jueves, 15 de abril de 2021

JOSE LEZAMA LIMA POR FRANCISCO URONDO

 


A fines de 1966, Julio Cortázar alertó sobre la presencia de un libro singular de José Lezama Lima, escritor cubano, de cincuenta y ocho años. Días después, otro novelista latinoamericano de primera línea, Mario Vargas Llosa, afirmó: “Paradiso es una de las más osadas y magistrales aventuras literarias realizadas por un autor de nuestro tiempo”. Meses más tarde, este autor polemizaba con el crítico uruguayo Emir Rodriguez Monegal, director entonces de la desaparecida revista Nuevo Mundo –que se editaba en castellano en París- , sobre la importancia de los componentes eróticos en la novela. A pesar de las divergencias, Monegal destacó que el libro es una verdadera summa de vida y poesía, de lenguaje y confesión personal. Paradiso fue editado originalmente en la colección Contemporánea de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba; se tiraron 4.000 ejemplares, no circuló fuera de ese país hasta hace poco tiempo. Ediciones de la Flor, reparó en Buenos Aires esa flagrante ausencia. Al principio de este año se concluía la traducción al francés para ser editada por un sello de este origen.


Ahí nomás, en la Habana Vieja, donde el malecón termina coronado por los torreones del fuerte construido hará cosa de tres siglos para defender la ciudad del ataque de los piratas (cerca descansa la Isla de Pinos, bautizada por Stevenson como “La isla del tesoro”); allí, donde la zona moderna –el Vedado- pareciera morir, comienza Prado. Es una avenida corta que a su vez se diluye en lo que se conoce como Plaza del Capitolio; por la noche, en la vereda de enfrente, una serie de orquestitas con sus pianos y tambores y violines y parlantes y maracas, llenan la noche con las embelesadas estridencias del bolero.

En Prado nacen una infinidad de callecitas –muy andaluzas ellas-, y de las casas al griterío de los exultantes cubanos. En esa avenida Prado, vivió Lezama Lima y en uno de sus caserones (donde “la niñez se convierte” –ha dicho- “en algo desmesurado”) transcurre su novela, Paradiso. Todavía este voluminoso poeta vive por allí, en el barrio, en la calle Trocadero, a una cuadra de Prado. En su casa hay un excepcional silencio, como conviene a un intrépido estudioso, a un creador, un nadador de la realidad, pero de la realidad y toda su memoria.

Ingenuidades y claridades.

Y hace falta mucha inocencia para emprender esta tarea: “al poeta se le regala el genio del idioma, las esenciales partes de la revelación, piedra que roza nuestros labios y nos hace hablar”. También quiere ejemplificar esta su convicción en la fuerza de la palabra, del verbo, y recuerda a José Martí hablándole a un grupo de campesinos analfabetos: “no entendíamos bien lo que nos quería decir –comentarían luego-, pero sabíamos que si era necesario teníamos que morir por él”; allí comienza un proceso que puede iniciarse emotivamente y terminar en plena conciencia. La teoría le gusta, a lo mejor por su escaso racionalismo, más adecuado a América Latina que a las tradiciones del pensamiento europeo. Es que en estas tierras “osar morir, da vida”, y no sólo la muerte se integra con la vida, sino las sensaciones con la lucidez, el verbo con la acción. “Entre el saber de Lezama y el de un europeo –ha dicho Julio Cortázar- hay la diferencia que va de la inocencia a la culpa”.

Who is who.

Un enorme sillón contiene su opulencia. Con una mano empuña un cigarro, con la otra el vaporizador con el que trata de neutralizar su asma. La casa es vieja como todo el barrio, y atestada de objetos: marfiles, cuadros, libros, ánforas (“este vaso tiene el mismo dibujo que inspiró a Rilke para escribir sus sonetos a Orfeo”). José María Andrés Fernando Lezama –informa el crítico cubano Armando Alvarez Bravo-, nació en el cuartel Columbia, desde donde huyó Fulgencio Batista cuando las sirenas anunciaban el comienzo del año 1959, el 19 de diciembre de 1910. Su padre, José María Lezama Rodda, era un coronel de artillería que moriría nueve años después, en la Primera Guerra Mundial, en la que combatió como voluntario.

