jueves, 18 de febrero de 2021

UN RELATO INÉDITO DE JUAN L. ORTIZ: "EL LOQUITO"




Era un haz de impulsos que se disparaban a la menor incitación. ¿Qué incitación sentía? Nada exteriormente le invitaba a la acción. La más perfecta armonía en torno. Calma traspasada de sol. ¿Calma? Manchas luminosas temblaban debajo del emparrado, los pájaros cantaban, la luz jugaba arriba. ¿Obraba esto, o era una idea repentina, una sensación imaginaria, o el impulso profundo de las corrientes de su misma vitalidad? El caso era que rara vez podía estarse quieto. Un “peti sauvage”. Sólo los cuentos que la madre inventaba para él conseguían aquietarlo un poco, en una especie de abstracción soñadora. Un momento nomás.

Esta vidita anárquica tenía que chocar con todo. Tranquilidad doméstica, limpieza doméstica fueron muros contra los cuales hubo de darse su alegría desordenada y ruidosa, su genialidad creadora, y de los cuales se disparaba una palma punitiva que lo dejaba desconcertado un breve instante. Pues, en seguida, se estrellaba nuevamente con el mismo resultado.

También fue un cerco la tranquilidad vecinal, con consecuencias dobles, ya que a la furia llena de amenazas de la viejecita por la casa apedreada o el hijo golpeado, se sumaba siempre la mano maternal, con una retahíla ya más inocua de consejos, de gestos y de voces desorientadas que resbalaban por su ligero dolor físico.

Tal tranquilidad no reaccionaba siempre de la misma manera. Eran las alarmas de las señoras por el barullo que armaba en la calle, o ante sus gritos destemplados, sus carreras vertiginosas, interrumpidas de abrazos furiosos o de tirones imprevistos al guardapolvo de sus compañeros, alarma que por cierto no le tocaban pero que oídas por los muchachos se concretaban a través de éstos en un apodo que acaso hubo de halagar su vanidad: “el loquito”, palabras con que todo el barrio infantil quiso herirlo luego, en una especie de confabulación que se manifestaba con motivo de su más leve travesura o de su simple crudeza verbal. Los padres se preocupaban por esta hostilidad, ya que querían cuidar sus relaciones y por las consecuencias serias que podría acarrear a la criatura. Se proponían entonces normalizarlo, atraerlo al común nivel infantil, de noche, cuando se disponía a dormir. (Palabras prudentes que sonaban lejanas de su curiosidad interrogadora, curiosidad que cortaba de pronto ese curso de éticas con preguntas sobre el mando, sobre Dios o que constituían el monótono compás del desvanecimiento lento de alguna visión: la cola de una lagartija que temblaba aún cortada, unos huevecitos de pájaro que, puestos en un jarro de agua, no se sumergían como sus compañeros…)

Y hacían esfuerzos por explicarse la violencia de su hijo, a la luz de algunas teorías científicas.

La mañana renovaba el mismo ímpetu, los mismos choques, los mismos castigos. En cuanto se levantaba para asustar al gato o a la perra, prorrumpía en gritos desgarrados.

Pero no estaba hecho sólo de violencia. Tenía gustos delicados como el de cortar flores para regalar a sus amiguitas o para colocar en el florero del escritorio de su papá, elogiando con un énfasis lleno de gracia los colores rientes de ellas. Y dentro del menudo corro, la boquita redonda de emoción narrativa, recreaba para sus amigos las imaginaciones con que le había encantado su mamá. Su figurita, ardida y nerviosa, se erguía sobre el pequeño auditorio, vuelto de pronto un círculo de ojos agrandados. Las palabras que él decía no las habían oído ni a sus padres.

Ensayaron los de él un cambio de ambiente, aunque fuera por breves días, a ver qué reacciones se producían en la criatura. El mismo desparpajo entre las mil curiosidades de la capital. Las mismas carreras impetuosas en el estrecho patio del departamento, los mismos gritos, las mismas peleas con los chicos de al lado. Era, realmente, “incorregible”. La más sutil pedagogía hubiera fallado en él. Los modos más suavemente tortuosos eran perfectamente vanos para reducir o canalizar aquel exceso vital, desde que explotaba al fin en otra forma más simpática, por más confortable, para que la cordura mayor, pero de igual intensidad alocada.

El pobrecito, sintiéndose dueño del mundo, empezó a sospechar que estaba éste todo acotado y guardado. Un paso que daba y ¡paf! se estrellaba contra una pared. ¡Y qué hermoso era el mundo! ¡Qué colorido, qué misterioso! Todos los días hacía descubrimientos. Su cuerpecito vibraba a cada contacto.

