jueves, 8 de octubre de 2020

POEMAS DE ESTELA ZANLUNGO

 


Nació en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires. Es poeta, docente y Técnica Superior en Coreografía e Interpretación de Tango. Ha publicado “Soñar con agua” - Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes, República Argentina 2012-, “Los días del Buitre (La mariposa y la iguana, 2018)” y “Los hijos de la jauría”.



La hora del ángel

A Cristina Landa

Ruptura de un orden

Una mujer escarba con las manos

quita la mala hierba

como quien pone a salvo

de la peste un vaso de agua del océano.

Ahora se endereza y aparta un mechón de la frente,

se estira el delantal.


En el extremo opuesto del jardín

un gato se acicala

sobre la sombra de los lirios.


Casi no hay luz

y esa morosidad del movimiento

filtrada por una veladura azul

de última hora de la tarde,

necesita otra forma de ser dicha.


Yo me imagino que el espesor del aire

viene de otro lugar

como una escena antigua

dibujada en un lienzo.


Cuidado, jardinera,

una paloma va a estrellarse

contra los altos cielos de tu casa

y en cuestión de segundos

el estallido

te sacará de sabe dios

qué pensamientos.



La presa


El gato acaba de llevarse

a la paloma entre los dientes.


Su amor de carne blanca se irá saciando

a medida que horade

la seda de la pluma que envuelve el corazón.


Nosotras, la jardinera y yo,

sólo atinamos a gritar

antes de hacer el ademán inverosímil

de disuadirlo

con esa lentitud de las estatuas

postradas en el sueño.


Volvamos al principio,

la mujer y su gato, cada uno en lo suyo. Ella

que se retira el pelo de la cara,

mi ojo atrás del ventanal

va del gato que se lame

al gesto de la mano sucia de barro.


¿Qué fue primero,

el estallido del pecho contra la trampa de los vidrios,

la confianza del pájaro sesgada por la luz

de la hora del ángel

que desdibuja los contornos?


Querida, en el mínimo cielo de tu patio

pasan las mismas cosas

que en el vasto universo,

sólo que la distancia

mitiga las secuelas de la ferocidad.




Los hijos de la jauría


Otra vez han venido a dormir

bajo el alero frente a la ventana.


Desde adentro espiamos,

a veces nos reímos de cosas que no sabemos explicar,

genuinamente nos reímos

como haciendo de cuenta que hay un incendio

pero en alguna parte vieja de la casa

que se desploma y carga el aire de una arena

que no termina de matar.


Entonces barremos los escombros

nos achicamos

llevamos inventario de lo que va quedando en pie.

Los animales afuera

se arriman entre ellos cuando se hace de noche:

esa facilidad para enroscarse y contagiar

la idea de un cuerpo duro plegado sobre sí.


Estos no son de acá, no son como el perdido

que esperaba a su dueño

y le mojaba de baba la camisa.

Estos no temen nada,

toman la calle como propia y de día se van.

Siempre hay algún vecino

que arrima un plato con las sobras de anoche;

será por eso que vuelven al tinglado

o por si llueve.


Tampoco hay que ser perro para reconocer

por el olor los días que se vienen, algunos

ya van sobre los huesos,

se refriegan los lomos

hasta que sangra o deja de picar.


Yo me traería uno, le pegaría un baño,

que se quedara sentadito en el porch

mirando a los de enfrente

con el pescuezo un poco erguido

y rascara la puerta para entrar a dormir.


Ahora seguro están haciendo tiempo

en el semáforo,

donde los autos se detienen con las puertas trabadas

y ellos aspirarán profundo el aire

o lo que tengan a mano, volverán

al alero cuando no quede nada

por morder

por perder

lo primero que pase.


Horda


Aún no ha amanecido y

afuera hay una seda grave

que virará al balancearse las copas de los fresnos,

sólo para que el ojo entienda el equilibrio

de lo que está ocurriendo

cuando da la impresión de que no pasa nada.


Después, con la gata durmiendo sobre el hule,

la casa detenida en el pulso de las teclas,

hay algo que desafina lejos

como un golpe asestado en el tímpano de otro.


Sin embargo

en la luna menguante que me quedé mirando anoche

a través de la copa medio llena de vino,

no se ve nada que haga prever un desenlace,

cuando los que han perdido todo caigan

sin avisar,

pidan permiso y guarden

una ración de nuestras vísceras

para saciar la hambruna de los niños

de la jauría.


(de Los hijos de la jauría, 2020)


Hasta que aclare


Aquí el festejo es resistir,

que la mañana suba como antes

sobre el anillo de fuego en la cocina.


En un ojo el festejo,

el brindis en la mesa, la comida caliente,

en el otro el amor,

una estampita o algo desesperado en qué creer.


Me digo: un pueblo que

no entiende de qué color se pinta el traje el lobo

es un cordero terminal.

La letra entrará tarde con sangre;

lástima o coincidencia,

siempre se pierde pie de este lado del mundo.


Yo me pongo zapatos

de bailar para la fiesta y

flores de batalla que bajan por el pelo

a los puños

al ruedo de la enagua.


Corderos


Todos los días me despierto pensando

en escribir sencillamente,

como quien pone a hervir una manzana

en un una ollita,

un poema que explique qué está pasando afuera.


Me digo: la poesía no está

obligada a esclarecer

por qué se muere de un invierno tan lento

en una tierra de lombrices

profundas ni a consentir la idea

de que puertas adentro estamos bien.


El aire se está volviendo irrespirable

aunque pronto lo entibie el cambio de estación

y falta un tiempo difícil de medir

para entender si se espera de nosotros

una prueba de amor

que exige ofrecerse a los lobos

por el cuello.


(de Los días del buitre, 2018)


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