En noviembre de 1951, David Viñas escribió estas palabras a propósito de “El tiempo que destruye”, el quinto libro del poeta Alberto Girri.
Un libro que da ocasión para ahondar en las raíces de la tristeza, que linda con la angustia, dinámica de la poesía de Girri. Más aún; su ambiente y su temperatura.
Su facultad de abstracción está en pugna con sus impulsos realistas, lejos de la exterioridad, se funda en un sentido ético, en motivaciones de aliento religioso: Los profetas, los heresiarcas. Hay insistencia en el llamado, pero con el convencimiento de estar solo frente a dioses muertos.
La palabra es acto personal, de significado amplio, con notas variables, con un ritmo de desenvolvimiento espiritual en fórmulas que encuentran mezquino lo real.
El condicionamiento de su espontaneidad no fragmenta en ningún momento la seriedad de su poesía. Poesía cabal, limpiamente pensada, cuya firmeza de forma no contrasta con el titubeo de la búsqueda.
Las tendencias más hondas de la poesía de Girri – la de los Trece poemas- , se corresponden con el significado de las palabras, se vinculan con nuestro destino, sobre todo –repito- en la vivencia de lo religioso, aún en sus momentos antitéticos y –cuando las hay- en sus internas contradicciones.
Girri muestra esquemáticamente –poesía descarnada, experiencia de vigilia- los actuales modos de sentir, una visión de nuestro acontecer temporal.
Su poesía es de lucha, no contra sus semejantes, se entiende. No es un ensayo lírico sobre temas artificiales, sino sobre lo que siempre nos obsede. Absalón: En el gesto hierático con tono de elegía –sin patetismo-, el rey salmista plantea el conflicto.
Densa descripción de estados de conciencia, la fisonomía –desdibujada a veces- de los síntomas de nuestra grave crisis, que se deja oír en un coro de voces, ya juntas, ya contrapuestas. Poesía de carácter, pero que no implica sujeción a normas impuestas.
Son dimensiones diversas que concluyen en este libro de Girri. La primera, vertical, que deja un regusto de frustración, una congoja que nunca llega al escepticismo. Su constante creencia en el hombre lo sostiene y torna operante su desasosiego. Y la otra, horizontal, en que su lúcido egotismo se abre, en gesto cordial y doloroso a un tiempo, frente
A los recordados amigos,
A los medio hermanos…
Recato varonil para hablar de lo que en nosotros resulta fácil y manoseado. Es que “el hombre que está solo y espera” es poeta y sabe del farol constante y de la oscura gente.