Conozco de
sobra las trampas de la memoria, pero creo que la historia de este
"capítulo suprimido" (el 126) es aproximadamente la que
sigue.
Rayuela partió de estas páginas;
partió como novela, como voluntad de novela, puesto que existían ya
diversos textos breves (como los que dieron luego los capítulos 8 y
132) que estaban buscando aglutinarse en torno a un relato. Sé que
escribí de un tirón este capítulo, al que siguió inmediatamente y
con la misma violencia el que luego se daría en llamar "del
tablón" (41 en el libro).
Hubo así como un primer núcleo en el que se definían las imágenes
de Oliveira, de Talita y de Traveler; bruscamente el envión se
cortó, hubo una penosa pausa, hasta que con la misma violencia
inicial comprendí que debía dejar todo eso en suspenso, volver
atrás en una acción de la que poca idea tenía, y escribir,
partiendo de los breves textos mencionados, toda la parte de
París.
De ese "lado de allá" salté sin esfuerzo
al de "acá", porque Traveler y Talita se habían quedado
como esperando y Oliveira se reunió llanamente con ellos, tal como
se cuenta en el libro; un día terminé de escribir, releí la
montaña de papeles, agregué los múltiples elementos que debían
figurar en la segunda manera de lecturas, y empecé a pasar todo en
limpio; fue entonces, creo, y no en el momento de la revisión,
cuando descubrí que este capítulo inicial, verdadera puesta en
marcha de la novela como tal, sobraba.
La razón era
simple sin dejar de ser misteriosa: yo no me había dado cuenta, a
casi dos años de trabajo, que el final del libro, la noche de
Horacio en el manicomio, se cumplía dentro de un simulacro
equivalente al de este primer capítulo; también allí alguien
tendía hilos de mueble a mueble, de cosa a cosa, en una ceremonia
tan inexplicable como obvia para Oliveira y para mí. De golpe ya el
viejo primer capítulo se volvía reiterativo, aunque de hecho fuese
lo contrario; comprendí que debía eliminarlo, sobreponiéndome al
amargo trago de retirar la base de todo el edificio. Había como un
sentimiento de culpa en esa necesidad, algo como una ingratitud; por
eso empecé buscando una posible solución, y al pasar en limpio el
borrador suprimí los nombres de Talita y de Traveler, que eran los
protagonistas del episodio, pensando que el relativo enigma que así
lo rodearía iba a amortiguar el flagrante paralelismo con el
capítulo del loquero. Me bastó una relectura honesta para
comprender que los hilos no se habían movido de su sitio, que la
ceremonia era análoga y recurrente; sin pensarlo más saqué la
piedra fundamental, y por lo que he sabido después la casita no se
vino al suelo.
Hoy que Rayuela acaba de cumplir un
decenio, y que Alfredo Roggiano y su admirable revista nos hacen a
ella y a mí un tan generoso regalo de cumpleaños, me ha parecido
justo agradecer con estas páginas, que nada pueden agregar (ni
quitar, espero) a un libro que me contiene tal como fui en ese tiempo
de ruptura, de búsqueda, de pájaros.
JULIO
CORTÁZAR
Saignon, 1973.
TEXTO
Empezó porque después de tomar el último trago de café.
hizo la señal pero lo miró inexpresivamente y fue a buscar el
diario para leer las columnas necrológicas como corresponde después
del café
esperó un momento y dijo que iba a hacer más café porque se había
quedado con ganas de tomar café de verdad y no el jugo blanquecino
que preparaba
so pretexto de que ya casi no quedaba café molido en la lata azul. A
esto
contestó con una mirada igualmente blanquecina, y cuando
le hizo otra vez la señal, los ojos se dejaron caer hacia abajo y
empezaron a buscar (en un diario de la mañana) a Juan Roberto
Figueredo, q.e.p.d., fallecido en la paz del Señor el 13 de enero de
195..., con los auxilios de la religión y la bendición papal. Su
esposa, etcétera. Isaac Feinsilber, q.e.p.d., etcétera. Rosa
Sanchez de Morando, q.e.p.d. Ningún conocido ese día, ni siquiera
un nombre que se pareciera a alguien conocido y que permitiera la
duda y la genealogía.
volvió con la cafetera y empezó por echar bastante azúcar en la
taza de
que no lo miraba, absorta en la lectura de Remigio Díaz, q.e.p.d.
