Nació en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires. Es poeta, docente y Técnica Superior en Coreografía e Interpretación de Tango. Ha publicado “Soñar con agua” - Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, República Argentina 2012-, “Los días del Buitre (La mariposa y la iguana, 2018)” y “Los hijos de la jauría”.
La hora del ángel
A Cristina Landa
Ruptura de un orden
Una mujer escarba con las manos
quita la mala hierba
como quien pone a salvo
de la peste un vaso de agua del océano.
Ahora se endereza y aparta un mechón de la frente,
se estira el delantal.
En el extremo opuesto del jardín
un gato se acicala
sobre la sombra de los lirios.
Casi no hay luz
y esa morosidad del movimiento
filtrada por una veladura azul
de última hora de la tarde,
necesita otra forma de ser dicha.
Yo me imagino que el espesor del aire
viene de otro lugar
como una escena antigua
dibujada en un lienzo.
Cuidado, jardinera,
una paloma va a estrellarse
contra los altos cielos de tu casa
y en cuestión de segundos
el estallido
te sacará de sabe dios
qué pensamientos.
La presa
El gato acaba de llevarse
a la paloma entre los dientes.
Su amor de carne blanca se irá saciando
a medida que horade
la seda de la pluma que envuelve el corazón.
Nosotras, la jardinera y yo,
sólo atinamos a gritar
antes de hacer el ademán inverosímil
de disuadirlo
con esa lentitud de las estatuas
postradas en el sueño.
Volvamos al principio,
la mujer y su gato, cada uno en lo suyo. Ella
que se retira el pelo de la cara,
mi ojo atrás del ventanal
va del gato que se lame
al gesto de la mano sucia de barro.
¿Qué fue primero,
el estallido del pecho contra la trampa de los vidrios,
la confianza del pájaro sesgada por la luz
de la hora del ángel
que desdibuja los contornos?
Querida, en el mínimo cielo de tu patio
pasan las mismas cosas
que en el vasto universo,
sólo que la distancia
mitiga las secuelas de la ferocidad.
Los hijos de la jauría
Otra vez han venido a dormir
bajo el alero frente a la ventana.
Desde adentro espiamos,
a veces nos reímos de cosas que no sabemos explicar,
genuinamente nos reímos
como haciendo de cuenta que hay un incendio
pero en alguna parte vieja de la casa
que se desploma y carga el aire de una arena
que no termina de matar.
Entonces barremos los escombros
nos achicamos
llevamos inventario de lo que va quedando en pie.
Los animales afuera
se arriman entre ellos cuando se hace de noche:
esa facilidad para enroscarse y contagiar
la idea de un cuerpo duro plegado sobre sí.
Estos no son de acá, no son como el perdido
que esperaba a su dueño
y le mojaba de baba la camisa.
Estos no temen nada,
toman la calle como propia y de día se van.
Siempre hay algún vecino
que arrima un plato con las sobras de anoche;
será por eso que vuelven al tinglado
o por si llueve.
Tampoco hay que ser perro para reconocer
por el olor los días que se vienen, algunos
ya van sobre los huesos,
se refriegan los lomos
hasta que sangra o deja de picar.
Yo me traería uno, le pegaría un baño,
que se quedara sentadito en el porch
mirando a los de enfrente
con el pescuezo un poco erguido
y rascara la puerta para entrar a dormir.
Ahora seguro están haciendo tiempo
en el semáforo,
donde los autos se detienen con las puertas trabadas
y ellos aspirarán profundo el aire
o lo que tengan a mano, volverán
al alero cuando no quede nada
por morder
por perder
lo primero que pase.
Horda
Aún no ha amanecido y
afuera hay una seda grave
que virará al balancearse las copas de los fresnos,
sólo para que el ojo entienda el equilibrio
de lo que está ocurriendo
cuando da la impresión de que no pasa nada.
Después, con la gata durmiendo sobre el hule,
la casa detenida en el pulso de las teclas,
hay algo que desafina lejos
como un golpe asestado en el tímpano de otro.
Sin embargo
en la luna menguante que me quedé mirando anoche
a través de la copa medio llena de vino,
no se ve nada que haga prever un desenlace,
cuando los que han perdido todo caigan
sin avisar,
pidan permiso y guarden
una ración de nuestras vísceras
para saciar la hambruna de los niños
de la jauría.
(de Los hijos de la jauría, 2020)
Hasta que aclare
Aquí el festejo es resistir,
que la mañana suba como antes
sobre el anillo de fuego en la cocina.
En un ojo el festejo,
el brindis en la mesa, la comida caliente,
en el otro el amor,
una estampita o algo desesperado en qué creer.
Me digo: un pueblo que
no entiende de qué color se pinta el traje el lobo
es un cordero terminal.
La letra entrará tarde con sangre;
lástima o coincidencia,
siempre se pierde pie de este lado del mundo.
Yo me pongo zapatos
de bailar para la fiesta y
flores de batalla que bajan por el pelo
a los puños
al ruedo de la enagua.
Corderos
Todos los días me despierto pensando
en escribir sencillamente,
como quien pone a hervir una manzana
en un una ollita,
un poema que explique qué está pasando afuera.
Me digo: la poesía no está
obligada a esclarecer
por qué se muere de un invierno tan lento
en una tierra de lombrices
profundas ni a consentir la idea
de que puertas adentro estamos bien.
El aire se está volviendo irrespirable
aunque pronto lo entibie el cambio de estación
y falta un tiempo difícil de medir
para entender si se espera de nosotros
una prueba de amor
que exige ofrecerse a los lobos
por el cuello.
(de Los días del buitre, 2018)