Diez años después la familia se muda: va desde Prado 9 a la calle Trocadero 162, donde aún vive Lezama. “Parece difícil aceptar –reflexiona Vargas Llosa- que este gran conocedor de la literatura y la historia universal, enormemente ancho y risueño, que habla con la misma versación picaresca de los postres bretones, de las modas femeninas victoriana o de la arquitectura vienesa, no haya salido de Cuba sino dos veces en su vida y ambas por brevísimo tiempo: una a México y otra a Jamaica”. Su madre pertenecía a una familia de emigrados revolucionarios y se había educado en los Estados Unidos.

El asma comienza con la muerte del padre; el matrimonio, bastante reciente, cuando muere su madre en 1964. El hecho es confesado con desenfada conciencia edípica, aunque también lo haya sumido en la consternación.

Sólo en 1930, durante la dictadura de Machado y como estudiante de abogacía, desarrolla actividad política. El episodio le obliga a suspender los estudios, aunque finalmente se recibe; sin embargo, ejerce brevemente la profesión. De todos modos, no elude la opinión en este terreno político, aunque lo haga en el mismo alambicado estilo al que apela tanto para escribir, como para conversar: “Marx desaparece como economista, para nacer como historiador y profeta que anuncia que se puede volver a la plenitud de los tiempos, a un estado social sin clases”. Y, refiriéndose a la realidad de su medio: “Se da en la revolución una solución plutónica, la solución del fuego, contra la solución neptuniana”, y recuerda que ya Colón describía en las inmediaciones de su isla: “grandes ramos de fuego caen en el mar”.

“Yo no soy revolucionario ni político –aclara; en realidad es católico, “pero no muy practicante”-, aunque un artista configura elementos revolucionarios y, al final de su vida, tiene que encontrarse que ha sembrado semillas revolucionarias. Una obra es suma de instantes revolucionarios que terminan en una obra revolucionaria”.

Costumbres y resultados.

Escribe de noche. También trabaja como asesor del Centro Cubano de Investigaciones Literarias. Sale muy poco de su casa y, verlo por las calles, para quienes lo reconocen, es un acontecimiento. Para escribir no hay nada mejor que la noche: “porque las noches son muy claras y la misteriosa humedad de la noche es favorable al desprendimiento del poeta”. Y sigue hablando con su vozarrón entrecortado por el asma, de “ la pelusilla del rocío”, para aclarar que “en Cuba no hay neblina, es un país evidente”.

Publicó su primer libro en 1937, y después otros diez: Enemigo rumor, 1941; Aventuras sigilosas, 1945; La fijeza, 1945; Arístides Fernández, 1950; Analecta del reloj, 1953; La expresión americana, 1957; Tratados de La Habana, 1958; Dados, 1960; una monumental Antología de la poesía cubana –en tres tomos-, 1965; por fin, Paradiso, su primera novela, en 1966. El primero en saludar su último libro fue Julio Cortázar; para Lezama, el autor de Rayuela “tiene ese aspecto alegre de jugador de fútbol”.

También produjo –costumbre al parecer inveterada de los escritores latinoamericanos- varias revistas literarias: Verbum empezó la serie entre 1939 y 1941; la siguieron Espuela de plata, entre 1942 y 1944, y Nadie parecía, entre 1944 y 1957; todas se entrecruzaban con los cuarenta números de “una de las más sugestivas, ricas y coherentes publicaciones literarias del continente”, según Vargas Llosa: Orígenes. En Orígenes –aclara Lezama Lima- colaboraron, fue centro del trabajo de varias generaciones. Lo que se considera primera generación poética de la revolución en el poder, toda ella brotó de Orígenes: Roberto Fernández Retamar, Pablo Armando Fernández, Fayad Jamis, fueron frecuentes colaboradores de Orígenes.