Después le sirvió café hasta el borde de la taza, y llenó la
suya, mientras con la mano libre sacaba un paquete de cigarrillos y
se lo llevaba a la boca como si fuera a morderlo, pero nada más que
para extraer hábilmente un cigarrillo sin tocar los otros con los
labios.
-Tengo muchísimo sueño -dijo
al cabo de diez minutos.
-Con las noticias que leés
-dijo
que había estado esperando la frase y empezaba a inquietarse
seriamente.
bostezó con delicadeza.
-Aprovechá que la cama no
está tendida -dijo
-. Siempre te ahorrás un trabajo.
lo miró como esperando que él renovara la señal, pero
se había puesto a silbar con los ojos clavados en el techo y más
precisamente en una telaraña. Entonces
pensó que
estaba ofendido porque no le había contestado la señal con la
respuesta convenida (que consistía en pasarse una mano por la oreja
izquierda en señal de ternura y aquiescencia), y se fue a dormir la
siesta dejando la mesa tendida con los restos de un rotundo
puchero.
esperó tres minutos, se sacó el saco del piyama y entró en el
dormitorio.
dormía profundamente, tendida de espaldas. Como hacía calor, había
retirado la frazada y la sábana de arriba; era exactamente lo
que
deseaba, y también que
no tuviera puesto más que el camisón con que se había levantado.
La bata azul estaba tirada a los pies de la cama, cubriéndole los
pies, y
la enganchó con la zapatilla y la proyectó hasta un rincón.
Calculó mal y la bata estuvo a un tris de irse por la ventana, lo
que hubiera sido molesto.
Del bolsillo izquierdo del
pantalón
sacó un tubo de Secotine y un ovillo de hilo negro. El hilo era
brillante y bastante grueso, casi como un cordel. Con mucho
cuidado
metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón y sacó una
hojita de afeitar envuelta en un pedazo de papel higiénico. El papel
higiénico se había roto y se veía parte del filo de la hojita.
Sentándose en la cama,
empezó a trabajar mientras silbaba estruendosamente un trozo de
ópera. Estaba seguro de que no se despertaría, porque el café a
grandes dosis la hacía dormir profundamente, y además lo hubiera
asombrado que se despertara teniendo en cuenta que le había echado
tres pastillas de penumbrato de oxtalina junto con el azúcar. Muy al
contrario, el sueño de
era extraordinario; respiraba resoplando, es decir que cada cinco
segundos su labio superior se inflaba como un volado de cortina,
mientras el aire salía por debajo en forma de soplido estertoroso.
A
le sirvió esto como compás para seguir silbando la ópera mientras
cortaba un pedazo de hilo negro luego de calcular aproximadamente
cuánto necesitaba.
Los tubos de Secotine se abren
extrayendo de su interior un alfiler de cabeza redonda, que sirve
para mantenerlos destapados y tapados al mismo tiempo, detalle que da
idea de la astucia del fabricante. Una vez retirado el alfiler, lo
más probable es que aparezca en el pico del tubo una gota de una
sustancia bastante repugnante, de olor ya célebre y propiedades
mucilaginosas certificadas. Con mucho cuidado, y mientas bordaba
variaciones sobre Bella fligia dell'amore,
mojó el extremo de la hebra negra en la Secotine e inclinándose
sobre
apoyó la parte humedecida en el medio de su frente, dejando el dedo
lo suficiente como para que la hebra se pegara en la frente sin que
el dedo se pegara en la hebra, es decir unos cuantos segundos término
medio. Después se trepó a una silla (poniendo antes el tubo, el
alfiler y el ovillo sobre la cómoda) y pegó el otro extremo de la
hebra en uno de los caireles de la araña suspendida sobre la cama y
que
se había negado a tirar por la ventana a pesar de sus (ya pasadas y
no repetidas) súplicas.
