jueves, 14 de abril de 2022

CARTA DE JEAN PAUL SARTRE A ALBERT CAMUS

 




Mi querido Camus:

Nuestra amistad no era cosa fácil, pero he de lamentarla. Si usted la rompe hoy, es sin duda porque debía quebrarse. Muchas cosas nos acercaban, pocas nos separaban. Pero este poco ya era demasiado: la amistad, también ella, tiene tendencias de ser totalitaria; se hace necesario el acuerdo en todo o las rencillas y las mismas indeterminaciones se convierten en militantes de partidos imaginarios. No he de repetirlo: esto está en el orden de las cosas. Pero, precisamente por ello hubiera preferido que nuestra actual diferencia fuese de fondo y que no se le mezclara no sé qué resabio de vanidad herida. ¿Quién lo hubiera dicho, quien hubiese creído que entre nosotros todo terminaría por una querella de autores en que usted desempeñaria el papel de Trissotin y yo el de Vadius? No quería contestar: ¿a quién convenceré? A sus enemigos, con seguridad, quizá mis amigos. ¿Y usted? ¿A quién quiere convencer? A sus amigos y a mis enemigos. Para nuestros enemigos comunes que forman legión, seremos motivo de risa: esto es lo cierto. Desgraciadamente usted me ha puesto tan deliberadamente sobre el tapete y en un tono tan desagradable que no puedo guardar silencio sin volver la cara. Así pues, contestaré: sin cólera, pero por primera vez desde que lo conozco, sin ambajes. Una mezcla de suficiencia sombría y de vulnerabilidad me ha descorazonado siempre para decirle a usted la verdad por entero. La resultante es que usted ha sido presa de una obscura desmedida, que disfraza sus dificultades interiores y a la que usted llamará, según creo, medida mediterránea. Tarde o temprano, alguien se lo hubiera dicho: tanto da que sea yo. Pero no tema, no intentaré describirlo a usted, no quiero caer en el reproche que gratuitamente usted le hace a Jeanson: hablaré de su carta y sólo de ella, con algunas referencias a sus obras si es necesario.

Ella por sí misma basta para demostrar ampliamente —si es necesario hablar de usted así como el anticomunista habla de la U. R. S. S.: ¡ah! como usted habla— que ya cumplió usted su Thermidor. ¿Dónde está Meursault, Camus? ¿Dónde está Sisifo? ¿Dónde están hoy estos troskistas de corazón, que predicaban la Revolución permanente? Sin duda asesinados o en exilio. Una dictadura violenta y ceremoniosa ha hecho presa de usted, y ella se apoya en una burocracia abstracta y pretende hacer imperar la ley moral. Ha escrito usted que mi colaborador “quisiera que nos rebelásemos contra todo excepto contra el partido y el Estado comunista”, pero por mi parte veo que usted se rebela más fácilmente contra el Estado comunista que contra usted mismo. Pareciera que la preocupación de su carta fuese el ponerse lo más rápidamente posible fuera de debate. Usted nos advierte ya en las primeras líneas: no es su intención discutir las críticas que se le hacen, ni argumentar de igual a igual con su opositor. Su propósito es: enseñar. Con la preocupación ponderable y didáctica de instruir a los lectores de Temps Modernes, toma usted el artículo de Jeanson, en el que usted ve un síntoma del mal que corroe a nuestra sociedad, y lo convierte en el tema de una lección magistral de patología. Me parece estar viendo el cuadro de Rembrandt; usted es el médico, Jeanson el muerto; con el dedo señala usted las llagas al público asombrado. Pues para usted es indiferente, ¿no es cierto?, que el artículo incriminado trate o no de su libro: éste no está en discusión, hay un Dios que garantiza su valor: éste sólo servirá de piedra de toque para revelar la mala fe del culpable. Al hacernos el honor de participar usted en este número de Temps Modernes, se trae usted consigo un pedestal portátil. Es cierto que usted cambia de método en el transcurso y que abandona su demostración profesoral y su “crispada serenidad” para emprenderla vehemente contra mí. Pero tomó usted buen cuidado de decir que no defendía su causa: ¿para qué? Sólo las críticas de Jeanson —tan tendenciosas que no pueden alcanzarle a usted— corren el riesgo de dañar principios intangibles y personalidades venerables: son estas personas y estos principios los que usted defiende: “No es a mí, sino a nuestras razones de vivir y de luchar y a la legítima esperanza que tenemos de superar nuestras contradicciones. Entonces mi silencio ya no fue posible.”