“Cada día tienden a borrarse más las diferencias generacionales. La búsqueda de lo cubano, de nuestro paisaje, de nuestra expresión, fue característica de aquella generación de Orígenes. Es claro que un hecho como la revolución en el poder conmocionó por igual a todos los cubanos y ha dejado su impronta en los que trabajamos en la expresión. Para refutar ese concepto de las generaciones, según mi opinión, el tiempo no es extensivo, no marcha a horcajadas sobre el espacio, sino forma en el creador islotes, círculos de electromagnetismo germinativo. En la vida de los artistas poderosos ese círculo electromagnético de creación, lo mismo transcurre en el Rimbaud de los 18 años que en el Goethe de los 83, cuando concluye la segunda prodigiosa parte del Fausto. De la misma manera, la sicología contemporánea, o la obra de un Joyce, o de un Prouts, nos demuestra que la conciencia, el flujo de la conciencia y de la subconciencia, no se proyecta en pura linealidad, sino prefiere altibajos, líneas sinusoidales. De igual manera el paideuma –la magia infantil- opera como islotes creacionales independientes de cualquier sucesión temporal”.

Obviamente el planteo de las generaciones no lo convence: “En un tiempo se decía que cada generación tenía quince años de creación y quince años de adormecimiento sobre lo creado. Sería para mí un fatalismo verdaderamente tragicómico. Si pensamos que cuando muere Goethe con 83 años, días antes, en conversación con Eckermann le había dicho: “Y pensar que yo había hecho todos mis cálculos para vivir 116 años, imagínese usted lo que sería reducir esta figura imponente solamente a los 15 años de creación. Es un problema de intensidad, de energética, no de extensión, ni de interminable planicie cronológica. Subrayo esto, porque si los jóvenes quieren ser tan jóvenes, los viejos no quieren ser tan viejos. Y es tan admirable la adolescencia del citareo rey David, como la destreza de que da muestra, ya en su vejez, para hacerse con un poco de calor y de fuerza germinativa”.

El caso Paradiso.

José Cemí es arrastrado durante más de seiscientas páginas en una extraña Odisea, donde se suman los recuerdos más arcaicos de la infancia y la adolescencia, los tironeos del erotismo naciente y proyectado, los riesgos de las circunstancias políticas, los postres, las manos hábiles de abuelas y parientes, las mitologías más diversas desde los egipcios a los griegos, “Sócrates exhuma a Diotima –comenta un personaje de la novela en el capítulo IX-, como si quisiese demostrar que a través de los cuerpos el Eros produce lo bello, lo bueno y la inmortalidad”. Lezama Lima pareciera pretender exhumar la memoria del mundo, de su mundo privado, doméstico, y el mundo recibido, histórico y cultural. E intenta hacerlo, no por capricho o petulancia; la clave está en esa relación con la que justifica la exhumación de Sócrates y donde la bondad podría derrotar a la muerte, y donde todo esto sería la belleza, con un sentido más que estético, trascendente.

Para Cortázar, Lezama Lima muestra “el lado aduanero Rousseau” en su novela. Es decir, un candor; un candor inaugural si se quiere. “Hace con Europa –agrega- lo que hacían con el Japón los simbolistas, lo que hicieron con Africa, América Latina y Asia escritores como Paul Morand o Joseph Kessel, lo que hicieron en la antigüedad griega Pierre Louys o Marcel Schwob”. En Paradiso aparece para Cortázar “toda la historia de la humanidad y la tradición cultural europea; aparece resumida, deformada hasta la caricatura, pero a la vez enriquecida poéticamente y asimilada dentro de una gran fábula narrativa latinoamericana”.

Una summa preescritura.

En efecto, la mezcla se da, o la summa. El dedicado libro del renacentista Ludovico de Castiglione, Il cortigiano, aparece mezclado inusitadamente en las historias de un mulato cocinero, o con la escuela española de caballería de los vieneses. Uno de los capítulos del libro, abiertamente licencioso a la manera de la mejor y más noble literatura picaresca –que tanto de bueno ha dado a las letras universales- se coloca precediendo una descripción de represiones policiales en las famosas escalinatas de la universidad habanera, que toma formas alucinantes, apocalípticas.

