jueves, 1 de octubre de 2020

NO SOY OLGA. Un relato de Eugenia Camejo

 


Nueve de la mañana. Estamos en casa, como le digo ahora. Es un departamento piso 13, en pleno centro de La Plata, bien “paquete” como dirían mis vecinas. Antes, casa era en Escobar, de donde soy o era. Y este, en unos años más, no será ya mi hogar. No querré entrar, no tendré valor para dormir acá. Cambiaré mi cama confortable para recostarme en sillones de salas desconocidas. Como la chica de la remera de Greenpeace en la canción de Los Redondos.

Las nueve, decía. Marce y yo somos las únicas mujeres. El resto son los chicos. Ya no recuerdo sus nombres. El rubio propone ¿salimos? Bajamos en el ascensor, nos concentramos en la vereda, fumamos. Ahora caminamos por calle 49 hasta 1. Damos vueltas. Damos vueltas y no hay nadie. Deambulamos y las baldosas se mueven, deambulamos y las vainillas dejan su habitual rectitud para hundirse o flamear como banderas. Es absurdo buscar un bar abierto, es de día. Damos con el pool frente al colegio Nacional. Donde es noche siempre. Entramos, seguimos tomando algo, cervezas supongo.

Tengo veinte años, cabello oscuro, lacio. Me visto mal, me maquillo mal, como peor. Y no me importa nada de eso. El calendario asegura que estamos en octubre de 2001.

Vine a La Plata a los dieciocho, después de haber terminado el colegio secundario privado, católico, apostólico, romano. Había sido estudiosa, pero mi problema eran los curas. El cura: Puchini. Puchini era un lascivo. En las reuniones de padres, le había insinuado a mi madre, Marta, que era una mujer atractiva, había hecho alusión a sus piernas con total impunidad en la cara de todos los cristianos presentes.



Puchini era un lascivo



Mensualmente citaba a Marta para hablar de sus hijos. Bah, de sus hijas: Lucía, mi hermana, y yo. A mi hermano, Juan, ya lo habían echado por romperle la cabeza a un compañero contra el vidrio de la puerta del patio. Aquel era un lugar de rubios con dinero, y el rubio cabeza rota lo había tratado de negro.

Mi problema con el cura no eran las reuniones con mi madre para hablar de nuestro rendimiento. Marta había pasado por situaciones peores. Simular cordialidad en conversaciones con torturadores, por ejemplo. Yo no entiendo cómo el ser humano puede hablar, saludar, dar las gracias a quienes sabe que practicaron sobre otro submarino seco, picana, simulacros de ejecución. Quisiera putearlos, romperles un palo en la cabeza. Marta debía jugar esos absurdos intercambios con asesinos porque su hermano Ernesto estaba en Devoto, y aunque estaba legal, era 1979.



Simular cordialidad en conversaciones con torturadores



Volviendo a mi hermano, si bien él sí le había roto la cabeza a un estudiante, blondo y xenófobo, la principal causa de su expulsión fue otra. Escribir con aerosol todo el frente de la escuela. “Puchini, en la Biblia dice no robarás”. Puchini era regente de la escuela, Puchini hacía las cuotas cada vez más abultadas para nuestros bolsillos flacos de fines de los 90.

Seguramente Juan sentía que eso era un robo. Creí y creo que tenía razón, que eran justas las palabras escritas con aerosol sobre el paredón. Muchos no lo vivían así y lo delataron.

Nosotros comíamos fideos. A veces, con suerte, pollo. Nosotros hacíamos esfuerzos para poder cambiar las mochilas, para comprarnos el uniforme cada año. No había matrícula en escuelas estatales. Lo público era gasto y proliferaban las escuelas privadas.

Juan trabajaba como reparador de PC mientras aprendía programación con un gallego que había conocido intercambiando remeras de fútbol por correo. Un día llegó al local, por encomienda, un CPU sin nombre de su dueño o dueña ni pistas de la avería. En el paquete figuraba la dirección de origen y nada más. En caso de repararla, podrían enviarla de regreso y cobrar el trabajo.

Juan conectó el CPU y lo encendió. Nunca habían visto una máquina tan infectada. Cientos de virus. Miles de virus. Saltaban de ventana en ventana en ventana, saltaban infinitamente, como en un juego de espejos saltaban. Aparecían mujeres y hombres en todas las poses imaginables, en todas las combinaciones posibles que el cuerpo humano permite, en un abanico de edades impactante. Tampoco faltaban máquinas para infringir dolor que podrían figurar en La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik.

