miércoles, 14 de octubre de 2020

LA MUERTE DE AHAB. Por Luis Gusmán

 


Desde el comienzo de la novela se sabe que el destino de Ahab, su final, está ligado al de Moby Dick. ¿Qué es entonces lo que sostiene la atención del lector, el suspenso casi extenuante a pesar de la morosidad del texto, producto de las digresiones y de los detalles técnicos? Lo que sostiene el suspendo del relato es la caza y la persecución, donde tanto Ahab como Moby Dick no son más que representantes y marionetas de fuerzas sobrenaturales, fundamentalmente de las fuerzas del mal. Se podría decir que son el encuentro de dos energías negativas y malignas.

En Moby Dick hay una especie de letargo semejante al que produce la superficie blanca que implica el mar vacío. Una detención del tiempo, una nueva forma del espacio que Conrad supo nombrar como La línea de sombra, un estado místico donde en medio de la calma chicha el espíritu sale del cuerpo y produce una verdadera pérdida de conciencia que llega hasta el olvido. Lo que explica quizás el hecho de que más tarde retorne bajo la forma de una conciencia religiosamente acusadora. Es esa conciencia religiosa la que permite el final retórico hasta lo elegíaco.

Moby Dick se nos aparece como la forma invertida del poema de Coleridge. En el Romance del viejo marinero el albatros va implacable con su signo fúnebre detrás de la nave. Ahab busca a Moby Dick movido por su odio, ya que no tiene tiempo para pensar: es sólo un hombre que siente. Es incapaz de tomar ese derecho y ese privilegio que, según Ismael, le está reservado a Dios.

La aparición de la ballena bíblica excede el valor de símbolo que tuvo tanto en Job, como en Jonás. Isaías, los Salmos y el Génesis dan testimonio del prestigio y de la ferocidad que el Leviatán tiene en el Antiguo Testamento.

La ballena le da un cuerpo a la muerte. La muerte solitaria es lo que corresponde a una vida solitaria como fue la de Ahab. Es decir, en todo caso se muere como se vivió. El final de Ahab no es un acto de redención.

La dimensión épica de Ahab, sobre todo su fanatismo, proviene de que tiene una causa e importa más el origen que la nobleza de la misma. Esto es lo que le permite ser el personaje central de la novela, y que su drama sea más importante que el símbolo llamado Moby Dick o el manual sobre la industria ballenera y el tratado de cetología que forma parte del libro.

Es la alternancia entre las apariciones y las desapariciones de Ahab en cubierta –donde se mantenía apartado y en silencio- lo que le agrega suspenso al relato, especialmente cuando sale de su “perverso hechizo” del que sólo la ballena es capaz de arrancarlo.

Sin duda su fanatismo es anterior a su venganza. Es decir, antes de que el demonio blanco la arrancase la pierna de carne y hueso y de que él buscase un símil en la misma materia de su odio, como si la única chance fuera fundirse con ella. Lo que podríamos llamar la marca en la carne. Desde la primera aparición de Ahab el lector se entera de que arrastra esta marca, como arrastra su pierna. Ya está anticipado que, cuando lo amortajen, el encargo de prestar ese último servicio descubrirá en su cuerpo una marca de nacimiento que le corre de la cabeza a los pies.

Pero el verdadero fanatismo que Ahab padece, su monomanía, como la llama Ismael, es una manía hermenéutica. Todo el tiempo el mundo se le vuelve un universo cargado de signos. Sucede que Ahab tiene un dios distinto al de los otros. El Dios de Ahab es un dios oscuro y vengativo. El Dios de Ahab no es el dios democrático de Ismael. Es por eso que Ismael habla de la blancura diabólica de la ballena y en la súplica que le dirige a Dios, le habla, como Borges, del horror por la blancura que yace en el corazón de Ahab.

Es que a diferencia de Ahab para Ismael el mundo es un símbolo. El bullicio de la proa comparado con el silencio de la popa, es un símbolo de la vida, pero también es “el símbolo más significativo de la vida espiritual”. Al mismo tiempo, el color blanco aparece como su paradigma y hay en él un encantamiento algo elusivo que infunde en el alma un pánico casi apocalíptico que delata lo abominable: la repugnante fijeza del objeto dada por su espectral blancura.

Ahab es dominado por un odio que lo mantiene vivo y que le produce un insomnio que lo obliga a pasearse por cubierta a las horas más insólitas. Ese hechizado por el vacío, para el cual los objetos tienen una inmanencia tan particular, de pronto detiene su mirada en el palo mayor donde hay clavado un doblón de oro. La moneda de la recompensa para el botín llamado Moby Dick.

Pero Ahab sabe que un hombre no le puede dar la espalda a los signos divinos. Porque a diferencia de Ismael, para él la ballena es un signo. Ahab vive el terror de la expansión interpretativa y no la calma de la condensación de lo unívoco que le devuelve al alma un poco de sosiego. No, el mundo que lo lleva de un signo a otro se desplaza tan vertiginosamente como el Pequod detrás de la ballena. Es cierto que se siente atraído por las extrañas inscripciones grabadas en el doblón y es como si “se hubiera puesto a descifrar de un modo monomaníaco el significado que puede esconder”. El mismo Ismael lo dice: hay un significado oculto detrás de las cosas sin el cual el mismo mundo sería una cifra vacía.