Satisfecho de que la hebra
quedara suficientemente tensa, porque detestaba las combas en
cualquier obra humana,
se colocó al lado izquierdo de la cama armado de la hojita de
afeitar, y cortó de un solo tajo el camisón de
empezando por debajo de la axila. Después cortó la vuelta de la
manga, y hizo lo mismo del otro lado. Las mangas salieron como pieles
de culebra, pero
procedió con cierta solemnidad en el momento de levantar la
delantera del camisón y dejar desnuda a
. Nada podía haber en el cuerpo de
que le fuera extraño, pero su brusca contemplación le producía
siempre un deslumbramiento que la Gran Costumbre se aplicaba a
enmohecer de golpe. El ombligo de
, sobre todo, lo trastornaba a primera vista; tenía algo de
repostería, de injerto fracasado, de pastillero tirado en un tambor.
Cada vez que lo veía desde lo alto, a
le venían unas ganas vehementes de juntar saliva, una saliva dulce y
muy blanca, y escupir delicadamente en el ombligo, llenándolo hasta
el borde de una tibia puntilla de cumpleaños. Lo había hecho muchas
veces, pero ahora no era el momento, de manera que volvió a buscar
el ovillo y se puso a cortar hebras de diferente longitud, calculando
previamente ciertas distancias. La primera hebra (porque la que iba
de la frente al cairel de la araña era como un acto previo que no
contaba) la pegó en el dedo del pulgar izquierdo de
; esta hebra iba del pulgar al pestillo de la puerta que daba al
cuarto de baño. La segunda hebra la fijó en el segundo dedo y
también en el pestillo; la tercera, en el tercer dedo y también en
el pestillo; la cuarta hebra, en el cuarto dedo y en un adorno de la
cómoda en forma de cornocupia (de roble y rajada en tres partes); la
quinta hebra iba del dedo más pequeño a otro cairel de la araña.
Todo esto correspondía al lado izquierdo de la cama.
Satisfecho,
pegó una hebra en la rodilla izquierda de
y la fijó en la parte superior del marco de la ventana que daba al
patio del hotel. Precisamente en ese instante una enorme mosca verde
entraba por la ventana abierta, y empezaba a zumbar sobre el cuerpo
de
. Sin hacerle caso,
fijó otra hebra en la ingle izquierda de
y en la parte superior del marco de la ventana. Pensó un momento
antes de decidirse, y después tomó el tubo de Secotine y lo apretó
contra el ombligo de
, hasta rellenarlo. Pegó inmediatamente seis hebras, que fijó en
cinco caireles de la araña y en el marco de la ventana. No le
pareció bastante y pegó otras ocho hebras en el ombligo, que fijó
en siete caireles de la araña y en el marco de la ventana.
Retrocediendo dos pasos (estaba un poco arrinconado entre la cama, la
ventana y las hebras que iban de
al marco) apreció el trabajo realizado y lo encontró bien. Sacó
otro cigarrillo y lo encendió con el pucho del que ya le quemaba los
labios. Cortó de golpe media docena de hebras, y pegó una en el
pezón izquierdo de
, otra en los pelos de la axila izquierda, otra en el lóbulo de la
oreja, otra en la comisura izquierda de la boca, otra en la aleta
izquierda de la nariz y otra al lado del lagrimal izquierdo. Las tres
primeras las fijó en los caireles de la araña, y las otras en el
marco de la ventana, con mucho trabajo porque casi no le quedaba
lugar para moverse. Tras esto fijó hebras en cada dedo de la mano
izquierda, en el codo y en el hombro del mismo lado. Después tapó
el tubo de Secotine con el alfiler suministrado a tal efecto,
envolvió la hojita de afeitar en el pedazo de papel higiénico
atentamente preservado en el bolsillo trasero del pantalón, y guardó
las dos cosas y el ovillo en el bolsillo izquierdo de la misma
prenda. Agachándose con mucho cuidado para no rozar las hebras, que
estaba admirablemente tensas, se arrastró por debajo de la cama
hasta salir del otro, completamente cubierto de polvo y pelusas. Se
sacudió contra la ventana que daba a la calle, volvió a sacar sus
utensilios de trabajo y cortó una cantidad de hebras, que fue
pegando sucesivamente en distintas partes de lado derecho
de
, manteniendo en general la simetría con el lado izquierdo; por
ejemplo, la hebra correspondiente al lóbulo de la oreja derecha
quedó tendida entre el lóbulo y el pestillo de la puerta del cuarto
de baño; la hebra que salía del lagrimal derecho quedó fijada en
el marco de la ventana que daba a la calle. Finalmente (aunque era
una tarea que no tenía por qué terminar tan pronto)
cortó una buena cantidad de hebras, les puso abundante Secotine y se
largó a una improvisación vehemente, repartiéndolas en el pelo y
las cejas de
y fijándolas en su mayoría en los caireles de la araña, aunque no
sin reservar algunas para el marco de la ventana que daba a la calle,
el pestillo de la puerta del cuarto de baño, y la cornocupia.
