martes, 14 de julio de 2020

CRÓNICA DEL RUIDOSO DALÍ. Por Raúl González Tuñón.




Con aguda intención, en los días de la guerrilla literaria y artística, Oliverio Girondo, el inolvidable autor de esa bofetada al gusto puritano que son los Veinte poemas para ser leídos en un tranvía, dijo que a la entrada de ciertas salas de exposiciones había que colocar el cartelito: Cuidado con la pintura. Creemos que la sugerencia del poeta mantiene su actualidad, considerando que junto a legítimos representantes de una inquietud diversa de búsqueda, dentro de una modernidad siempre relativa, existen por un lado los recalcitrantes fotógrafos de la realidad, y por otro lado quienes escapan totalmente a ella o la deforman al extremo sin un fin concreto, funcional. Estos últimos son en general cultores de artesanías espectaculares, ya sea en la línea de un sublimado decorativismo “hors la peinture”, de técnicas combinadas, ya por la grosera acumulación de elementos deleznables o de nuevos materiales que no suponen forzosamente nueva pintura o nueva escultura.

Hay otras aventuras estéticas parecidas, igualmente pasajeras. Se señalan quienes hemos llamado ruidosos, los que quieren sorprender a todo trance cuando aquello de “pour epater le baurgeois” carece en absoluto de sentido, pues hoy nadie se asusta y son grandes burgueses los que ahora suelen adquirir las piezas más supuestamente atrevidas o novedosas, de moda, pero no por ello modernas…

Como se informó en su hora, dos jóvenes pintores seducidos por la experimentación informalista entonces de turno, cuyas obras expuestas en una galería céntrica, no interesaron a nadie, decidieron arrojarlas al río. Es claro, previamente avisaron a los amigos, y a gente de prensa. Buscaban noticia, sensación, y esto es típico de ciertas promociones de impacientes y desorientados, los cuales sueñan muy temprano con los precios y los viajes a Europa y a los Estados Unidos. Alguno logra curarse con los años de ese afán sensacionalista superficial, del sarampión extremista infantil, como sucede en otros terrenos. Un mes más tarde, el malogrado Alberto Greco –desaparecido en forma trágica hace algún tiempo- ofreció un show pictórico-teatral que tuvo por escenario la galería Bonino, primero, y en seguida, la plaza San Martín. No pasó nada; la gente se quejaba del calor. Este fracaso, y la frustrada acción en la Costanera, son hechos que se produjeron cuando ya las salidas de tono y arrogancias y baladronadas de Salvador Dalí habían dejado de ser noticia de primera plana.

Cuando conocimos al notable maestro catalán en París, a mediados de 1937, ya estaba lejos el apogeo del gran movimiento surrealista, la intensa y múltiple aventura que tantas enseñanzas y obras perdurables legó, y sólo en algunos casos continúa viva, a través de las constantes más lúcidas que segregará como escuela. En el terreno de la pintura Dalí seguía entonces en lo mismo, entre los sobrevivientes que se negaban a adecuar el surrealismo a una dinámica actual, sin la superchería del automatismo y la inspiración prenatal, que no deben confundirse con las poderosas corrientes oníricas. En un sentido él se ha quedado en la primera etapa de aquel legendario movimiento, la del escandalete, lo exterior, las escaramuzas callejeras, todo eso que en los días iniciales obraba como revulsivo; una suerte de introducción a la ruptura, podrá decirse.

Abrumado por el genio, el espíritu de renovación, sereno pero constante, y la fama obstinada de Picasso, Dalí arrastra un viejo resentimiento, como se verá. El muy talentoso artista catalán se empeña en asombrar al público, al margen de eventuales exposiciones, escenografías, ilustraciones, etc., siempre de interés resonante, no hay duda, aparte lo complicado del aparato personal de propaganda. Y pese a lo que él hace fuera del atelier, a lo que de él toman principalmente los barulleros, quedarán las obras mejores que realizara en el período del verdadero surrealismo, y lo más auténtico de la actualidad, como queda ese film precursor que dirigió en colaboración con Luis Buñuel, sobre una idea, sí, del incomparable Federico García Lorca: El perro andaluz. Hoy, sus desplantes, su agresividad, su deliberada teatralidad, apenas sorprenden a los desprevenidos.