Podría verse en el estilo del libro, más que un barroquismo, una diversidad a veces abrumadora y hasta fatigante. Y no llega a ser un barroco, en la medida que este estilo si bien es summa de otros, aquí la summa se produce antes de la escritura; ser da en la memoria del autor y sale integrada y no como voluntad de trabajo. Así como composición la sintaxis difiere mucho de otro gran escritor cubano, Alejo Carpentier, quien sí es barroco (aunque haya existido una polémica en la que se lo rescataba como gótico). Esto contradice en algo la opinión de Cortázar: “Qué admirable cosa –ha dicho-es que Cuba nos haya dado al mismo tiempo a dos escritores que defienden al barroco como cifra y signo vital de Latinoamérica y que tanto sea su riqueza que Alejo Carpentier y José Lezama Lima puedan ser polos de esa visión y manifestación de lo barroco”. Pero antes había aclarado Cortázar que es un barroquismo especial. Para Vargas Llosa se marca en este libro “un orden puramente sensorial en el que los hechos, los acontecimientos, se disuelven y se confunden formando extrañas entidades” que, podría agregarse, no tienen por qué ser barrocas.

Es que a partir de una sensibilidad obtenemos, en América Latina, lucidez y luego conciencia. Así, el escritor, más que ofrecer un producto que es resultado de su voluntad, brinda un producto hijo de su pasión; es decir, previo a la escritura misma, como ocurre con el estilo de Lezama, donde el racionalismo –en un principio- pareciera no decidir demasiado. La diferencia con Carpentier –escritor casi francés- es, desde esta perspectiva, notoria.

Ancestros andantinos.

“Si la prosa española –explica Lezama- no hubiese adquirido un ritmo que podemos llamar italiano, no hubiese sido posible el andantino de la prosa de Cervantes.” Ese andantino se prolonga en Paradiso en la fluidez de este párrafo: “El mulato lloriqueo, arreciaron las lágrimas, sonsacó perdones. Cuando se alejó parecía pedir una guitarra para pisotear la queja y entonar el júbilo”. “Mucho de lo que antes se hacía en poesía, comienza ahora a hacerse en novela en América”. Y este es el fenómeno fundamental de Paradiso más que su posible neobarroquismo. Además es un asunto cierto. Cortázar en su Rayuela, con la ruptura del relato; Vargas Llosa, en Los cachorros, disolviendo cada período a través de los cambios de personas y tiempos verbales; García Márquez con su enriquecimiento hasta el paroxismo de la anécdota. Y Lezama con la confluencia de toda la memoria abarcable, no hacen otra cosa que tratar de romper el discurso lógico, obtener la libertad –y el riesgo consecuente- que en poesía se alcanza en virtud de esa ruptura. Así no debe extrañar esta notoria preelaboración, donde las palabras sin racionalidad, sin barroquismo, parecieran pasar directamente del inconsciente –con todo lo de colectivo que él pueda tener- a la palabra. Una emoción, incluso cultural y sin demasiadas mediaciones, sin exprofesos barrocos. Esta debe ser la ingenuidad que Cortázar advertía en el gran escritor cubano y que este advierte en sus compañeros de elaboración de la nueva literatura latinoamericana. También en los primeros cronistas de Indias que “sentían –ha dicho- cómo se les inauguraban nuevos sentidos”.

Paradiso y sus pares.

“La ciudad tiene un contrapunto –explica Lezama-, un entrecruzamiento, un azar concurrente que la novela expresa. Hay un momento en que la metáfora comienza a agitar sus brazos y la imagen resuelve la situación. Yo tuve que admitir que la progresión de la metáfora se realiza en infinitas analogías. Luego la imagen cubre ese cuerpo resistente frente al tiempo que es la novela, a tal extremo que podemos concluir que el Señor Metáfora y la Señora Imagen, en una u otra forma, participan en toda la novela americana contemporánea. Sirva para ilustrar nuestro punto de vista el ejemplo magnífico de Rayuela de Julio Cortázar, donde tiempo y espacio se hacen equivalentes de metáfora e imagen. En esa dimensión recuerdo también a Vargas Llosa, a Carlos Fuentes, a García Márquez, que le han dado a la novelística contemporánea referencias verdaderamente inaugurales. Espléndido nacimiento, sin duda, que servirá para hacer la poesía más visible y más soterrada”.