Pero, dígame Camus, ¿mediante qué misterio no es posible discutir sus obras sin que le sean quitadas a la humanidad sus razones de vivir? ¿Mediante qué milagro las objeciones que se le hacen a usted se transforman de inmediato en sacrilegio? No he sabido que Mauriac, cuando se le brindó a Passage du Malin la acogida que usted sabe, haya escrito en el Fígaro que la crítica había puesto la fe católica en peligro. Usted es mandatario: usted habla, según dice, “en nombre de esta miseria que suscita el favor de millares de abogados y nunca la de un solo hermano”. Ante esto deponemos las armas: si es cierto que la miseria salió a su encuentro y le dijo: “Anda y habla en mi nombre”, sólo me queda callar y escuchar su voz. Sólo he de confesar que interpreto mal su pensamiento: usted que habla en nombre de ella, ¿es su abogado, su hermano, o su hermano abogado? Y si usted es hermano de los miserables, ¿cómo ha llegado a ello? Puesto que no es por herencia de sangre, debe ser por el corazón. Pero no: pues usted elige sus miserables y no creo que usted sea hermano del desocupado comunista de Boloña o del jornalero miserable que lucha en Indochina contra Bao-Da’í o contra los coloniales. ¿Por la condición? Puede ser que usted haya sido pobre, pero ya no lo es más; usted es un burgués, como Jeanson y como yo. ¿Por devoción, entonces? Pero si es intermitente, tal como estamos cerca de Mme Boucicaut y de la limosna y si es necesario para animarse a tomar el título de hermano de los miserables, consagrarles todos los instantes de su vida, entonces usted no es hermano de ellos: sea cual fuere su solicitud, ésta no es su única finalidad y usted está muy lejos de parecerse a San Vicente de Paul o a una “hermanita” de los pobres ¿Hermano de ellos? No. Usted es un abogado que dice: “Son mis hermanos”, porque este es el término que tiene mayores posibilidades de hacer llorar al jurado. Créame, he oído demasiados discursos paternales: acepte que desconfíe de estos fraternalismos. Y la miseria no le ha encomendado nada a usted. Entiéndame: no le niego a usted el derecho de hablar de ella. Pero si usted lo hace, que sea, así como nosotros, por su cuenta y riesgo y aceptando anticipadamente la posibilidad de ser desmentido.

¿Y qué le importa a usted, por otra parte? Si le quitan a usted los miserables, le quedarán igualmente bastantes aliados. Por ejemplo, los antiguos resistentes. Jeanson, el pobre, no tenía la intención de ofenderlos. Simplemente quería decir que la elección política se imponía en el 40 para los franceses de nuestra especie (pues entonces éramos de la misma especie: la misma cultura, los mismos principios y los mismos intereses). El no pretendía que la Resistencia hubiese sido fácil; y aunque aún no hubiera recibido los beneficios de sus buenas lecciones, no por eso dejaba de haber oído hablar de las torturas, de los fusilamientos y de las deportaciones; de las represalias que seguían a los atentados y del desgarramiento que provocaban en ciertas conciencias, imagínese que ya lo habían puesto al tanto! Pero estas dificultades nacían de la acción misma y, para conocerlas, era necesario estar ya comprometido. Si continúa persuadido de que la decisión de resistir no era difícil de tomar, tampoco duda de que fue necesario mucho valor físico y moral para mantenerla. Sin embargo lo vio a usted llamar de pronto a los Resistentes en su ayuda y me sonrojo por usted— invocar a los muertos. “No está obligado a comprender que la Resistencia... nunca me pareció una forma feliz ni fácil de la historia, así como tampoco lo piensa cada uno de aquellos que en verdad han sufrido, que debieron matar o fueron muertos.”

No; en efecto no está obligado a comprenderlo: él no estaba en Francia por aquel tiempo, sino en un campo de concentración español, por haber pretendido unirse al ejército de Africa. Dejemos estos títulos de gloria. Si Jeanson hubiese perdido un brazo en aquel campo o si hubiera corrido peligro de muerte, su artículo no sería ni mejor ni peor. El Hombre en Rebeldía no sería ni mejor ni peor si usted no hubiese participado en la Resistencia o si usted hubiera sido deportado.



Pero tenemos otra protesta: Jeanson —con razón o sin ella: esto no es de mi incumbencia— le reprochaba a usted una cierta ineficacia en el pensamiento; apenas citado, el viejo militante entra en escena: él es el ofendido. Sin embargo, usted se limita a señalarlo con un gesto y a informarnos que está cansado. Cansado de recibir lecciones de eficacia, cierto, pero especialmente cansado de ver que los holgazanes den esas lecciones a los padres de familia. Naturalmente, a esto podría contestarse que Jeanson no ha hablado de militantes jóvenes o viejos, sino que ha esbozado, y en su justo derecho, una apreciación que por la misma causa es ya histórica y que se llama sindicalismo revolucionario, —pues es posible, ya lo ve usted, juzgar de que un movimiento es ineficaz y admirar simultáneamente su valor, su espíritu de iniciación, la abnegación y hasta la eficiencia de los que participaron en ella—, especialmente al hablar de usted que no milita. Y si yo le citara a un viejo militante comunista cargado de años y de males de los más emocionantes; si yo lo hiciera aparecer en el escenario a fin de que hiciera las siguientes reflexiones: “Estoy cansado de ver burgueses como usted que se encarnizan contra el Partido que es mi única esperanza, burgueses incapaces de poner nada en orden. No digo que el partido está a salvo de todas las críticas; digo que hay que merecer el derecho de poder criticar. Nada tengo que ver con su mesura, mediterráneo o no, y menos aún con sus Repúblicas escandinavas. Nuestras esperanzas no son las suyas. Y quizá sea usted mi hermano, —¡la fraternidad cuesta tan poco!— pero ciertamente no es mi camarada”. ¡Qué emoción! ¿Eh? Esto sería a un militante, militante y medio. Y nos apoyaríamos, usted y yo, contra los bastidores del decorado, dominados ambos de sana fatiga ante los aplausos del público. Pero usted sabe bien que no sé hacer este juego, que nunca he hablado sino en mi propio nombre. Además, si estuviese fatigado, me parece que sentiría cierta vergüenza en decirlo: ¡hay tanta gente que lo está mucho más! Si nosotros estamos cansados, Camus, nos vamos a descansar ya que tenemos los medios para ello: pero no esperemos hacer temblar al mundo dándole la medida de nuestra lasitud.

