Los
libros hermosos están escritos
en una especie de lengua
extranjera.
PROUST, Contre
Sainte–Beueve
Escribir indudablemente no es
imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura
se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e
hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado,
siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida.
Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo
vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se
deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula
hasta devenir–imperceptible. Estos devenires se eslabonan unos con
otros de acuerdo con una sucesión particular, como en una novela de
Le Clézio, o bien coexisten a todos los niveles, de acuerdo con unas
puertas, unos umbrales y zonas que componen el universo entero, como
en la obra magna de Lovecraft. El devenir no funciona en el otro
sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se presenta
como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a
cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen
siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia
formalización. La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna
razón mejor para escribir? Incluso cuando es una mujer la que
deviene, ésta posee un devenir–mujer, y este devenir nada tiene
que ver con un estado que ella podría reivindicar. Devenir no es
alcanzar una forma (identificación, imitación, Mimesis), sino
encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de
indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de una mujer, de
un animal o de una molécula: no imprecisos ni generales, sino
imprevistos, no preexistentes, tanto menos determinados en una forma
cuanto que se singularizan en una población. Cabe instaurar una zona
de vecindad con cualquier cosa a condición de crear los medios
literarios para ello, como con el áster según André Dhôtel. Entre
los sexos, los géneros o los reinos, algo pasa. El
devenir siempre está «entre»: mujer entre las mujeres, o animal
entre otros animales. Pero el artículo indefinido sólo surge si el
término que hace devenir resulta en sí mismo privado de los
caracteres formales que hacen decir el, la («el animal aquí
presente»...). Cuando Le Clézio deviene–indio, es siempre un
indio inacabado, que no sabe «cultivar el maíz ni tallar una
piragua»: más que adquirir unos caracteres formales, entra en una
zona de vecindad. De igual modo, según Kafka, el campeón
de natación que no sabía nadar. Toda escritura comporta un
atletismo. Pero, en vez de reconciliar la literatura con el deporte,
o de convertir la literatura en un juego olímpico, este atletismo se
ejerce en la huida y la defección orgánicas: un deportista en la
cama, decía Michaux. Se deviene tanto más animal cuanto que el
animal muere; y, contrariamente a un prejuicio espiritualista, el
animal sabe morir y tiene el sentimiento o el presentimiento
correspondiente. La literatura empieza con la muerte del puerco
espín, según Lawrence, o la muerte del topo, según Kafka:
«nuestras pobres patitas rojas extendidas en un gesto de tierna
compasión». Se escribe para los terneros que mueren, decía
Moritz. La lengua ha de esforzarse en alcanzar caminos
indirectos femeninos, animales, moleculares, y todo camino indirecto
es un devenir mortal. No hay líneas rectas, ni en las cosas ni en el
lenguaje. La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en
cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las
cosas.
Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los
amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede lo
mismo cuando se peca por exceso de realidad, o de imaginación: en
ambos casos, el eterno papá y mamá, estructura edípica, se
proyecta en lo real o se introyecta en lo imaginario. Es el padre lo
que se va a buscar al final del viaje, como dentro del sueño, en una
concepción infantil de la literatura. Se escribe para el propio
padre–madre. Marthe Robert ha llevado hasta sus últimas
consecuencias esta infantilización, esta psicoanalización de la
literatura, al no dejar al novelista más alternativa que la de
Bastardo o de Criatura abandonada. Ni el propio devenir–animal está
a salvo de una reducción edípica, del tipo «mi gato, mi perro».
Como dice Lawrence, «si soy una jirafa, y los ingleses corrientes
que escriben sobre mí son perritos cariñosos y bien enseñados, a
eso se reduce todo, los animales son diferentes... ustedes detestan
instintivamente al animal que yo soy». Por regla general,
las fantasías de la imaginación suelen tratar lo indefinido
únicamente como el disfraz de un pronombre personal o de un
posesivo: «están pegando a un niño» se transforma enseguida en
«mi padre me ha pegado». Pero la literatura sigue el camino
inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las personas
aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una
generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada: un
hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño... Las dos
primeras personas no sirven de condición para la enunciación
literaria; la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro
interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo
(lo «neutro» de Blanchot). Indudablemente, los
personajes literarios están perfectamente individualizados, y no son
imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los
elevan a una visión que los arrastran a un indefinido en tanto que
devenir demasiado poderoso para ellos: Ahab y la visión de Moby
Dick. El Avaro no es en modo alguno un tipo, sino que, a la inversa,
sus rasgos individuales (amar a una joven, etc.) le hacen acceder a
una visión, ve el oro, de tal forma que empieza a huir por una línea
mágica donde va adquiriendo la potencia de lo indefinido: un
avaro..., algo de oro, más oro... No hay literatura sin tabulación,
pero, como acertó a descubrir Bergson, la tabulación, la función
fabuladora, no consiste en imaginar ni en proyectar un mí mismo. Más
bien alcanza esas visiones, se eleva hasta estos devenires o
potencias.
No se escribe con las propias neurosis. La
neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los
que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado.
La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso, como en el
«caso de Nietzsche». Igualmente, el escritor como tal no está
enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del
mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad
se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como
una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una
salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que
con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita
producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes
para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión
le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud
de hierro y dominante haría imposibles. De lo que ha
visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los
tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida
allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los
organismos y los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta
donde llegara, dando fe hasta el final de una nueva visión a la cual
se va abriendo al pasar.
