Una
vez tuve un bandoneón. Uno mío. Un Germania negro nacarado.
Había
renunciado a un trabajo y cobré cierto dinero de una aseguradora. No
recuerdo muchos detalles, sólo que era un cobro no esperado. No
tenía deudas ni compras en lista de espera. Y entonces me acordé.
Vino a mí: aquel amor por ese sonido tan particular, mis “cuelgues”
de adolescente escuchando a Piazzolla, el cassette escrito a mano. La
emoción que me producía. No iba a dejarla pasar, me dije, debía
probar.
Busqué
dónde daban clases de bandoneón y allá fui. Una escuela en Boedo.
Me prestaron un bandoneón algo viejo pero que servía para empezar,
dijeron. Después de la tercera clase quería uno mío, todo mío. Y
estaba ese dinero caído del cielo de las aseguradoras.
Si
evaluaba mi historial, las chances de aprender eran muy pocas: el
único instrumento que había “tocado” había sido el triángulo
en las clases de música de la escuela, las mismas clases de las que
un día me echaron porque me tenté y reí en medio de una canción
bastante seria. En mi casa no se escuchaba música. De solfeo y
similares, cero. La única chance era mi empeño. Yo no sabía, pero
era terca. Y deseaba. Deseaba mucho. Eso bastaba, me decía. La
pregunta era para qué
bastaba. No quería ser concertista ni participar de una banda. Sólo
lograr ese sonido. Ese. Hice todo lo que pude para contestármelo.
En
la escuela de Boedo conocí a Héctor, mi profesor. Era
implacablemente honesto. Desde el primer día supe que no iba a
venderme frases hechas, no iba a regalarme esperanzas. Cordial a su
modo, me había aconsejado sobre cuál bandoneón comprar, acompañado
a cada lugar donde yo debía encontrar MI bandoneón (porque él no
iba a dejar que yo comprara cualquier cosa, decía). Yo buscaba un
bandoneón porque me gustaba tremendamente su sonido, pero él lo
amaba. Son dos cosas muy distintas. Fuimos a ver varios usados, más
cerca, más lejos, hasta que un día dijo “Es este”. El hombre
que me lo vendió escribió con su letra, en un papelito, una especie
de comprobante de venta. Y nos fuimos: Héctor, el bandoneón dentro
de su estuche y yo.
Le
había hecho cortar las patas a una silla, como Héctor me indicó. Y
ese día fui a mi silla ratona, abrí el estuche como si fuese
principios de siglo veinte, saqué el nacarado, me puse la franela
sobre las piernas y lo apoyé sobre ellas. Metí las manos en las
empuñaduras de cuero, abrí y cerré lentamente el fuelle. Mi
bandoneón respiraba. Estaba vivo y me volvía, un poco, a mi vida, a
la invisible.
Practicaba
dos horas diarias, cuando mi hija mayor estaba en el jardín. Fui
aprendiendo que tocar un instrumento no resultaba de la fórmula
“instrumento musical + ser humano”. Estaba la distancia entre el
pie y el piso según el largo de las piernas, el conocimiento sobre
música y acordes, la proporción de las manos. Me costaba disfrutar
y seguía latente la pregunta: para qué bastaba. Olía la respuesta.
Héctor,
a su modo, me ayudó a encontrarla. Yo venía del triángulo y el
deseo. Ahora, mis dedicadas prácticas a la hora de la siesta eran
inversamente proporcional a los resultados. Todo era lento y no daba
frutos. Llegaba algo desanimada a las clases, esperando que Héctor
me dijese que con el tiempo, que era un instrumento difícil, que
podría. Pero él me contaba de su nueva alumna japonesa: recién
había empezado y avanzaba velozmente. Héctor estaba feliz. La chica
tocaba el piano y el violín, también. Yo lo escuchaba mientras
pensaba “Así cualquiera”, supongo que para darme autoaliento y
seguir mi dedicación en la sillita ratona, avanzando un casillero
por día.
Para
colmo de males, no existía una técnica para aprender a tocar.
Héctor era un adelantado: había ideado una. Me dio una copia
anillada de sus “Lecciones y estudios para
una buena técnica del bandoneón”. De ahí
debía estudiar y practicar los ejercicios que luego me tomaría en
las clases. Miraba el cuadernillo y veía mi semana sobre la silla
mínima. Él era un sabio en el tema y yo una especie de Kung-Fu
Panda. Una estudiante que no desistía aún sabiendo que no tenía
condiciones.
Un
día me tomó las manos y dijo: “Tenés
manos de violinista”.
Le creí. Pero esa frase escondía otra: manos que no están hechas
para bandoneón. Setenta y un botones tiene un bandoneón. Mis dedos
de violinista apenas llegaban a algunos, a otros los rozaban. Los que
lograba apretar se volvían una pequeña delicia: ese sonido ahí
adentro, ahí, ése. Todo mi cuerpo se estiraba con movimiento de
fuelle.
En
cada clase, Héctor daba vueltas, como un fantasma, sin que lo viera,
mientras yo luchaba con mis habilidades. Sólo corroboraba su
presencia cuando escuchaba un “¡No!”, un grito corto y grave
cada vez que erraba una nota. Tenía un oído perfecto. Lo quería y
no, todo junto. Quería ser un poco japonesa. Aprender más rápido.
Ser algo mimada por el maestro que venía de Avellaneda para dar
clases a potenciales bandoneonistas.
Sí,
Héctor era implacable. Pero su honestidad era parte de su pedagogía.
Incluso su humor era un látigo a veces. Cuando empecé a estudiar
con él yo tenía el pelo largo, me llegaba a la cintura. A los dos
meses me hice un corte feroz por arriba de los hombros. Cuando me vio
me dijo: “Sansó perdió la
fuerza cuando se cortó el pelo”,
dio media vuelta y se fue a hacer un café. Yo volvía de noche, me
tomaba el colectivo 96, cargaba el peso del estuche marrón, pesado y
rígido. Un armatoste que guardaba ese sonido. Una enormidad para mis
manos de violinista. De Sansó no me cuentes, me decía a mí misma.
Habré
ido cuatro o cinco meses a clases. Después dije ya está, esto no es
lo mío. Le comuniqué a Héctor. No dijo ni mu. El mundo no perdía
un talento ni él una eximia alumna japonesa. La novia de un chico de
la escuela estaba en la búsqueda de un bandoneón. Se lo vendí.
Sólo llegué a tocar el feliz cumpleaños en la salita de tres de mi
hija mayor. Fue hermoso. No hay fotos ni las precisamos.
A muchas cosas se llega tarde. A otras, antes. En
algunos casos, hacemos un agujero en el tiempo para no llegar antes
ni después -porque se nos antoja, como un capricho, digamos- y nos
tiramos a una pileta. Después vemos si nadamos o salimos. Si fue un
chapuzón o qué. Yo sabía desde el inicio que era un chapuzón, esa
era la respuesta. Sabía porque me guiaba el deseo, el cassette
escrito a mano. Ese sonido que es uno al abrir el fuelle y otro al
cerrarlo. Sabía esto: quería probar, acercarme a la magia. Y lo
hice: una vez tuve un bandoneón. Uno mío. Un
Germania negro nacarado.