Metiéndose debajo de la cama, después de guardarse el tubo, la
hojita de afeitar y el ovillo en el bolsillo del pantalón,
se arrastró hasta salir por los pies de la cama, y siguió reptando
de modo de quedar frente a la puerta del cuarto de baño. Muy
despacio, para no rozar ninguno de los hilos que iban hasta el
pestillo, se enderezó y miró su obra. Por las ventanas entraba una
luz amarilla y bastante sucia, que parecía un reflejo de la pared
descascarada de la casa de enfrente donde todavía se conservaban los
restos de una pintura representando a un niño de pecho que sorbía
alguna cosa con aire de gran deleite; pero la pintura se había
desprendido a jirones, y en lugar de la boca el niño tenía una
especie de llaga amoratada que no parecía ninguna recomendación del
producto nutritivo encomiado más abajo con unas letras más bien
tartamudas. La calle era enormemente angosta y las ventanas de un
lado no estaban a más de cinco metros del otro. A esa hora no había
ninguna abierta, salvo la de ,
pero
no estaría a esa hora, o dormiría la siesta. La mosca empezaba a
molestar seriamente a
, que hubiera querido expulsarla, pero para eso hubiera tenido que
adelantarse hasta los pies de la cama y agitar la mano cerca de la
araña, cosa imposible dada la cantidad de hebras tendidas en esa
dirección.
"Hace calor", pensó
, secándose la frente con el revés de la mano. "Hace un calor
bárbaro, realmente".
Por un lado le hubiera
gustado cerrar las persianas, pero aparte de que era muy difícil
abrirse paso entre las hebras, hubiese dejado de ver con la perfecta
claridad necesaria el cuerpo de
. La desnudez de
se recortaba no tanto por estar tendida de espaldas en la cama sino
porque las hebras negras parecían converger de todas partes y
precipitarse sobre ella. Si no hubieran estado tan tensas este efecto
se habría malogrado completamente, y
se felicitó por su destreza, aunque llevado por una exigencia
natural a su espíritu no dejó de ver que la hebra que iba desde el
marco de la ventana hasta el lagrimal derecho estaba ligeramente
floja. Por un momento pensó que
se habría movido, alterando el juego general de las tensiones, pero
le bastó observar en conjunto las hebras para descartar esta
posibilidad. Además la dosis que había echado en el café no
hubiera permitido que
moviera ni siquiera los párpados.
pensó en arrastrarse hasta la hebra más floja y tenderla mejor,
pero probablemente hubiera estropeado algunas de las hebras que se
reunían con la otra en el marco de la ventana. Concluyó que en
conjunto el trabajo estaba bien, y que podía permitirse un descanso
y otro cigarrillo.
Ocho minutos después tiró el
pucho por la ventana que daba a la calle, y se desnudó sin moverse
de donde estaba. Su cuerpo alto y flaco parecía salido de una
litografía (era una opinión frecuente de
). Aunque
no podía verlo,
hizo la señal convenida, y esperó alguna respuesta durante medio
minuto. Después empezó a acercarse a los pies de la cama, sorteando
poco a poco con cuidado infinito las hebras que iban hasta el
pestillo de la puerta del cuarto de baño. Para eso se agachó y
levantó cada vez que hacía falta, hasta quedar parado exactamente a
los pies de la cama, cerrando un triángulo formado por los pies
de
y su propio cuerpo. Esperó un rato, hasta que
abrió los ojos y lo miró. Apenas tuvo la seguridad de que lo estaba
viendo (porque a veces la inconsciencia duraba unos minutos después
del despertar), levantó un dedo y señaló una de las hebras. Los
ojos de
empezaron a pasear por las hebras, partiendo de las que brotaban de
sus cejas y lagrimales, y siguiendo luego a lo largo de su cuerpo.
