En una oda escrita en 1819, antes de que los españoles recobraran su libertad, Shelley decía:
Ceñid, ceñid cada frente
con guirnaldas de violetas, de hiedra y de pino:
esconded ahora las manchas de sangre
bajo los colores que la dulce naturaleza ha hecho divinos:
verde fuerza, azul esperanza y eternidad.
Pero no permitáis al pensamiento deslizarse entre esas flores:
habéis sido ultrajados y esto exige recuerdo.
Nos
parece que tal advertencia es siempre formulable no sólo a los
pueblos que han sido heridos en su dignidad, no sólo a los pueblos
ultrajados, sino también a la conciencia sensible de estos pueblos
representada por poetas, no bien dicha conciencia se complazca
demasiado en la dulzura de la vida, en la dulzura del paisaje.
Pero
hemos dicho conciencia sensible y conciencia es una y aún
indivisible con lo que llamamos realidad. Queremos aludir a ciertas
características de mayor finura y resonancia que se dan en algunas
naturalezas o temperamentos llamados poéticos.
En verdad, para
una auténtica sensibilidad poética nunca puede haber complacencia,
siempre demos al término autenticidad un sentido más hondo que el
de la mera percepción de ciertas esencias o zonas inefables de las
cosas y de las criaturas, el sentido de una relación unitaria, cada
vez más sutil y cada vez más estremecido de amor.
Comprendida
así y desde este ángulo, tal sensibilidad, que sería una tensión
amorosa que abrazaría todo el ser, no podría, nos parece, detenerse
con prolongada delectación en algunas formas o armonías o ritmos,
aislándolos no ya sólo del flujo cósmico sino también de otras
relaciones o influencias relativas a la presencia y al destino del
hermano más inmediato: el hombre. Si una sensibilidad de este tipo
no podría escapar a su responsabilidad respecto de vidas más
humildes o lejanas o sordas, como que a ella le ha sido acordada más
luz o más porción de eso que se llama espíritu, qué no oiríamos
de los deberes para con la criatura de nuestra misma especie,
dividida consigo misma, dividida con su hermana y dividida con el
mundo? Ella no podría permanecer mucho tiempo en ciertos instantes
eternos o extáticos del paisaje exterior o íntimo, sin negar lo que
constituye su índole más noble o su peculiar “élan”
trascendente. Ella no podría sobre todo mirarse mucho tiempo en
tales instantes sin desmedro de su esencia amorosa, infinitamente
amorosa, ardiente y serenamente amorosa, angustiadamente amorosa a
veces, con antenas que van desde la piedra hasta las
estrellas.
Podría, por otro lado, hacerlo si a las puertas
diamantinas de los éxtasis han de llamar los llantos y los
desgarramientos de tanto ser como a su alrededor y en toda la
extensión de la tierra se arrastra en el dolor inútil, en el horror
y la muerte “ajenos”; de tanto ser como hay que alzar hasta su
propia dignidad si no se quiere ya “sublimar
el deseo de acción para crearse un mundo propio donde realizar la
plenitud humana”;
si se quiere ser leal consigo misma insertándose en el proceso que
dará formas concretas a su sueño milenario?