Tibieza delicada de la tierra en octubre, con la pátina final, ¿de qué matiz? Sus ojos no podían precisarlo, pues fluía como la arena entre sus dedos. Las sensaciones de la tierra eran más francas, más puras que las del pasto, complicadas, insinuantes, ricas, éstas, pero como él sentía, sin aquél corazón, sin aquél rostro ingenuo que no desconocía, por cierto, las finuras del sentimiento. Pero a la vuelta de esas experiencias estaba ¡ay! la reprimenda maternal, confirmada por la habitual cachetada en razón de haberse descalzado e ido a los sitios vecinos “llenos de vidrios y de bichos”. La misma que le esperaba si no resistiría a la tentación de no meterse en el agua de la calle vecina, cuando llovía, para sentir hasta la rodilla el impulso delicioso de la corriente florecida de espuma y alegre de barquitos de papel, y la que le aguardaba fatalmente cuando descendía del naranjo enorme de la casa, desde donde había imperado entre una muchedumbre de hojas y una huida de gorriones.

¿Cómo si el mundo mágico era de él no se le permitía gozarlo?¿Por qué a cada intento suyo de tomar posesión de sus cosas aparecía siempre un rostro enojado y una mano airada?

Con una rebelión ya germinante, el encierro y la vigilancia le forzaban a juegos pacíficos. De sus manecitas inspiradas salían objetos de papel húmedos de aguas multicolores que él extendía igual que una aurora recién despierta; aeroplanos, barquitos cuyas piezas unía con alfileres, y algo que era un erizamiento de papeles de tintas torvas, sombrías y que estaba destinado a “asustar al gatito”. O bien era el prodigio de un “ferryboat” hecho con un tarro, unos papeles, unos pedazos de piolín y un palito, tembloroso todo él de banderitas por un agua alborotada que querían dominar las pitadas. Pero se disparaba luego como una flecha hacia el fondo de la casa o ganaba la calle en busca de mayor espacio. Y a fe que la actividad que desplegaba lo resarcía de la retención física sufrida. Ardía, podría decirse, si la bienaventuranza admitiese fuego, en el paraíso de la acción, alimentada de sí misma, vuelto una llama que se multiplicaba, que quería abrazarlo todo en su frenesí fulgurante…Porque después de esto era el suyo el aspecto de un ángel caído, lastimosamente azorado entre los rigores de la tierra, bajo el peso de una culpa que él no llegaba a explicarse. Daba pena ver sus ojitos verdes, color de uva, que habían llorado, agrandados de sorpresa dolorosa, y sus labios, gruecesitos, caídos en un gesto doliente. ¿Era malo el correr vertiginosamente?¿Era malo el saltar agitando los brazos? Recordaba el campo que había conocido. Allá, es cierto, había más espacio. Pero no le permitían alejarse solo con el fox-terrier de la estanzuela. Su padre le seguía “para cuidarlo”. ¿Por qué había peligros en la felicidad? Si él no veía más que pájaros y vacas pacíficas. ¡Qué delicioso darse vueltas en el alfalfar! ¡O tenderse a la sombra de un espinillo mientras el perrito, medio metido en una cueva, resoplaba de ahinco y de venganza hacia la vizcacha que le había ensangrentado el hocico! El quería el campo, sí, pero sin papá y sin mamá, a la hora en que la mañana empezaba a fermentar igual que un mosto verde y azul, para hundirse en ella, lejos de las casas, con la única compañía del “chivito”. No obstante, y a pesar de las prohibiciones de correr los pavos, sus placeres, sus experiencias campesinas, fueron riquísimas y constituían sus más rientes recuerdos. ¿Por qué no vivía en el campo? Allí, al menos, tenía cierta ilusión de libertad, aunque es cierto que por aparecer ésta más tentadora las limitaciones aparecían tanto más odiosas. ¿Por qué en todos lugares encontraba tiranos? ¿Por qué no podía beber del agua rutilante que saltaba cerca de él en todas partes? ¿Por qué la tortura de la sed al lado mismo de la frescura irisada?

Aquella mañana no estaba enfermo. Un pensamiento había madurado en su cabecita de seis años y medio. Comprendía. Súbitamente, su almita se había contraído. No estaba enfermo. Su madre se inquietaba tomándole la temperatura. ¿Qué le pasaba a su hijito? Le acariciaba los cabellos y le miraba a los ojos, que él bajaba con cierto pudor reciente. Del desgarramiento interior, así que su mamá se hubo alejado, brotaron lágrimas, sangre pálida del conocimiento, que no refrescaron su rostro como las que le arrancara el dolor físico, sino que lo esculpieron marcando sobre todo la frente y el entrecejo. ¡Adiós alegría turbulenta e ímpetu desorbitado que quisieron arrollar el mundo! Pisaba en el dominio de los hombres, descubierto de improviso, como a una claridad siniestra, en todo su erizamiento de organizaciones, de egoísmos pequeños y codiciados, sin ninguna gracia, sin ninguna imaginación.


Enero 1934


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