¡Coño! A este tío sí que le gusta de todo —saltó el gallego—. Hasta que le den por culo. Vale, Juan, que yo te enseño el trabajo, pero tú la entregas al depravado y te cobras. No quiero tocar ni sus billetes.

Un mes y medio estuvieron sacando casi con pinzas cada pop up, incorporando opciones de privacidad, activando bloqueos. Cuando el trabajo estuvo listo, Juan tuvo que ir a la dirección que figuraba sobre el embalaje y cobrarlo. Necesitaba el dinero. Fue caminando con el CPU envuelto en cartón. Al aproximarse a la calle, se dio cuenta, conocía muy bien esa dirección: era la del Sacré Coeur. Su colegio.

Tocó el timbre de la puerta como todas las veces que llegaba tarde, tocó el timbre de la puerta. Pero esta vez no iba a clases. Iba a entregar esa computadora.

Un segundo, por favor —contestó, desde adentro, una voz de hombre.

Por los ruidos que atravesaban la puerta, parecía buscar las llaves, o vestirse, o buscar las llaves mientras se vestía, o simular que buscaba llaves mientras se vestía.

El hombre que abrió la puerta estaba despeinado, tenía pantuflas rojas y una bata que sostenía con sus manos intentando evitar que asomara su torso desnudo.

¡Dejala ahí! ¿Cuánto es? Ahí…

Juan contestó un precio mucho más alto que el acordado con el gaita. Ese hombre en bata, ese hombre en pantuflas rojas, ese hombre dueño de la computadora que casi naufraga de tanto navegar páginas porno, ese hombre que le decía dejala, dejala ahí, era Puchini.

Nunca supe si en las fotos había niños o niñas. Nunca supe si Juan o el Gaita vieron a Puchini en las fotos. Pero recuerdo que una mañana nos acercamos al Sacré Coeur y vimos que en su paredón decía algo del celibato coronado por un “cortatelá”.



Pero mi odio a Puchini comenzó antes



En una de sus oraciones matinales, Puchini se había lamentado por los crímenes de lesa humanidad durante la dictadura. En nuestra comunidad había repercutido mucho un programa de Grondona. El genocida Etchecolatz dijo en ese programa que el Nunca Más era una falacia. Y remató: “Se manipula la cifra de desaparecidos”. En el mismo programa estaba como invitado Alfredo Bravo, un dirigente socialista, exdetenido. Bravo le gritó al genocida: “Usted es un personaje siniestro”. Después, hizo la enumeración detallada de cada una de las torturas sufridas.

Puchini había sido sacerdote durante el Proceso. Y se sabía que en esos tiempos había marcado personas. Pero esa mañana se tomó las palmas, se las llevó al corazón y pidió “paz para esa gente”. “Esa gente” como él decía, estaba sufriendo porque en Argentina había dos leyes de Obediencia Debida y Punto Final.

La comunidad lo abanderó como el cura por la paz y la reconciliación. Entonces aprovechó la misa del domingo siguiente, y ya con más locuacidad habló de paz, de hermandad, de unidad. El pasquín del pueblo transformó ese acting en nota central. Puchini ascendió en la escala clerical. Lo mandaron a la Basílica de Luján. Allí era como el rey. Antes de que se fuera, promovido y entre loas, la impotencia me invadió el cuerpo, me invadió como los ácidos que pruebo ahora en el pool. La impotencia hierve la sangre, eriza la piel, es LSD. Pateé la puerta del Sacre Coeur y el eco de los golpes recorrió sus pasillos silenciosos. Para mi sorpresa, me atendió, con un tono sereno, componedor, impostado, el señor Puchini. Me invitó a que pasara y, muy tranquilamente, me avisó que me iba a amonestar. Me llevó a su oficina.



La impotencia me invadió el cuerpo, me invadió como los ácidos que pruebo ahora en el pool



Mire, señor —quise explicar algo de lo que sentía. 

Me cortó en seco:

Usted llámeme Padre. 

Me negué rotundamente:

Mi padre está trabajando. —Eso lo enojó.

Como tormento, no me permitió sentarme durante la hora y media que duró su sermón. Mientras, cínicamente, él se acomodaba en su sillón.

