lunes, 12 de octubre de 2020

RODOLFO BRACELI. Perdonen la ternura.

 




El 12 de octubre de 1940 Rodolfo Braceli descubrió la vida. Y en eso sigue estando. Es un poeta convicto y confeso. Poeta no sólo porque escribe poemas sino, fundamentalmente, porque vive en estado de poesía.

Tiene más de cuarenta libros publicados y cerca de veinte libros inéditos. Poemas, obras de teatro, las biografías de Mercedes Sosa y Julio Bocca. El arco de sus intereses, es un inacabable arco iris.

Todo empezó en Luján de Cuyo, allí empezó su infancia. Una infancia que ya lleva 80 años. Allí, en Mendoza, vio el baile incestuoso del pájaro y la luz, el vino prometido en los racimos, la inquietante bravura del río, la canción de la acequias.

Es poeta porque descubrió que “poesía es el abismo que hay entre palabra y palabra”. Un marinero que emborrachó la brújula para salir a navegar. El que camina sobre la ceniza triste de la madrugada después de haberse cortado las venas con un rayo de luna. Es poeta “porque cuando mira se desmantela. Poeta porque hasta escucha con la mirada”. Es poeta porque puede nombrar lo que no puede nombrarse con palabras sin piel y sin sangre. Consanguíneo de todo lo que vuela, de todo lo que canta, de todo lo que nace. Unido por el ombligo a todos los que sueñan un mundo otro. Se mira en el agua rota de un charco y descubre que todos somos pedazos que durante toda la vida buscamos reunir, inútilmente, porque la última pieza la tiene la muerte.

Su primer libro de poemas “Pautas eneras”, fue publicado en 1962, fue prohibido y ordenado quemar por el gobierno de Mendoza. Cuando la hoguera se apagó, un imprentero anarquista, señalando las cenizas, le dijo: “Pibe, ni se te ocurra tener miedo y dejar de escribir”. Desde entonces, aprendió mucho: a escuchar la conversación de los cuerpos que se muerden en el amor; a oficiar una misa humana de preguntas aterradas, por los que hacen el amor y el pan y los hijos con el mismo sudor. Encontró en el interior de una botella el testamento del último padre que hubo en la Tierra. Escribió una plegaria furiosa a las Madres y Abuelas de Playa de Mayo, que dejaron al miedo “sin uñas sin dientes sin aliento”. A Violeta Parra la hizo doblegar la sombra y los pañuelos y la resucitó violentamente entre guitarras para que mordiera la fruta sin pelar de los sueños. A Lorca lo hizo volver a su Granada para que escribiera el nombre del amor en el suelo y con pequeños tambores incesantes poner loca la noche de la ciudad. Y como gran resucitador que es, Rodolfo Braceli también nos trajo de regreso a Armando Tejada Gómez, con sus pómulos de huarpe y su barba telar y encanecida, para que el sol le hiciera una sombra nueva.

Su formación periodística la hizo en la redacción del diario mendocino “Los Andes”, a la sombra de Antonio Di Benedetto, continuándola en distintos medios de Buenos Aires, ciudad donde se radicó en 1970.

Es un curioso impenitente que camina por el envés de todas las cosas, que sabe que lo importante de lo que vemos es lo que no vemos. Ve figuras que se transfiguran, formas que se transforman; todo crece y se multiplica cuando lo mira.

Todo entrevistador es un cerrajero, tiene que dar con la llave que sólo puede abrir esa puerta. Y Braceli siempre tiene la llave precisa en el bolsillo. A eso, algunos, lo llaman oficio. Prefiero llamarlo arte. No es un hombre que sociabilice con facilidad, más bien tiene que vadear un abismo de timidez para comenzar una conversación. Es un tímido esencial. Pero una decisión misteriosa lo lleva irresistiblemente a querer saber siempre del otro, y con una fuerza de voluntad de cíclope que increíblemente cabe en su cuerpo esmirriado, se lanza a hacer preguntas, como si a eso hubiera venido al mundo. Y no va la entrevista con la boca para preguntar y la oreja para escuchar; sabe que si una entrevista no se hace con los cinco sentidos, no tiene sentido. Va con los cinco sentidos y un sexto también: el sentido poético. Por eso es capaz de advertir el crujido secreto de raíces que sucede dentro de alguien al que se lo confronta con lo más verdadero de sí. Hace recuperar al entrevistado los olores primordiales de su infancia, revivir momentos de insoportable vergüenza, o asomarse a la incalculable muerte. Siempre encuentra la punta del hilo que desmadeja las excusas, los automatismos, los lugares comunes. Toca lo inasible del otro. Revela al personaje oscuro y latente que alienta en el interior del entrevistado. Y tiene la humildad suficiente de saber que las mejores entrevistas se hacen con ayuda: la del prodigioso azar. Los climas que crea el sabio azar de la conversación. La poesía siempre está presente en sus entrevistas, no como adorno sino instantes apresados como perlas en la hondura de la conversación. A manera de postdata, suele cerrar sus reportajes con una suerte de poema tejido con hebras entresacadas del decir de sus entrevistados. Alguna vez dijo: “Si no hay poesía en la napa subcutánea del reportaje, ese reportaje tiene los latidos contados. Se termina cuando se termina, con su última palabra”. La poesía está emboscada en todo lo que escribe, se la puede encontrar una y otra vez, en los pliegues de las biografías que escribió de Mercedes Sosa y Julio Bocca.

No busca entrevistar a personajes que tengan hinchado plumaje pero hayan olvidado cantar. Va al encuentro de los que tengan algo importante que decir, sean famosos o no. Una de sus mejores entrevistas fue a Valentin Céspedes, un hachero de los obrajes chaqueños. Un hombre que buscaba desesperadamente a un maestro “para arrancar a sus hijos de la condena del analfabetismo” Decía: “No más que un maestro pido. La escuela la hacemos nosotros. Estos troncos tumbados ya son los asientos, y el techo, pues señor, ya lo tenemos allá arriba en el puro cielo”.

Después de una paciente espera de cuatro años, fue uno de los pocos argentinos que consiguió entrevistar a Gabriel García Márquez; no menos memorables fueron sus entrevistas a Woody Allen y Ray Bradbury. En uno de sus muchos encuentros le preguntó a Jorge Luis Borges si alguna vez había comido nueces con pan al atardecer. La respuesta fue más insólita que la pregunta. Borges confesó que no conocía las nueces y quiso saber “¿Uno se ensucia las manos al comerlas?”. A Borges, a quien le dedicó “Don Borges, saque su cuchillo porque he venido a matarlo”-un libro inclasificable, un libro de entrevistas, una casinovela-, lo encerró ficcionalmente con Perón en un recinto de altos muros, sin escapatorias, para hacerlos convivir a esos dos hombres - que sólo coincidían en el mutuo desprecio- en la pesadilla de tener que conversar entre ellos.

Hoy cumple 80 años un hombre bueno. A él le cabe lo mismo que alguna vez escribió sobre su padre, bueno como el pan: “el pan que nace de la harina que viene de la espiga alumbrada por el sol”. Un hombre que va por la vida abriendo las manos, hasta que no le queda una sóla semilla. Un hombre que sabe que hay que cuidar la ternura como un milagro. Hubo una vez un niño, dice, para que lo recordemos. El tiene 80 años, y no lo olvida.


Sergio Marelli





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