Subían hasta los caireles de la araña y volvían al punto de
partida; volvían a salir, iban hasta la ventana que daba al patio y
regresaban a fijarse en una rodilla o en un pezón; seguían el rumbo
negro que las llevaba hasta la ventana que daba a la calle, y
regresaban hasta las ingles o los dedos de los pies.
esperaba con los brazos cruzados, idéntico a un
de la época azul.
Cuando
acabó de reconocer las hebras, algo como un suspiro le levantó el
pecho y proyectó sus labios hacia fuera. Cautelosamente movió el
brazo derecho, pero lo detuvo al oír un tintineo en los caireles de
la araña. La mosca verde voló pesadamente, resbaló por entre las
hebras, giró sobre el vientre de
y estuvo a punto de posarse sobre el monte de
, pero después subió hasta el cielorraso y se pegó a una de las
molduras.
y
seguían su vuelo con una atención exasperada, no se miraron hasta
no tener la seguridad de que la mosca se había posado en el
cielorraso con intenciones de quedarse ahí.
Apoyando
una rodilla en el borde de la cama,
agachó la cabeza y empezó a adelantar el cuerpo hacia
, que lo miraba y no se movía. Apareció la otra rodilla en el borde
de la cama, mientras el torso avanzaba horizontalmente entre las
piernas de
. Las hebras lo envolvían, pero sus movimientos eran tan precisos
que no rozó ninguna cuando sacó una rodilla y la puso sobre el
colchón, luego la otra junto con la otra mano, y quedó de hinojos y
completamente curvado entre las piernas de
, respirando pesadamente porque la maniobra había sido lenta y
difícil, y le dolían las tibias que se apoyaban todavía en el
borde de la cama.
Enderezando la cabeza,
miró a
. Los dos estaban sudando, pero mientras el sudor envolvía
a
en una fina malla de gotas transparentes,
tenía empapada la cara y los hombros, pero secos el pecho y el
vientre.
-Uno hace la señal pero el otro juega con
las nubes -dijo .
-Las nubes también son una
respuesta -dijo .
-Frase alquilada.
-A tu justa medida.
esperó.
-Por fin lo hiciste -dijo
-. Hace meses que me preparabas para esto. Primero con la manía de
enseñarme a declamar porquerías, a bailar como las tibetanas, a
comer como los esquimales, a hacer el amor como los perros. Después
me obligaste a no cortarme las uñas, me echaste a la calle el día
del granizo, me encerraste en una caja de madera con una lámpara de
rayos infrarrojos, me regalaste un álbum de estampillas. Todo eso
era nada.
-Vos sabés cuánto te quiero
-dijo
en voz tan baja que abrió
los ojos como sorprendida-. Mi amor está apretado en este puño,
triturado y apelmazado hasta volverse una bola chirriante, una
estrella portátil que puedo sacar del bolsillo y acercar a tu cuerpo
para quemarlo, para tatuarlo. Cada vez que te hago la seña no me
contestás, y la estrella me fríe las piernas, me corre por las
costillas como una tormenta, el mar de los zargazos, esa inexistencia
donde flota el kraken, donde las medusas se acoplan de a miles,
girando lentamente por la noche, en un baño de fósforo y de
plancton.
-¿Y yo tengo la culpa de todo eso?
-Vas a desplazar las hebras -dijo
-. Apenas movés la boca hay dos hebras que se desplazan.
-Bah, las hebras -dijo .
-¿Cómo bah las hebras?
-dijo
-. Me ha llevado media hora de trabajo, estoy lleno de tierra y de
pelusas. No barrés nunca debajo de la cama. Acabo de descubrirlo. Mi
amor es también así, materias sueltas que se juntan y aglutinan y
conglomeran y yuxtaponen. Además yo sudo, cosa que no le ocurre a la
basura.
-Parece como si hubiera dormido cien años
-dijo
-. ¿Cuánto dormí,
?
-Cien años -dijo .
-Es mucho, cien
años.
-Para el que se queda despierto.
-Vos te debés haber aburrido una locura.
-Exactamente -dijo
-. Al dormirte te llevás el mundo, y yo me quedo despierto en una
especie de nada con líneas de fuga. A la larga resulta aburrido.
-Por eso jugás así -dijo
, mirando las hebras.
-Esto no es un juego. Estar
desnudos frente a frente.
-Te lo juro
-dijo -.
Yo creo que no vi la seña.