Tu problema es que sos anarquista, pobrecita —concluyó.

 No me dejó hablar.

Yo quería gritarle “viejo de mierda, mi familia sufrió en dictadura por la complicidad de esta Iglesia, y vos pedís paz”. También quería recordarle los suplicios de mis abuelos en España con la Iglesia. Yo soy heredera de todo eso.

Yo, antes de ser Olga, llevo el legado de las charlas con mis abuelos.

Mi abuelo Quique me había contado que planearon escapar en una barca. Esa noche, alguien los delató, y debieron resguardarse de las balas del ejército de Francisco Franco. Cada uno hizo lo que pudo, algunos pasaron la noche durmiendo en los árboles, colgados de las ramas. Claro, algunos cansados y dormidos cayeron y murieron por la propia caída o asesinados por la patrulla de Franco que estuvo horas en la costa. La barca la destrozaron esos militares a balazos y patadas, como resuelven casi todo la mayoría de los de su especie. Quique sobrevivió. Se tapó todo de arena, como cuando uno juega en la playa, en los veranos, respirando a través de una pajita por la boca. Fue uno de los pocos que pudo rearmar el barquito luego de la emboscada esa madrugada y llegó a Francia, a un campo de refugiados, muerto de frío y de incertidumbre.



¿Y Puchini me daba clases de moral?



Puchini, soy adolescente, soy rebelde, y tengo razones para odiarte”, pensaba yo descargando la violencia sobre mis mandíbulas.

Antes de nacer en Olga, a los seis años, había visto las marcas en las muñecas y en los tobillos del cuerpo de mi padre. Y él, al percatarse que yo las miraba, me contó que durante la última dictadura, en 1976, en abril, lo habían llevado a un sitio de Prefectura en Zárate, que lo mantuvieron atado a una silla durante un mes con un alambre que se le incrustaba en la piel.

Sí, mi papá cagaba y meaba en esa situación. A veces le traían algo de comer, como comida de perro. Él lo único que pedía era agua. De chica me repetía la importancia de tener agua, que te puede faltar comida, pero una persona alimentada no se va a morir de inanición. Así que le traían baldes de agua para lavarlo y de paso él abría la boca como un pez para tragar algo.

Sabe que estuvo en algún sitio en Prefectura porque siendo zarateño conocía los sonidos de la costanera. Dos imágenes quedaron en mi cabeza: mi padre atado a una silla pidiendo agua para sobrevivir y los milicos ofreciéndole la ayuda de un padre, de un sacerdote católico apostólico y romano. No puedo ser menos que atea y terrenal. Creo que acá, en nuestros cuerpos, en tiempo y espacio, se dirime lo que somos, en lo que hacemos día a día.

Luego de firmar diecisiete amonestaciones por los portazos y desacato, antes de cerrar la puerta de la ampulosa oficina del cura, se abrió mi garganta y pude hablar. Si bien me dolían las piernas de estar de pie tanto tiempo, con toda
 entereza le dije:

Gracias por llamarme anarquista, señor.

 Y me retiré incólume.

¿Qué hacía yo en un colegio de curas? Las respuestas deben ser muchas. Pero la que me dieron mis padres al terminar la primaria en una escuela pública fue: “Queremos que ustedes decidan por sí mismos si quieren ser católicos o no”.

¿Por qué? ¿Para qué? ¿No bastaban sus experiencias para evitarnos eso? Evidentemente, la presión social pudo más. Imagínense la presión social como una bolsa. En ella hay una abuela que teje durante horas en cada iglesia, catedral, o templo católico que encuentre, portarretratos y cuadros colgados en el consultorio de mi papá de gente llena de cadenitas con cruces o rosarios en la entrega de diplomas de medicina, cenas familiares o protocolares de algún congreso, un tío que quiere que sus sobrinos vayan a un colegio de
monjas, y caras, muchas caras que aparecen como fantasmas que dicen: “Doctor, sus hijos deben ir a un buen colegio de curas el nene y de monjas las nenas”, “Señora, ¿usted no bautizó a los niños?”, “Los hijos de un doctor deben recibir orientación religiosa”, “La gente de bien va a la iglesia”.

