán
sensacionalista superficial, del sarampión extremista infantil, como
sucede en otros terrenos. Un mes más tarde, el malogrado Alberto
Greco –desaparecido en forma trágica hace algún tiempo- ofreció
un show pictórico-teatral que tuvo por escenario la galería Bonino,
primero, y en seguida, la plaza San Martín. No pasó nada; la gente
se quejaba del calor. Este fracaso, y la frustrada acción en la
Costanera, son hechos que se produjeron cuando ya las salidas de tono
y arrogancias y baladronadas de Salvador Dalí habían dejado de ser
noticia de primera plana.
Cuando
conocimos al notable maestro catalán en París, a mediados de 1937,
ya estaba lejos el apogeo del gran movimiento surrealista, la intensa
y múltiple aventura que tantas enseñanzas y obras perdurables legó,
y sólo en algunos casos continúa viva, a través de las constantes
más lúcidas que segregará como escuela. En el terreno de la
pintura Dalí seguía entonces en lo mismo, entre los sobrevivientes
que se negaban a adecuar el surrealismo a una dinámica actual, sin
la superchería del automatismo y la inspiración prenatal, que no
deben confundirse con las poderosas corrientes oníricas. En un
sentido él se ha quedado en la primera etapa de aquel legendario
movimiento, la del escandalete, lo exterior, las escaramuzas
callejeras, todo eso que en los días iniciales obraba como
revulsivo; una suerte de introducción a la ruptura, podrá decirse.
Abrumado
por el genio, el espíritu de renovación, sereno pero constante, y
la fama obstinada de Picasso, Dalí arrastra un viejo resentimiento,
como se verá. El muy talentoso artista catalán se empeña en
asombrar al público, al margen de eventuales exposiciones,
escenografías, ilustraciones, etc., siempre de interés resonante,
no hay duda, aparte lo complicado del aparato personal de propaganda.
Y pese a lo que él hace fuera del atelier, a lo que de él toman
principalmente los barulleros, quedarán las obras mejores que
realizara en el período del verdadero surrealismo, y lo más
auténtico de la actualidad, como queda ese film precursor que
dirigió en colaboración con Luis Buñuel, sobre una idea, sí, del
incomparable Federico García Lorca: El perro
andaluz. Hoy, sus desplantes, su agresividad,
su deliberada teatralidad, apenas sorprenden a los desprevenidos.
Fue,
pues, en un atardecer de 1937, en la Ville Lumiere (yo venía de
España en armas, donde actuaba como corresponsal de guerra, para
asistir a las sesiones de clausura del Segundo Congreso Internacional
de Escritores, que habían comenzado en Valencia, prosiguiendo en
Madrid y Barcelona) cuando vi por primera vez a Dalí, poco después
de haber estrechado la mano del sobrio y cordial Picasso. A este
malagueño jacobino yo lo había entrevisto fugazmente en ese mismo
París, pero en 1930, en el cabaret Le boeuf
sur le toit, que él había decorado, a
pedido de Jean Cocteau. Fue un día memorable, ese de julio de 1937:
el de la inauguración del pabellón de la República Española en la
Exposición Universal. Durante la jornada, precisamente, se
descubrió ese sobrecogedor y definitivo hallazgo de Picasso,
significativo de una de sus constantes, la social, inspirado en la
destrucción de Guernica por los bombarderos nazis. Nos hallábamos a
escasos metros de la entrada conversando con el querido amigo y gran
pintor chileno Lucho Vargas Rosas, quien integraba por esos días el
famoso Atelier 17, de Bill Hayter. Lucho había colaborado con un
camarada común, el magnífico arquitecto madrileño Luis Lacasa, en
la construcción del Pabellón hispánico, modelo de armónica y
penetrante mezcla de elementos abstractos y realistas. De pronto
vimos salir a un individuo algo menos joven que nosotros, bien
plantado, y con mucha prosa, llevando bajo el brazo un cuadro de
regular tamaño. Al pasar por nuestro lado parecía muy enojado; sus
ojos echaban chispas, como dice el lugar común. Vargas Rosas le hizo
señas para que se detuviera, pero el tipo desapareció casi
corriendo. Entonces dijo mi amigo chileno:
-Ese
es Salvador Dalí. Está furioso porque quería que colocaran un
cuadro suyo en lugar del Guernica de Picasso. Ahora se lo lleva; ni
Aragón ni Eluard pudieron convencerlo, como veo. Es muy vanidoso.
