La memoria de su infancia siempre estuvo velada para nosotros, como suelen estarlo todas las memorias bélicas. Tal vez se manifestaba durante sus sueños y en ellos combatía la ocupación alemana a su modo: lavando la ropa más de lo permitido para distraer a las tropas que debían vigilarlas, rehaciendo innumerables veces el mismo trayecto para llevar información a los partisanos o aferrándose a la ametralladora ligera que nunca tuvo para disparar a quemarropa a esos enemigos que ya no existían.
Lo que no logró el humo de tanta pólvora lo consiguió el agua a través de una simple insuficiencia cardíaca: llenarle los pulmones hasta matarla. Tenía noventa y dos años y era mandona. Bajo sus órdenes aprendimos a hacer la lasagna y con sus contados silencios aprendimos que las güerras –como pronunciaba ella en su inclaudicable cocoliche– sólo tienen un final para la Historia.
Hacía cinco días que me aquejaba una sacroileitis cuando me enteré de la noticia. Básicamente, una inflamación de las articulaciones del sacro producto de un mal esfuerzo, nada que no se solucione con antinflamatorios y reposo, aseguró el médico. Cuando Ani me lo dijo estaba en la cama ensayando distintas posiciones para ver si descubría una en la que el dolor cediera. Me susurró: “Hay malas noticias”, sabía que la elipsis era efectiva como un latigazo. En un automatismo de incredulidad, sólo atiné a preguntarle si había fallecido y a hundir la cabeza en la almohada ante la confirmación. No lloré. Ella sólo se había permitido hacerlo delante de nosotros una sola vez y no me pareció apropiado despedirla derramando las lágrimas que ella se había ahorrado en vida. Hoy pienso que la vida es un continuo rasparse contra la existencia donde las lágrimas son un lubricante insuficiente.
El velorio fue discreto. Seis horas el domingo que falleció y dos horas el lunes a la mañana. No hubo coronas de flores ni llantos plañideros. Mi mamá y mi tía se encargaron de coordinarlo todo. Asistieron algunos parientes cercanos (descendencia pura, sus cuatro hermanos habían muerto), amigos de la familia y algún que otro vecino olvidado. Hacia el final del primer día llegaron unos cuantos hombres vestidos con trajes negros que se presentaron como pastores de la Iglesia Nueva Apostólica. El de mayor jerarquía, creo que lo mencionaron como el pastor dirigente de la capilla a la que concurría mi nona, encabezó el acto: una oración inicial encomendando el alma a Dios, “Padre de las luces”, unas palabras referidas a la ejemplar vida de fe de la difunta y un Padre Nuestro recitado al unísono por la mayoría de los que estaban allí.
Además de mandona, la nona Sandra era gritona y enérgica. Rezumaba vitalidad. Lo hizo incluso luego de enviudar abruptamente a los cincuenta y seis años; a mi abuelo y a su Renault 12 se los llevó puesto un tren de carga cientos de metros. Uno de los tantos viajes terroríficos que la nona tuvo que soportar. Los otros fueron la huida de su Italia natal hacia aquí escapando del hambre y la paradójica emigración de sus otras dos hijas allá por los ´90, huyendo también del hambre. Los viajes nunca fueron un destino para ella sino más bien la confirmación de que la vida nos obliga a escaparnos para poder tolerarla.
Ani, mi pareja, sin conocer muchos de estos datos, afirmó en el velorio que ella había disfrutado de la vida. Y no le faltó razón. Lo había hecho a pesar de todos sus costurones, la había celebrado cada día aferrada a su fe y a su instinto. El pragmatismo fue su salvavida. Su línea de flotación estaba tensada por el hacer permanente, sin importar mucho qué. De esa practicidad había extraído toda su sabiduría, en gran parte binaria, que volcaba en forma de sentencias breves y lapidarias como los diagnósticos de un médico desganado.
Era una loca del fuego, asaba todo lo que podía asarse: carne de vaca, de pollo, de pescado, verduras, frutas y pizzas. Prendía la parrilla cada mediodía, a excepción de los domingos que domaba su pulsión piromaníaca amasando kilos de espaguetis para toda la familia. Me hubiese gustado saber qué fantasmas había conjurado en esas fogatas diarias, cuánto carbón fue necesario para incinerar el ejército de recuerdos que la asediaba en silencio.
Una vez nos contó que de pequeña leía libros robados a la luz de una linterna y trabajaba para el sastre del pueblo confeccionando trajes de diseño. Había crecido forzando la vista y la inocencia. Cuando ingresó al geriátrico, seis meses antes de morir –ese asilo de ancianos no fue más que una eutanasia mal practicada–, volvió a ser una niña pero ya sin ingenuidad que forzar. Se negaba a comer y a usar pañales y no abrió los ojos durante toda su estadía. Cuando le preguntamos por qué lo hacía nos contestó que no tenía nada lindo para ver. El geriátrico soldó sus párpados definitivamente, algo que ni la güerra había conseguido.
Faltaban hombres a la hora de cargar el cajón en el coche fúnebre así que tuve que ayudar. Cuando agarré la manija la articulación del sacro volvió a tirarme provocándome un dolor agudo y obligándome a contraer todos los músculos, especialmente los de la cara. Pensé en sus ojos bien cerrados y me aferré a la manija.