Esas caras fantasmales, que son rumores, chismes de pueblo, habladurías y prejuicios de familiares directos y lejanos, pudieron más que las experiencias propias. Que haber atravesado el infierno de torturas y el cinismo de los milicos de ofrecer ayuda espiritual y la desagradable sorpresa que se llevó mi madre a los 10 años. Ella estaba preparándose para recibir la comunión. Un día fue a llevar las hostias al cuartucho donde guardaban eso, las velas y todos los elementos de misa, y encontró al cura cogiendo. Ya es una anécdota, desagradable a la edad que tenía ella entonces. Todo esto era suficiente para decirles a los espectros opinólogos guardianes de la moral: “No, nuestros hijos serán ateos”. Y hubiera sido nuestra redención.



Estamos en el pool donde siempre es de noche. Tengo veinte años, estoy con compañeros de arquitectura en 2001. Drogados y borrachos hablábamos de las ganas de recibirnos, de trabajar, de independizarnos y de viajar. Pero conocíamos las historias de al menos cinco taxistas, en La Plata, que eran arquitectos.

No hay trabajo. Y si no hay trabajo no hay para qué. Todo nuestro mundo se desmoronaba, porque la arquitectura, sus fundamentos, y todas sus bases epistemológicas estaban cayendo. Solo se levantaba un gigante monstruoso llamado Building Tower.

Ya nos habíamos lamentado bastante. En silencio volvimos a “casa”. Tirábamos unos colchones y dormíamos como una masa de jóvenes tratando de hacerse uno para combatir el desamparo.

Así vivíamos juntos, en la casa de los chicos, la casa de Marce y la mía. Entre entregas de arquitectura, charlas, marihuana y cervezas. Olga nació una mañana de diciembre de 2001, cuando recibió el llamado de un compañero que me dijo “explota todo, boluda”. A la tarde salimos a la calle. Me tapé la cara con un pañuelo. Grité, canté, la consigna era “que se vayan todos”. Llegaron la bonaerense y la montada. Corrimos. Yo me caí.



Los policías me golpearon hasta que vieron un objetivo mejor para reventar a palos.



Llegué a mi casa con un dolor inmenso. Más que los moretones que brotaban por mi cuerpo, tan azules como mis victimarios, en el alma. “Este país se va a la mierda” pensé.

A la mañana siguiente, soñó el teléfono era mi madre, me contaba que estaba disfrutando del mar y que diciembre en Mar del Plata estaba hermoso. Cortó su monólogo expresando su ansiedad por que estuviéramos allí con mis hermanos. Olga le cortó el teléfono con bronca:

Se está yendo todo a la mierda, mamá.

Olga y yo éramos dualidades y éramos yo misma. Olga se atrevía y yo no. Sabía que tenía que dejar la carrera de arquitectura porque ya no me importaba. Los chicos estaban dispersos, buscando laburo. Marce siguió sola estudiando, muy lentamente, y se consiguió un trabajo de moza en un bar. Yo sufría, me alcoholizaba y dormía todo el día. Olga fue más fuerte, ella tomó la decisión de enfrentar a mis padres y el nuevo mundo del abismo total, sin carrera, sin trabajo.

El tiempo se volvió un chicle, a veces difuso, concentrado a veces, disperso: 2001 o 2002 o 2003. Estando todavía en mi casa recibí el llamado de mi madre, que monologó como de costumbre, hasta que comentó, afligida:

Hija, estoy prendiendo una vela por Axel.

Estaban ahora con el tema de Blumberg. Olga cortó.



Yo nunca quise ser Olga. Ella se gestó y nació sola, nació del odio contenido.



Luego de que Olga dejara arquitectura, yo me destruía cayendo en la incertidumbre, caminando por el centro, perdiendo el tiempo. Mi casa, la que yo llamaba “mi casa”, terminó por convertirse en un centro de reuniones sociales perpetrado por Juan. Putas, dealers, universitarios y universitarias snob que venían a drogarse o emborracharse. Recuerdo que quise poner las llaves y no había puerta. Las putas se paseaban por la cocina fumando con gestos sensuales, apoyaban sus cuerpos voluptuosos en algún comensal ingenuo.

Yo estaba cansada, de caminar, de la nada. Quise ir a dormir, pero ese día, en mi habitación, en la que había sido mi cama, encontré cuerpos desconocidos. No había espacio para mí.