Quienes
pretenden imitar las excentricidades de don Salvador deberían tener
en cuenta que mientras alardea de fumista, continúa pintando,
dibujando, ilustrando, seriamente, como lo que es, como un cabal
conocedor del oficio, desbordante de fantasía; un hombre ambicioso
que supo asimilar enseñanzas y no desdeña el trabajo en la soledad,
cuando es preciso. Ningún artista del pasado lejano y del cercano
necesitó utilizar recursos sensacionalistas, del Salón de Novedades
o Parque de Diversiones, para realizar sus obras de índole más
avanzada. A propósito, recuerdo que en un lugar como esos, bajo las
alucinantes recovas del viejo Paseo de Julio, hoy Leandro N. Alem, vi
en mi adolescencia algo muy parecido a La
menesunda, montada muchos años después por
una ruidosa Marta Minujin, aunque lógicamente ella ignoraba ese
hecho. Dentro de lo relativo ¿es verdad que “nihil novum sub
coles”? Ciertamente, y en lo suyo, la inquieta Minujim inventó el
paraguas.
Se
ha dicho que el camino de la espectacularidad es fácil, y a lo sumo
se requiere la destreza del escenógrafo capaz de un buen montaje.
Colocado esto en su sitio, sin pretensiones de reflejo de época (hay
quienes, no acuciados por preocupaciones filosóficas, y ni siquiera
por problemas económicos, , afirman: “Esto es fruto de mi angustia
interior…”), nada se opone a que los buscadores de novedades a
ultranza se entretengan, hagan negocios, nos diviertan. En este plano
hay piedra libre para la divagación y el macaneo lírico. Luego está
el estímulo de determinados marchands y dirigentes culturales
ocasionales, alentando una actividad artesana que confunde y
desorienta a jóvenes mal informados (“La pintura de caballete y la
del muro han muerto”, “el óleo ha muerto” y demás). Pasa el
tiempo y se lleva todo aquello que fue inconsistente, epidérmico,
falso moderno, así como los ecos del alboroto promocional y su
mezquino juego de intereses. En verdad, una búsqueda de intención
moderno naufraga cuando no se asume el trabajo con sinceridad y
seriedad –sin que esto suponga ponerle límites a la fantasía, a
la pasión- por encima de los imperativos de la moda impuesta o de la
simple pose literaria.
Pero,
en fin, mientras Dalí despierta todas las mañanas pensando en qué
forma llamará la atención del mundo, y en el nuevo adjetivo que
usará contra el inconmovible Picasso, en la trastienda queda el
cuadro empezado o terminado el día anterior. Quienes imitan sólo lo
que hay de convencional en exceso en su obra, o simplemente sus
gestos, la actitud exterior, el barullo, carecen de autenticidad, de
destino. Mas en el montón puede haber alguien capaz de superar la
travesura, repetimos, el ruido por el ruido; de rescatar la noción
de equilibrio, por cierto no reñida con la capacidad invencionista,
dentro de la línea de enlace del sueño y la acción, de cuño
baudeleriano (“Llegará el siglo en que la acción sea hermana del
sueño”). Ese es nuestro siglo, pero en algún caso tal enlace se
dio ya en el pasado, con el jacobino Goya, por ejemplo, y después
con Rimbaud, participando en la Comuna de París, con un fusil y un
poema.