Palabras de metal.

“Podemos hacer un recuento desde la época fabulosa de los Cronistas de Indias. Allí hay una novela, hay poesía, hay teogonías entrelazadas. Es decir, es el nacimiento de los nuevos ojos ante el hecho de un nuevo paisaje. Aquellos visitadores primeros, hombres que de alguna manera habían rozado la cultura grecolatina, sentían como si un ojo pineal ganase una posición suprasensorial, convirtiendo aquel primitivo en un Polifemo de inauditas posibilidades”.

“Yo le llamaría a otro momento muy eficaz en América, cuya raíz parece estar en la pedagogía roussoniana, a aquel representado por el genial Simón Rodriguez y su discípulo genial, Simón Bolívar, que es el romanticismo y que comprende casi toda la mitad del siglo pasado. Heredia, Sarmiento y posteriormente Martí”.

“Después hay otro momento de agudización verbal, que algunos representan en Darío, pero que en realidad es muy americano y que, con modalidades distintas, llega hasta nuestros días. Así como la botánica americana ofrece la paradoja de que algunos de nuestros árboles al caer la copa en tierra convierte a éste en raíz, es decir, que el árbol tiene un desarrollo semejante a aquella serpiente llamada por los egipcios ourobor, de igual manera que en muchos americanos muy esenciales como Neruda, como Vallejo y, sin exagerar, yo diría Borges, siento algún desarrollo espiraloide, pasan del verbo al concepto, a un tipo de sentencia donde la palabra llega a ser una especie de ordenanza conceptual. El americano pasa del verbo al concepto, a la inversa del europeo que tiene un mundo conceptual preestablecido”.

La posible excepción. Borges.

“La excepción parecer Borges por su carga conceptual, pero Borges interesa por su acumulación verbal, por su burla de los estilos existentes. En esta dimensión, yo recuerdo alguna protagonista veleidosa de alguno de sus cuentos. Borges se limita a decir: “ha fornicado hasta en los ardores pestilenciales del Ganges”. Ya esta sentencia es, por sí sola, un cuento. Su desarrollo volverá siempre como un ritornello a esa frase. Como no nos apoyamos en ninguna tradición, raspamos, arañamos, la médula de Saúco de cada palabra. Por eso en los grandes creadores americanos la palabra retumba”.

“En mi opinión, ningún escritor después de la muerte de Baltasar Gracián, avivó tanto la palabra, le dio un vivace al relumbre verbal, como José Martí. No es nunca negligente, la energía lo recorre siempre. Parece estar siempre en plenilúneo, eficaz, centrado y eléctrico. Para demostrar esto, basta recordar que el romance y las formas populares decrecen en España, mientras de la América, tanto el corrido mexicano como la poesía gauchesca, están no solamente vivas sino hasta pataleando”.

“La novela americana va dejando de ser rural para penetrar en la galería de espejos de la ciudad de cien puertas. Para penetrar en esa ciudad, el americano había ya realizado notables experiencias poéticas, es decir, su lenguaje tenía ojos innumerables. Su mirada traspasaba los distintos planos que conviven en una novela. Es decir, la poesía nos había otorgado un paso previo, un ritmo para penetrar en la novela”.

Lezama, escritor de poemas primero (escribe actualmente un nuevo infierno, seguramente nada dantesco) ha traspasado también con su mirada los distintos planos de la realidad cultural. “Si yo no hubiese escrito Paradiso –reconoce- mi obra no habría alcanzado importancia. Ella se ha valorizado con este libro, está enmarcada dentro de otra exigencia. Muchos escritores –culmina- adolecen de un libro que remate su obra”.


Presentación

Una forma distinta, propia, de mirar la realidad y contarla. Sumate a este proyecto de periodismo gráfico y audiovisual, para defender c...