El hombre que lleva en su cara los rasgos del crucificado, nacido en el dolor conviene que viva en el sufrimiento y muera en la angustia. Pero el padecimiento de Ahab es otro. Esa moneda que es como el Aleph a través del cual se mira el universo, le permite a Ismael nombrar las cosas del mundo: Ahab es la torre, Ahab es el volcán, también el ave, valiente, intrépida y victoriosa. Es decir: en Ahab están todos los Ahab. Es que, como afirma Ismael, no es únicamente que la moneda le habla, sino que el doblón le hace hablar.

A partir de ese vértigo hermenéutico, la interpretación puede ser otra, pero el texto es el mismo. Ahab estudia los signos y las figuras del cielo; de tal manera que cada objeto implica un signo que remite a otro y que conduce a localizar la ballena en ese mar de signos.

Ahab interroga esos signos. Es que él tiene más de un dios. Sin embargo, no hay mecanismo cabalístico que le impida ser un juguete en manos de los dioses. Ocurre que la brújula, en tanto mero instrumento científico, resulta tener un poder irrisorio ante el poder de los signos. Ahab se vuelve casi profano, como Kurt se transforma en un adorador del sol y de una naturaleza diabólica.

En su oración el poder vocativo del énfasis no es más que el intento de acercarse a un misterio, a un vacío que no obstante siempre se le esfuma por esa misma condición de juguete humano: “¡Oh signo del mar! Alto y poderoso piloto. Me dices con exactitud dónde estoy; pero ¿podrías darme el más leve indicio de dónde estaré? ¿Puedes decirme dónde vive en este momento otro ser? ¿Dónde está Moby Dick? En este mismo instante debes verla. Mis ojos se fijan en el ojo que ahora la observa; sí, el ojo que ahora observa los objetos de esa otra parte tuya que es desconocida, oh sol!”.

Y es precisamente bajo el palo mayor, bajo el doblón de oro que cifra la cifra del mundo –de Ahab y de todos los ahabs, mientras el Pequod navega por las aguas, donde se puede presenciar las llamas de los Fuegos de San Telmo que son la llama blanca que ilumina el camino hacia la ballena blanca- que Ahab se revela como un adorador religioso de la naturaleza. Donde Dios es la naturaleza y la naturaleza es Dios.

Asistimos entonces por segunda vez al soliloquio de Ahab, a la plegaria dirigida esta vez al dios del fuego. Es que Ahab ha llegado al colmo de su locura y quiere descifrar a los dioses: “¡Ah fuego expósito, ermita inmemorial, también tú tienes un enigma incomunicable, un dolor no compartido! Heme aquí descifrando nuevamente a mi padre con altivo sufrimiento”. Ahab salta al abismo, pero del otro lado lo aguarda el mal. Es el viaje del mal, vaticina Ismael.

En el capítulo La cubierta hay un parlamento en que todo va precipitándose hacia el final ineludible cuando el soliloquio de Ahab encuentra teatralmente su propio apartado en el que habla (para sí) frente al viejo carpintero del Pequod que transforma el ataúd que fuera el cofre mortuorio de Queequeg en salvavidas. En cubierta, como ruido de fondo, se escucha el tap-tap del carpintero. Tap-tap que sin duda escuchó Faulkner cuando escribió Mientras yo agonizo. Tap-tap donde suenan los minutos de la vida.

Después de escuchar ese tap-tap, Ahab percibe que hay algo que ha cambiado y es el contraste por el cual un ataúd se puede convertir en salvavidas. ¿Cómo puede ser que el símbolo temido de la muerte cruel, por una pura contingencia de la naturaleza, se haya transformado en el signo opuesto de la ayuda y de la esperanza en medio del peligro?

El final de Ahab conduce al principio. Es decir que el coche fúnebre, el ataúd y la ballena se confunden. Starbuck parece captar el hechizo y la maldición de Ahab: ¡Mira! Moby Dick no te busca. ¡Eres tú quien la persigue, insensato!” Pero cómo escapar ya no a la insensatez que produce el odio y la venganza sino a algo más fuerte aún que precipita, no solamente a Ahab sino también a los otros tripulantes y que es la fascinación de sus propios ojos ante el objeto que, a lo largo del libro llaman de distintas maneras, desde el demonio hasta el baluarte blanco y que no es más que ese resplandor que parece mirar desafiante, vengativamente, diabólicamente. Es como si todas las formas del animismo y la prosopopeya animaran al puro resplandor blanco de todos los sentimientos humanos. La cualidad maligna que lleva al explorador a contemplar sin anteojos hasta enceguecerse “el monumental sudario blanco que envuelve la perspectiva tendida a su alrededor. La ballena era el símbolo de todas esas cosas. ¿Cómo puede asombrarte lector la ferocidad de esa caza?”.

Ese es el final de Ahab donde Moby Dick deja de ser un signo y quizás no llega a ser esa condensación hecha símbolo para Starbuck. Ahab persiguió una blancura, una obsesión a la que une finalmente su destino precipitándose hasta la nadificación. Aún sabiendo que es una lucha inútil porque, como se dice, no se trata del combate sino del resplandor indestructible que va más allá de la vida y de la muerte: “¡Me precipito hacia ti, ballena, que todo lo destruyes sin vencer! Lucho contigo hasta el último instante; desde el centro del infierno te atravieso; en nombre del odio, vomito mi último hálito sobre tí. ¡Húndanse todos los ataúdes, todas las carrozas fúnebres en un foso común! ¡Y puesto que ni el uno ni el otro pueden ser míos, quiero ser remolcado en pedazos para seguir persiguiéndote atado a tu cuerpo, maldita ballena! ¡Así entrego mi lanza!”.


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