Con las manos enlazadas en la nuca entró al Estadio Chile. Un oficial con lentes oscuros, blandiendo su metralleta vigilaba el ingreso de los prisioneros. Era el 12 de septiembre de 1973, un día después del derrocamiento del gobierno de Salvador Allende.
Un gritó rajó el aire de la mañana:
-¡A ese hijo de puta me lo traen para acá! –
El abogado Boris Navia, que estaba en la fila de prisioneros, escuchó la orden con claridad. El conscripto encargado de cumplir la orden dudó un momento. El oficial, fuera de sí, apuntó con su índice
-¡A ese huevón!, ¡a ése!.
El soldado dio un culatazo al prisionero, que cayó de rodillas.
-¡Así que vos sos Víctor Jara, el cantante marxista, comunista concha e tu madre, cantor de pura mierda! –
Navia no pudo olvidar ni una sola de las palabras, que años después recordaría ante el juez que investigó el asesinato del cantor. Todo seguía resonando dentro de él: los gritos, los insultos, el golpe de la bota contra las costillas.
En un poema escrito con un pedazo de lápiz, en un papel sucio que logró esconder dentro de una media, Victor Jara escribió su último poema:
Somos
cinco mil aquí.
En esta pequeña parte de la ciudad.
Somos
cinco mil.
¿Cuántos somos en total
en las ciudades y en todo
el país?
Somos aquí diez mil manos
que siembran y hacen andar
las fábricas.
¡Cuánta
humanidad
con hambre, frío, pánico, dolor,
presión moral,
terror y locura!
Seis
de los nuestros se perdieron
en el espacio de las estrellas.
Un
muerto, un golpeado como jamás creí
se podría golpear a un ser
humano.
Los otros cuatro quisieron quitarse todos los temores,
uno
saltando al vacío,
otro golpeándose la cabeza contra el
muro,
pero todos con la mirada fija de la muerte.
¡Qué
espanto causa el rostro del fascismo!
Llevan a cabo sus planes con
precisión artera sin importarles nada.
La sangre para ellos son
medallas.
La matanza es acto de heroísmo.
¿Es éste el mundo
que creaste, Dios mío?
¿Para esto tus siete días de asombro y
trabajo?
En
estas cuatro murallas sólo existe un número que no progresa.
Que
lentamente querrá la muerte.
Pero
de pronto me golpea la consciencia
y veo esta marea sin latido
y
veo el pulso de las máquinas
y los militares mostrando su rostro
de matrona lleno de dulzura.
¿Y
México, Cuba, y el mundo?
¡Qué griten esta ignominia!
Somos
diez mil manos que no producen.
¿Cuántos
somos en toda la patria?
La sangre del Compañero
Presidente
golpea más fuerte que bombas y metrallas.
Así
golpeará nuestro puño nuevamente.
Canto,
que mal me sales
cuando tengo que cantar espanto.
Espanto como
el que vivo, como el que muero, espanto.
De verme entre tantos y
tantos momentos del infinito
en que el silencio y el grito son las
metas de este canto.
Lo
que nunca vi,
lo que he sentido y lo que siento
hará brotar el
momento.
El 16 de septiembre de 1973 Victor
Jara fue asesinado, pero su funeral recién se realizó 36 años,
cuando su viuda –Joan, una bailarina inglesa nacionalizada chilena-
y sus hijas decidieron que el cantor se merecía una gran despedida
popular, que fue posible cuando un juez ordenó exhumar los restos
para entregárselos a su familia. El informe forense comprobó 56
facturas óseas y se estimaron en 44 las herida de bala recibidas.
Antes que se cumpliera un año de ese crimen, Raúl González Tuñón
le dedicó un poema. Fue lo último que escribió Tuñón. Al día
siguiente, moriría.
¿Qué
es un cantor cabal, qué era Víctor Jara
—un cantor y señor de
la guitarra—
sino aquel, con su duende y con su ángel,
el
sutil equilibrio entre la mano y la garganta?
Y
aún con las manos rotas simulaste
acariciar las cuerdas de tu
guitarra muerta
y en un esfuerzo insólito ¡Cantaste!
Y ahí
te fusilaron los milicos fascistas.
Pero
hoy tu instrumento y tus canciones
vigilan tu memoria en Chile y
por el mundo, Víctor Jara,
perduran en las voces de todas las
guitarras
de aquellos que caminan con su época
en la hora del
tiempo guerrillero.
Porque
no terminó la batalla de Chile y el futuro
verá allí en sus
bíblicas esencias
a hombres libres y gozosos cantando
junto a
las lámparas del trigo y de las rosas.
Y
en la caja profunda como el agua profunda
habrá siempre un lugar
para la fantasía y la lucha,
los sueños, el amor y la aventura y
esa cierta magia
de la violencia y de la ternura latinoamericana.
Y
a la consigna nazi: «Cuando oigo decir
la palabra cultura, quito
el seguro a mi revólver»
Víctor Jara responde desde su claro
espectro:
«Cuando oigo la palabra Pinochet, quito el seguro
a
mi guitarra, que puede disparar como un fusil.»
Oh,
cuántas primaveras perdidas por septiembre,
cuánta muerte
flotando en los turbios Mapochos.
¡Ellos serán vengados!
Ahora
y en la hora de Víctor Jara. Amén