-La viste
perfectamente.
-Si la hubiera visto la habría
contestado. Prefiero estar despierta con vos.
-Frases
explicatorias nunca amamantaron a las abejas -dijo .
-A lo mejor la vi y no la contesté, pero era por el calor y porque
en el fondo yo hubiera tenido que lavar los platos antes de venir a
acostarme.
-Primero los platos -dijo
-. Un buen lema. Detrás de cuántas puñaladas hay esa razón que
ningún juez aceptaría. Preferís pasar la lengua por los platos
sucios antes que lamerme el pecho como un caracolito industrioso.
Dejando una huella en forma de cuatro o de ocho. Mejor de siete,
número empapado de sacralidad. Pero no, primero lameremos los platos
como decía la reina Victoria. Primero lameremos los platos.
-Pero es que están sucios,
-dijo
-. Hace quince días que no lavamos nada en la cocina. Ya te fijaste
que hoy almorzamos con platos sucios, no se puede seguir así.
-Estás perturbando las hebras -dijo .
-Y si ahora me
hicieras la seña, si ahora mismo vos...
-Ahora no
hace falta -dijo
-. Tengo derecho a lo que me dé la gana. Al fin y al cabo no sos más
que una mosca.
Se oyó un silbido en forma de S.
Entró por la ventana que daba a la calle.
-Es
-dijo
-. Me llama.
-Vestite un poco antes de asomarte
-dijo
-. Siempre te olvidás que estás desnudo.
-Es que
siempre estoy desnudo. Sos vos la que te olvidás de eso.
-Esta bien -dijo
-. Pero por lo menos ponete el pantalón de piyama. ¿Y yo hasta
cuando tengo que quedarme así?
-No sé
-dijo
-. Primero hay que ver lo que quiere .
-Alguna manga,
seguro. Un cigarrillo o los fósforos, esas cosas.
-Es un vicioso, realmente.
-Pero vos lo protegés.
-Si te vas a poner a proteger a la gente normal...
-Es cierto -dijo
-. En el fondo
es un buen muchacho. Oílo como silba. Es increíble la forma en que
puede silbar. A mí se me haría pedazos la boca.
-
es un alquimista -dijo -.
Transforma el aire en una cinta de mercurio. Qué jodido, carajo.
-¿Por qué no te asomás a ver lo que quiere? Fijate que yo no estoy
muy cómoda con estos hilos.
se quedó estudiando en silencio las palabras de
.
-Ya sé -dijo-. Lo que vos querés es que yo te
suelte para irte a lavar los platos sucios.
-Te juro
que no. Me quedo aquí con vos. Si me hacés la seña, te juro
que...
-Puta, reputa, recontraputa -dijo
-. Si te hago la seña, eh. Ahora vení a comprarme con la seña.
¿Qué me importa la seña, si te he poseído como me dio la gana
mientras dormías? Ahora mismo no tengo más que resbalar veinte
centímetros, abriéndome paso como una gaviota en este maravilloso
cordaje negro, esta arboladura de galeón empavesado, y penetrarte de
un solo golpe para que grites, porque siempre gritas si te tomo de
sorpresa. Y lo estás deseando, hace cinco minutos que te huelo y sé
que lo estás deseando, podría entrar en vos como una mano en un
guante usado, tenés el perfecto grado de humedad que aconsejan los
especialistas en cuestiones copulares, especie de holoturia
caliente.
-¿Realmente lo hiciste mientras yo dormía?
-dijo .
-Lo hice de la manera más perfecta, pero eso
no lo comprenderás nunca -dijo
mirando las hebras con un orgullo profundo-. Más allá de la seña,
más allá de tu sucia cocina, y sobre todo más allá de tu bajo
deseo. Quedate quieta, estás alterando las hebras.
-Por favor -dijo
-. Andá a ver que quiere
, y después cerrás las persianas y venís conmigo. Te juro que no
me voy a mover pero apurate.
volvió a estudiar en silencio las palabras de
.
-A lo mejor sí -dijo-. Vos no te muevas. ¿Querés
que te seque un poco con una toalla? Estás sudando como una
marmota.
-Las marmotas no sudan -dijo
.
-Sudan muchísimo -dijo
.
Siempre hablaban de marmotas en el momento en que
se reconciliaban.