Fue, pues, en un atardecer de 1937, en la Ville Lumiere (yo venía de España en armas, donde actuaba como corresponsal de guerra, para asistir a las sesiones de clausura del Segundo Congreso Internacional de Escritores, que habían comenzado en Valencia, prosiguiendo en Madrid y Barcelona) cuando vi por primera vez a Dalí, poco después de haber estrechado la mano del sobrio y cordial Picasso. A este malagueño jacobino yo lo había entrevisto fugazmente en ese mismo París, pero en 1930, en el cabaret Le boeuf sur le toit, que él había decorado, a pedido de Jean Cocteau. Fue un día memorable, ese de julio de 1937: el de la inauguración del pabellón de la República Española en la Exposición Universal. Durante la jornada, precisamente, se descubrió ese sobrecogedor y definitivo hallazgo de Picasso, significativo de una de sus constantes, la social, inspirado en la destrucción de Guernica por los bombarderos nazis. Nos hallábamos a escasos metros de la entrada conversando con el querido amigo y gran pintor chileno Lucho Vargas Rosas, quien integraba por esos días el famoso Atelier 17, de Bill Hayter. Lucho había colaborado con un camarada común, el magnífico arquitecto madrileño Luis Lacasa, en la construcción del Pabellón hispánico, modelo de armónica y penetrante mezcla de elementos abstractos y realistas. De pronto vimos salir a un individuo algo menos joven que nosotros, bien plantado, y con mucha prosa, llevando bajo el brazo un cuadro de regular tamaño. Al pasar por nuestro lado parecía muy enojado; sus ojos echaban chispas, como dice el lugar común. Vargas Rosas le hizo señas para que se detuviera, pero el tipo desapareció casi corriendo. Entonces dijo mi amigo chileno:

-Ese es Salvador Dalí. Está furioso porque quería que colocaran un cuadro suyo en lugar del Guernica de Picasso. Ahora se lo lleva; ni Aragón ni Eluard pudieron convencerlo, como veo. Es muy vanidoso.

Quienes pretenden imitar las excentricidades de don Salvador deberían tener en cuenta que mientras alardea de fumista, continúa pintando, dibujando, ilustrando, seriamente, como lo que es, como un cabal conocedor del oficio, desbordante de fantasía; un hombre ambicioso que supo asimilar enseñanzas y no desdeña el trabajo en la soledad, cuando es preciso. Ningún artista del pasado lejano y del cercano necesitó utilizar recursos sensacionalistas, del Salón de Novedades o Parque de Diversiones, para realizar sus obras de índole más avanzada. A propósito, recuerdo que en un lugar como esos, bajo las alucinantes recovas del viejo Paseo de Julio, hoy Leandro N. Alem, vi en mi adolescencia algo muy parecido a La menesunda, montada muchos años después por una ruidosa Marta Minujin, aunque lógicamente ella ignoraba ese hecho. Dentro de lo relativo ¿es verdad que “nihil novum sub coles”? Ciertamente, y en lo suyo, la inquieta Minujim inventó el paraguas.

Se ha dicho que el camino de la espectacularidad es fácil, y a lo sumo se requiere la destreza del escenógrafo capaz de un buen montaje. Colocado esto en su sitio, sin pretensiones de reflejo de época (hay quienes, no acuciados por preocupaciones filosóficas, y ni siquiera por problemas económicos, , afirman: “Esto es fruto de mi angustia interior…”), nada se opone a que los buscadores de novedades a ultranza se entretengan, hagan negocios, nos diviertan. En este plano hay piedra libre para la divagación y el macaneo lírico. Luego está el estímulo de determinados marchands y dirigentes culturales ocasionales, alentando una actividad artesana que confunde y desorienta a jóvenes mal informados (“La pintura de caballete y la del muro han muerto”, “el óleo ha muerto” y demás). Pasa el tiempo y se lleva todo aquello que fue inconsistente, epidérmico, falso moderno, así como los ecos del alboroto promocional y su mezquino juego de intereses. En verdad, una búsqueda de intención moderno naufraga cuando no se asume el trabajo con sinceridad y seriedad –sin que esto suponga ponerle límites a la fantasía, a la pasión- por encima de los imperativos de la moda impuesta o de la simple pose literaria.

Pero, en fin, mientras Dalí despierta todas las mañanas pensando en qué forma llamará la atención del mundo, y en el nuevo adjetivo que usará contra el inconmovible Picasso, en la trastienda queda el cuadro empezado o terminado el día anterior. Quienes imitan sólo lo que hay de convencional en exceso en su obra, o simplemente sus gestos, la actitud exterior, el barullo, carecen de autenticidad, de destino. Mas en el montón puede haber alguien capaz de superar la travesura, repetimos, el ruido por el ruido; de rescatar la noción de equilibrio, por cierto no reñida con la capacidad invencionista, dentro de la línea de enlace del sueño y la acción, de cuño baudeleriano (“Llegará el siglo en que la acción sea hermana del sueño”). Ese es nuestro siglo, pero en algún caso tal enlace se dio ya en el pasado, con el jacobino Goya, por ejemplo, y después con Rimbaud, participando en la Comuna de París, con un fusil y un poema.

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