-Te extraño.
-Yo también, mucho.
-Y, ¿entonces? ¿Por qué no nos vemos?
-Ya sabés, el aislamiento. Hay que respetar las reglas. Es el peor momento
-Si ya transgredimos tantas…
“La puta que te parió. Ahora sos legalista. Pandemia del orto.” pienso cuando corto
Quiero salir a la calle. Sólo las personas esenciales pueden circular. Yo no estoy dentro de esa categoría. El mundo no me necesita. Peor, me necesita encerrada. Vos si pertenecés. Sos libre de circular. Sos esencial para mí.
Puedo ir a hacer alguna compra Faltan fósforos, leche, bolsas de residuos, escamas de sal rosada del Himalaya. Hago una lista de cosas útiles e inútiles. Algo que justifique la ida al supermercado. Que justifique vestirme y arreglarme. Quiero volver a sentirme parte del circuito del deseo. Voy a salir a buscar otras conexiones. La nuestra está restringida. Si sigo sobrecargándola va a explotar. Yo voy a estallar.
Me saco el pijama que ya se volvió eterno. Hasta el pijama perdió la dignidad con tantos días de encierro. Es uno prefabricado con una remera horrible pero abrigada y un pantalón de jogging desteñido de lavandina.
Todavía tengo armados los rulos que me hice ayer. No sé qué me impulsó a buscar los ruleros. La nostalgia es mi guía. Ella me indica qué lugares volver a visitar, en cuáles detenerme más tiempo, con quiénes retomar una charla en forma de soliloquio y también me señala a aquellos que es mejor no volver a invocar. Hasta los sueños son nostálgicos. Me acordé de mi mamá haciéndose la toca para alisarse el pelo. Habrá sido eso. Pero algo hice mal porque a mí me quedaron rulos. Me gustan. Transmiten movimiento. Me lo creo y reacciono. No los peino. Los acomodo estratégicamente.
El día está hermoso y hace frío. Me visto de negro y largo. Eso es llamativo. Una mujer vestida de negro y largo a las once de la mañana un día de sol. La polera es de lycra, la tela tiene brillo pero es lo que quiero. La pollera es eterna y pesada. Es de sensualidad tejida con languidez.
Paso por el espejo y simulo una mirada indiscreta, como si no fuera yo la que mirara. Como si quisiera tener el registro de otros ojos en los míos. Compruebo que lo estoy logrando. Me gusta esta imagen. El último detalle, un maquillaje sutil, que se vuelva parte de mi cara. El delineado me queda perfecto en el primer intento. Siento que eso es de buen pronóstico.
Evalúo llevar un abrigo pero desisto. El tapado me dibuja líneas rectas y hoy quiero ser sinuosa.
Por un instante siento que es excesivo. Los excesos tienen mala prensa. ¿Qué tiene de malo lo excesivo en alguien intenso? Sólo hay que saber llevarlo.
Me bajo del auto, displicente. Como si me desplazara sobre una nube de ajenidad e indiferencia. El pasillo C3 del estacionamiento se transforma en mi pasarela. Me siento poderosa, bella, enaltecida. Después de más de cien días de aislamiento no es difícil acaparar la atención, las miradas. Decido pensar y sentir que mi halo magnético es irresistible para todo el que se cruza.
Los changuitos que dicen haber desinfectado se encuentran a un costado de la puerta de entrada. Voy a buscar uno con la altivez de una reina que va a tomar posesión del trono. Hasta este armatoste de plástico azul y rojo y lleno de parantes y cañitos desplazables, me queda bien. Lo luzco. Deposito en el interior todo aquello que entorpece la línea impecable de mi contorno: dejo la mochila, el teléfono, las llaves del auto. Elevo la mirada, que se mantiene suave y flotante sin mirar a nadie pero acariciando a todos. Como en un dejo.
Toda la puesta en escena, desde que tomo el carrito, dura exactamente ocho pasos. Una grieta enorme y profunda atraviesa el piso. Mi actuación no incluía la posibilidad de baches. Habré imaginado una superficie de mármol impecable. Las ruedas delanteras se clavan en la zanja. Lanzada en mi marcha, la manija del changuito se me hunde en el estómago y la pierna se incrusta contra uno de los cañitos rebatibles a los que nunca le encontré sentido. El dolor es infinito. Es un alud de dolor que en un segundo sepulta mis aspiraciones divinas. Todo se oscurece y se apagan los brillos. La mirada etérea se endurece y se cristaliza. Siento los ojos llorosos pero el barbijo oculta el gesto de mi cara.