La salud como literatura, como
escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la
función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los
recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o
el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo
sus traiciones y renuncias. La literatura norteamericana tiene ese
poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus
propios recuerdos, pero como los de un pueblo universal compuesto por
los emigrantes de todos los países. Thomas Wolfe «plasma por
escrito toda América en tanto en cuanto ésta pueda caber en la
experiencia de un único hombre». Precisamente, no es un
pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente
menor, presa de un devenir–revolucionario. Tal vez sólo exista en
los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en
perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el que bastardo ya
no designa un estado familiar, sino el proceso o la deriva de las
razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre. Es el
devenir del escritor. Kafka para Centroeuropa, Melville para América
del Norte presentan la literatura como la enunciación colectiva de
un pueblo menor, o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran
su expresión en y a través del escritor. Pese a que
siempre remite a agentes singulares, la literatura es disposición
colectiva de enunciación. La literatura es delirio, pero el delirio
no es asunto del padre– madre: no hay delirio que no pase por los
pueblos, las razas y las tribus, y que no asedie a la historia
universal. Todo delirio es histórico–mundial, «desplazamiento de
razas y de continentes». La literatura es delirio, y en este sentido
vive su destino entre dos polos del delirio. El delirio es una
enfermedad, la enfermedad por antonomasia, cada vez que erige una
raza supuestamente pura y dominante. Pero es el modelo de salud
cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo
las dominaciones, que resiste a todo lo que la aplasta o la
aprisiona, y se perfila en la literatura como proceso. Una vez más
así, un estado enfermizo corre el peligro de interrumpir el proceso
o devenir; y nos encontramos con la misma ambigüedad que en el caso
de la salud y el atletismo, el peligro constante de que un delirio de
dominación se mezcle con el delirio bastardo, y acabe arrastrando a
la literatura hacia un fascismo larvado, la enfermedad contra la que
está luchando, aun a costa de diagnosticarla dentro de sí misma y
de luchar contra sí misma. Objetivo último de la literatura: poner
de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta
invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir
por ese pueblo que falta («por» significa menos «en lugar de» que
«con la intención de»).
Lo que hace la literatura en la
lengua es más manifiesto: como dice Proust, traza en ella
precisamente una especie de lengua extranjera, que no es otra lengua,
ni un habla regional recuperada, sino un devenir–otro de la lengua,
una disminución de esa lengua mayor, un delirio que se impone, una
línea mágica que escapa del sistema dominante. Kafka pone en boca
del campeón de natación: hablo la misma lengua que usted, y no
obstante no comprendo ni una palabra de lo que está usted diciendo.
Creación sintáctica, estilo, así es ese devenir de la lengua: no
hay creación de palabras, no hay neologismos que valgan al margen de
los efectos de sintaxis dentro de los cuales se desarrollan. Así, la
literatura presenta ya dos aspectos, en la medida en que lleva a cabo
una descomposición o una destrucción de la lengua materna, pero
también la invención de una nueva lengua dentro de la lengua
mediante la creación de sintaxis. «La única manera de defender la
lengua es atacarla... Cada escritor está obligado a hacerse su
propia lengua...» Diríase que la lengua es presa de un
delirio que la obliga precisamente a salir de sus propios surcos. En
cuanto al tercer aspecto, deriva de que una lengua extranjera no
puede labrarse en la lengua misma sin que todo el lenguaje a su vez
bascule, se encuentre llevado al límite, a un afuera o a un envés
consistente en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna
lengua. Estas visiones no son fantasías, sino auténticas ideas que
el escritor ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las
desviaciones de lenguaje. No son interrupciones del proceso, sino su
lado externo. El escritor como vidente y oyente, meta de la
literatura: el paso de la vida al lenguaje es lo que constituye las
Ideas.
Estos son los tres aspectos que perpetuamente están en
movimiento en Artaud: la omisión de letras en la descomposición del
lenguaje materno (R, T...); su recuperación en una sintaxis nueva o
unos nombres nuevos con proyección sintáctica, creadores de una
lengua («eTReTé»); las palabras–soplos por último, límite
asintáctico hacia el que tiende todo el lenguaje. Y Céline, no
podemos evitar decirlo, por muy sumario que nos parezca: el Viaje o
la descomposición de la lengua materna; Muerte a crédito y la nueva
sintaxis como lengua dentro de la lengua; Guignol's Bandy las
exclamaciones suspendidas como límite del lenguaje, visiones y
sonoridades explosivas. Para escribir, tal vez haga falta que la
lengua materna sea odiosa, pero de tal modo que una creación
sintáctica trace en ella una especie de lengua extranjera, y que el
lenguaje en su totalidad revele su aspecto externo, más allá de la
sintaxis. Sucede a veces que se felicita a un escritor, pero él sabe
perfectamente que anda muy lejos de haber alcanzado el límite que se
había propuesto y que incesantemente se zafa, lejos aún de haber
concluido su devenir. Escribir también es devenir otra cosa que
escritor. A aquellos que le preguntan en qué consiste la escritura,
Virginia Woolf responde: ¿Quién habla de escribir? El escritor no,
lo que le preocupa a él es otra cosa.
Si consideramos estos
criterios, vemos que, entre aquellos que hacen libros con
pretensiones literarias, incluso entre los locos, muy pocos pueden
llamarse escritores.