Por Santiago Marelli
“Si
usted decide entrenar a su perro, merece una felicitación porque
tomó la decisión correcta. En poco tiempo, descubrirá que los
roles entre el amo y el perro están perfectamente claros”
(Centro
Internacional Purina)
El 2 de octubre de 2016 se estrenó Westworld, una serie de ciencia
ficción y suspenso creada por Jonathan Nolan y Lisa Joy para HBO,
basada en un filme de 1973 que lleva el mismo nombre dirigido por
Michael Crichton. El destino previsto era ingresar a la familia de
series exitosas como hermana menor de Game of Thrones , pero
como toda familia tiene sus secretos, el propósito nunca se
explicitó ya que el canal que había invertido en los derechos
televisivos de la serie de ninguna manera hubiese comparado sus dos
criaturas.
La historia se escribió sin sospechar las resonancias que
despertaría. Fue una piedra arrojada al agua cuyas ondas expansivas
permitieron descubrir a sus autores que no se trataba de un estanque
sino que se encontraban en mar abierto. Cuando se dio a conocer la
primer entrega se mostró, a modo de prólogo, un parque de
atracciones ambientado en el lejano Oeste en el que convivían
robots( los anfitriones) y humanos que acudían a dar rienda suelta
a sus instintos más primitivos provocando una rebelión de los
robots. La trama suscitó reacciones irónica que ponían en duda su
capacidad de establecer un pacto duradero de credibilidad con los
espectadores.
La serie es dominada por un sentimiento de tristeza y el clima es de
una tensión tejida hebra por hebra. A medida que se avanza en los
capítulos, el escenario se complejiza y muestra impensadas
dimensiones. La evolución trazada por la serie a partir de la
segunda temporada y que alcanza su mayor resplandor en la tercera -
hasta ahora, la última-, la convierten en una pieza narrativa
atrapante, sin fisuras, ajustada en todas sus piezas y, con una carga
poética, que nos hace levitar.
Como todas las buenas obras de arte no se agotan en el momento de
conocerla, sino que siguen viviendo dentro nuestro con los
interrogantes que abren, sus recuerdos punzantes, sus ardientes
misterios. Como los mundos soñados por Ray Bradbury, Westword, y sus
aparentemente tan lejanas imaginerías, nos permite mirar desde otro
lado nuestro mundo y, sobre todo, cotidianidad: una realidad cada vez
más predecible, automatizada y en la que internalizamos la
injusticia y la obediencia eterna como mandato irrenunciable.
Tanto a ellos –los anfitriones- como a nosotros, se
nos promete un paraíso y la llegada de un mundo mejor. Sin embargo
pareciera que el paraíso de unos sea inevitablemente el infierno de
los demás; ya que la frontera entre “ personas y anfitriones”,
no es otra que la separa a opresores y oprimidos De todas las
confesiones y reflexiones sobre la condición humana enunciadas por
algunos sus personajes, sobre todo por Dolores y Bernard (los
protagonistas excluyentes de la serie), una de las más incómodas se
refiere al hecho de cuestionarse, de manera diametralmente opuesta,
quiénes son los manipulados, los que están programados y
condenados a un destino miserable: ¿los anfitriones o las personas?.
Si los sueños de construir otra vida posible dentro de esta vida son
el único conjuro para sobrellevar la muerte; sería justo que todos
pudieran preguntarse, siquiera una vez, sobre el sentido de su propia
vida, en lugar de contemplar, mecánicamente, como cada día es un
día que los acerca más a la muerte.