-Ahora la cuestión es saber cómo
voy a salir de aquí -dijo
-. Hay tantas hebras que puedo tropezar con una, y cuando se
retrocede no se tiene la misma clarividencia que cuando se avanza. Es
increíble cómo el hombre ha nacido para la frontalidad. De espaldas
no somos nada, che. Como la marcha atrás en auto, el más pintado se
traga un buzón en la primera de cambio. Vos guiame. Primero saco
esta pierna y pongo la rodilla en el borde de la cama.
-Un poco más a la derecha -dijo
.
-Me parece que toco la hebra con el pie
-dijo
, mirando atrás y corrigiendo su movimiento.
-Apenas
la rozaste. Ahora poné la otra rodilla, pero despacio. Estás
hermoso, tan sudado. Y la luz de la ventana te hace como un baño
verde. Parecés podrido, te juro. Nunca te vi tan lindo.
-Dejate de elogios y guiame -dijo
furioso-. ¿Te parece que pongo el pie en el suelo, o mejor voy
resbalando? Lo malo es que me voy a despellejar las canillas, esta
cama tiene un filo terrible.
-Poné primero el pie
derecho -dijo
-. Lo malo es que no alcanzó a ver el piso, cómo querés que te
guíe si tengo que quedarme quieta.
-Ya está
-dijo
-. Ahora me voy agachando despacio y retrocedo centímetro a
centímetro, como en las novelas de
.
-No nombres a ese pájaro maléfico
-dijo
.
Reptando cual caimán de las marismas,
pasó poco a poco bajo las hebras que iban hasta el marco de la
ventana. No volvió a mirar a
, absorto en el estudio de la cornocupia de la cómoda y el problema
de sortear las hebras que iban de la cornocupia a un dedo del pie y
al pelo y las cejas de
. Así pasó la mayoría de las hebras, pero la última la salvó de
un salto. Recién entonces, con la mano en el pestillo de la puerta,
miró a
que parecía dormida. Se daba cuenta de que en vez de haber ido a la
ventana estaba al lado de la puerta, y que desde ahí era fácil
llegar a la cabecera de la cama sin perturbar las hebras. Acercándose
en puntas de pie, empezó a soplarle el pelo. Las hebras se agitaron,
y se oyó el entrechocar de los caireles de la araña.
-Vení -dijo
en voz muy baja.
-Oh no -dijo
, alejándose-. Yo te hice la seña y vos no me contestaste.
-Vení, vení en seguida.
miró hacia la puerta.
respiraba penosamente, como si las hebras negras le estuvieran
succionando la sangre. Se oyó todavía la nota cristalina de un
cairel, y después el silencio de la siesta. Desde la casa de
enfrente vino un silbido terrible, y desde abajo le contestaron con
algo muy parecido a una ventosidad rectal.
-Le han
rajado un pedo espléndido -dijo
-. En realidad se lo merece.
-Por favor vení
-pidió
-. Me hace mal estar así esperándote, siento que me voy a morir,
¿esta noche quién te hace el asado?
abrió los brazos, tomó impulso y saltó sobre la cama, barriendo
las hebras con un aletazo fabuloso. El estrépito de los caireles
coincidió con el golpe de sus pies al tocar el suelo del otro lado
de la cama y con el alarido de
que se apretaba el vientre con las dos manos.
gritaba todavía de dolor cuando le cayó encima apretándola, hundiéndola, mordiéndola y éndola.
"Me duele muchísimo el ombligo", alcanzó a
decir
, pero
no la oía, completamente del otro lado de las palabras. El aire olía
cada vez más a Secotine, y la mosca verde planeaba en torno a la
sacudida araña. Pedazos de hebras negras se retorcían como patas
por todas partes, caían por los bordes de la cama, se entrecruzaban
y rompían con menudos chasquidos.
tenía hebras en la boca, debajo de la nariz, otra se le enroscaba en
el cuello, y
movía casi inconscientemente las manos, mezclando caricias con
manotazos para desprender las hebras que le salían por todos lados.
Y todo eso duraba interminablemente, y la cornocupia estaba en el
suelo rota en tres pedazos, uno más grande y dos casi iguales, como
manda la divina proporción.
Publicado en Revista Iberoamericana, 84-85 (julio-diciembre de 1973), págs. 388-398