Paso por el personal de seguridad de la entrada. Como todos los días me toma la temperatura. Intuyo que va a percibir mi dolor. Todavía no sé qué pasó ahí abajo, no quise ver, pero siento que eso que late escondido bajo mi pollera, respira, aúlla y muerde. Pero no da fiebre, entonces entro en el supermercado.
El dolor se hace insoportable. Quiero amputarme la pierna, de la rodilla para abajo. Pero aún mutilada mantengo mi propósito de seducción. Pienso en hacer evidente el accidente para ser socorrida. Me acuerdo que no me había depilado, culpa de la cuarentena. Y en ese estado no entrego la pierna ni para amputar. Me siento en un banquito entre las góndolas. Con miedo levanto suavemente la tela de la pollera para encontrarme frente a frente con la herida. La siento húmeda. El golpe fue tan fuerte y seco que abrió un tajo en la piel. Puedo ver los bordes abiertos y una cascada de pequeños hilos de sangre que se deslizan continuos y se pierden debajo de la bota. En esa oscuridad cavernosa.
Tengo ganas de pararme en el pasillo central y gritar que me siento el ser más miserable del mundo. Que no soporto más. Que me estoy más sola y aislada que nunca en mi vida y que mis mejores intenciones para sobreponerme a todo ya no eran suficientes. Quiero que en ese momento entres vos, por pura intuición, me bajes de la mesa ratona que está en exposición, sobre la que me subí para lamentarme, y me cuentes que ningún aislamiento preventivo podría separarnos. Me besás y final feliz. En medio de la tristeza oceánica en que me ahogo soy capaz de imaginar un final como el de Reto al Destino.
Nada de eso pasa. Lo único que consigo es el mensaje de un amigo que me aconseja tomar una lata fría de cerveza de alguna heladera y pasármela por la herida para desinflamarla. Me parece el pensamiento más brillante y pragmático que escuché en todo el día.
Salgo. Me saco el barbijo. Respiro profundo y sin filtro el aire helado y lleno de todo. Quiero gritar, quiero llorar. Abro el auto. Las bolsas me pesan. Las tiro en el asiento trasero, se rompen. Doy un portazo y con la misma intención de deshacerme de la incomodidad existencial me arrojo en el asiento. Dejo la llave colgando en el contacto. Cruzo la pierna por encima de la palanca y la pongo sobre la guantera. Subo despacio la pollera. Tiro un poco porque se pegoteó con la sangre. Dónde antes estaba la herida, ahora además hay un relieve subcutáneo con una costra gorda y purulenta que late como un cráter a punto de erupcionar. Hago presión con los dedos alrededor de la lastimadura para que el dolor nuevo me haga olvidar el otro. ¿Nunca una alegría que haga olvidar la pena vieja? Exagero. Estás vos. Cuando estás.
Saco una foto con el celular. El resto de la pierna se ve bastante bien. Todavía está bronceada y contrasta con el color necrótico de la inflamación. Enfoco más pierna de lo necesario. Quiero darte lástima y ganas. Por afuera pasa uno de los de vigilancia del estacionamiento. Me mira extrañado. Alienada, pensando en tu reacción, no interpreto la mirada y me pongo el barbijo. Te mando la foto. Te cuento lo que me pasó, que la sangre se secó y la pollera quedó manchada. Te digo que me duele mucho y me siento muy triste.
-Qué feo se ve eso! La pierna no- me contestás en un mensaje inmediato, porque si algo tenés es inmediatez. A veces contestás tan rápido que sospecho que tenés alguna función con frases predeterminadas para mis mensajes.-Quisiera estar ahí y abrazarte fuerte. Te extraño más.
Leo tu respuesta. Me duele la tibia. Me palpita la herida. Quiero arrancar la costra húmeda y ver como supura y sale el dolor. Pero veo la pantalla y te leo otra vez. Vos siempre me extrañás pero la que sangra soy yo.