Olga tomó el teléfono y llamó a un exnovio mío. Me tomé un colectivo a cualquier hora, fui a su casa. No me preguntó nada él, me ofreció un colchón. Al día siguiente fui a lo de una compañera que tenía una entrega y me quedé ayudándola con el Autocad hasta que no di más. Caí rendida en un sillón, sin sábanas, sin frazadas, sentía que era el paraíso y percibía redención.

Durante un año dormí en departamentos de amigas y amigos, y de vez en cuando volvía a esa casa que había sido mía. Un día al volver me enteré que mi hermano, Juan, estaba detenido por tenencia de droga. Algunos amigos de él, me mostraron recortes del diario local que titulaban “Caen dos cabecillas”.

Me reí tanto.

Cuando dejé de reírme, imaginé a mis padres.

Olga pidió plata para viajar a San Fernando. Cuando llegamos, ella les contó todo y mostró los diarios. Yo no pude.

Mi padre contestó:

Hoy, cuando termine de trabajar, voy a La Plata.

Mi madre gritó:

Tu hijo está preso. ¿No te parece urgente eso?

Fuimos a verlo. Incluso nos acompañó Lucía, mi hermana, la brillante, la que solo tenía problemas amorosos. Mis padres buscaron un abogado. La familia se desmoronó en meses. Se necesitaba dinero, se necesitaba templanza, y se necesitaba afecto.



No teníamos nada de eso, nos emanaba violencia.



Olga y yo estábamos sin futuro, sin carrera y nuestro hermano detenido. Ella tenía ya unos 22 o 23. No era solo ella y su familia de “delincuentes”, como dicen los diarios, nadie tenía futuro.

Me cansé de dormir en colchones, de caminar por las tardes, y me fui a vivir con mis padres. Vi por primera vez cómo mi padre golpeaba a mi madre culpándola. Oí cuando le decía:

Si pago el abogado, por lo menos teneme la comida lista cuando llego.

Quería gritar.

Al tiempo que liberaron a mi hermano, detuvieron a mi padre por golpear a mi madre. Olga me mantenía viva. Ya había visto a mi hermano entre rejas hacinado. Ya me habían hecho abrir las piernas y agacharme para ver si no ingresaba objetos al penal. Ya les había mostrado las tetas a media policía bonaerense femenina y también a hombres. Mi cuerpo era un objeto más. Me dejé ver, observar, tocar, revisar o requisar. Otra vez iba a pasar por lo mismo. Ahora a causa de mi progenitor.

Olga, fiel compañera, Olga-yo estaba entera, miraba a todos a los ojos: a los del servicio penitenciario, a los policías y a los presos. Yo era un edificio en ruinas, temblaba por dentro.

Vi a mi madre golpeada, con los ojos llenos de sangre coagulada, y la abracé fuerte. Me rechazó, y me dijo:

Me voy a quedar con todo, lo voy a dejar en la calle.

Olga me sostuvo cuando desde alguna terraza vi la calle, abajo, tentadora como un almohadón de plumas.

Empezó a haber trabajo. No solo para mí. Trabajo para Juan, trabajo para Lucía, y Marce quería terminar rápido la carrera porque había futuro. Yo comencé una carrera, comencé a trabajar, comencé a militar en distintas agrupaciones siguiéndola a Olga. Aprendí a hablar con Olga, a no avergonzarme por mi vida y mis decisiones.



Pero yo no soy Olga. Me cuesta decirlo, porque soy frágil, porque lloro, porque soy inútil. 



Soy insegura, ella no. Quisiera ser ella. No lo soy, pero aprendí de ella.

Antes de irse, Olga me dejó un tatuaje con alas en la espalda. Para que sepa. Que volar no es tirarse de una terraza. Que volar no es tratar de escaparse. Que volar es, para los humanos, sentirnos libres. No algo ajeno, la libertad, algo propio, pero no individual. Romper, romper cadenas, romper con todo lo que no queremos. No es fácil. El enemigo es pesado burócrata poderoso. No importa si existe certeza de ganar. La certidumbre debe estar en las convicciones por las cuales se pelea. Yo a ella la recordé un año después de su partida, siempre lenta, siempre indecisa, yo. Le dejé otro tatuaje en el brazo. Creo que la representa. Es una flecha casi indígena, con estelas de fuego. Me recuerda que aún en el peor de los momentos hay que dar batalla.


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