La
advertencia, pues, no cabría en rigor para una sensibilidad de este
género. Podría hacérsela a la que no llega a tal efusión o es
propensa a ciertos replegamientos por los que no se alcanza en verdad
el centro de relación y si se cortan o se pierden los hilos
sostenedores, flotando en un vacío lleno de espejos con la sola
propia imagen. No podría negarse que este narcisismo es fecundo
muchas veces –y hay ejemplos ilustres en consecuencias estéticas,
sobre todo si está bañado por una profunda emoción personal, como
diría Eliot, y que aún puede significar conquistas “positivas”
en los abismos del espíritu pero no podría negarse tampoco, desde
el punto de vista de la poesía, como “amor que encuentra su propio
ritmo” o lo busca indefinidamente igual que la misma vida, que está
condenado también a girar sobre sí mismo, especialmente si
encuentra demasiados goces en los dones del oficio, en la labor de
una artesanía que termina por volverse dominante o exclusiva. No
podría negarse que aparece como egoísta e indiferente, aunque pueda
responder muchas veces a una noble actitud defensiva o ser signo de
fuerzas más poderosas, que son las que habrían determinado su
movimiento evasivo o su acentuación técnica. Es fácil estimar que
en este último caso holgaría la advertencia. Pero ésta ¿no se
dirigiría a la conciencia poética que cae por demasiado tiempo en
dulzuras adormecedoras? Es cierto que casi lo habíamos olvidado, si
bien las complacencias a que aludimos tienen resultado
parecido.
¿Buscaríamos, pues, otro tipo de sensibilidad o de
poesía –nos hemos permitido ya identificarlas– al cual podríamos
hacer sin ningún reparo la advertencia?
Ella sería la que se ha
llamado “conformista”, la típicamente burguesa, ésta sí
producto claro, aunque muy afinado, de una clase. Pero la burguesía
desde hace algún tiempo no es del todo conformista. Está atacada de
temores, de pavores, de “agonías”, de “angustias”, de un
horror al vacío que sus talentos y genios más significativos han
expresado y expresan con eficacia singular. Sin embargo, en la poesía
en particular, hay algo o mucho que escapa a la dinámica social o
histórica. Ello, no obstante, en lugares donde lo que se ha llamado
su cultura no ha sufrido mayores conmociones, la burguesía, o más
bien la clase media, tímida y celosa de su pequeño bienestar,
encuentra siempre una poesía que no se arriesga más allá de la
dulzura de la vida, de la dulzura de la naturaleza, de la dulzura del
paisaje, y de los estados psíquicos correspondientes, con algunos
suspiros, por cierto, y algunas penas, que hacen de penumbras
necesarias. Pero esta poesía cumple su destino y no seremos nosotros
quienes habrán de representar el papel de aguafiestas en su paraíso,
por otro lado bien concreto o traducido en las regulares y dulces
seguridades conocidas.
Nos
damos cuenta aquí de que es a la anterior sensibilidad y no a esta
última a la que habrá que llamar la atención a veces, con la mayor
deferencia amistosa y la mayor gentileza camaraderil, sobre la
responsabilidad que le cabe a ella también respecto de la poesía
como amor, como aventura en lo absoluto del amor, como empresa de
amor que debe confiar sólo en sus poderes pero que debe también
abrirse a la infinitas posibilidades del espíritu de la tierra y de
los hombres, del espíritu del todo, que va creando eso sutil y
magnético que a ella le toca nombrar y devolver porque ése es su
destino más alto. Sobre todo cuando se complace demasiado en sí
misma, en estados demasiado prolongados de un equilibrio estático,
en acuerdos sin mayor tensión con los hombres y las cosas; sobre
todo cuando parece haber roto o perdido los vínculos que la unen a
todo, absolutamente a todas las cosas de la tierra, ya que también
es su deber: “imprimir
esta tierra provisoria y caduca en nosotros, tan profunda, tan
dolorosa, tan apasionadamente, que su esencia resucite en nosotros,
invisible”;
ya que ella es una abeja de lo “invisible”, como quería Rilke,
pero una abeja que “recoge
ardientemente la miel de lo visible para acumularla en la colmena de
oro de lo invisible”
sin ahogarse en la miel o perderse en su gusto. Sobre todo cuando
olvida que la poesía es un sufrimiento, pero en modo principal un
sufrimiento de amor. Sobre todo cuando olvida, en fin a la
poesía como desvelo, pero como desvelo tiernísimo y herido que se
ilumina a la vez profecía.
Por lo demás, periódicamente, el
drama del hombre termina por recordárselo, sin ninguna cortesía, es
cierto.