¿Cómo pueden llamarse estos procedimiento? ¿Intimidación? ¿Chantaje? De todas maneras procuran aterrorizar: el desdichado crítico, repentinamente rodeado por esa multitud de héroes, y de mártires, termina por ponerse a cubierto como un civil perdido en medio de militares. ¡Y qué abuso de confianza! Estos militantes, estos detenidos, estos resistentes, estos miserables, ¿quiere usted hacernos creer que forman fila detrás suyo? ¡Vamos! Es usted quien se puso delante de ellos. ¿Así pues, que usted ha cambiado tanto? Denunciaba usted por todos los ámbitos el uso de la violencia y ahora nos hace soportar, en nombre de la moral, violencias virtuosas; usted era el primer servidor de su moralismo y, ahora, lo utiliza usted a él.

Lo que desconcierta en su carta es que está demasiado escrita. No le reprocho su pompa, que es natural en usted, sino la soltura con que usted maneja su indignación. Reconozco que nuestro tiempo tiene aspectos desagradables y que a veces se siente, la necesidad de un alivio, pero es propio de temperamentos sanguíneos, golpear con el puño en la mesa y gritar. Pero lamento que con este desorden espiritual, que puede disculparse, haya usted fundamentado una retórica. La indulgencia con que se recibe la violencia involuntaria, se niega a la violencia gobernada. ¡Con qué truhanería representa usted la calma, a fin de que sus rayos nos sorprendan mucho más! ¡Con qué arte deja usted asomar su cólera pa­ra disimularla de inmediato bajo una sonrisa que pretende ser falsamente serena! No es culpa mía si estos procedimientos me recuerdan al Tribunal de Justicia: en efecto, sólo el fiscal sabe irritarse oportunamente, conservar el dominio de su enojo hasta en los momentos álgidos y, llegado el caso, cambiarlo por un aria de violoncello. ¿La República de las Almas Nobles lo habrá nombrado a usted su acusador público?

Me llaman la atención, me aconsejan que no atribuya demasiada importancia a los procedimientos de estilo. Me parece bien: sólo que es difícil en esta carta distinguir claramente el procedimiento a secas del mal procedimiento. Me llama usted “señor Director” cuando todo el mundo sabe que somos amigos desde hace diez años: convengo en que esto es sólo una manera de hablar; usted se dirige a mí, cuando su propósito evidente es refutar a Jeanson: esto es un mal proceder. ¿No será su finalidad, el transformar su crítica en objeto, en muerte? Usted habla de él, como se habla de una sopera o de una mandolina; a él, nunca. Esto significa que él está colocado fuera de lo humano: para usted, los resistentes, los detenidos, los militantes y los pobres, se metamorfosean en guijarros. De a ratos usted llega a anonadarlo completamente y escribe usted tranquilamente “su artículo” como si yo fuese el autor. No es la primera vez que recurre a esta artimaña: Hervé lo atacó a usted en una revista comunista y alguien en el Observateur había mencionado su artículo calificándolo de “notable”, pero sin más comentario; usted le contestó al Observateur; le preguntó al director de dicho diario cómo podía justificar el adjetivo empleado por su colaborador, y explicó extensamente por qué el artículo de Hervé no era justamente notable. En fin: usted le contestó a Hervé sin dirigirle la palabra: ¿acaso puede hablársele a un comunista? Ahora, yo le pregunto, Camus: ¿Quién es usted para encaramarse a tales alturas? ¿Y qué le da derecho a usted a simular sobre Jeanson una superioridad que nadie le reconoce? Sus méritos literarios no están en discusión; poco importa que usted sepa escribir mejor, y que él sepa razonar mejor; o a la inversa: la superioridad que usted se atribuye y que le otorga a usted el derecho de no tratar a Jeanson como a un ser humano, debe ser una superioridad de raza. ¿Será que Jeanson mediante sus críticas, señaló cuanto lo diferenciaba de usted, así como la hormiga difiere del hombre? ¿Habrá un racismo de belleza moral? Tiene usted un alma bella, la de él es fea: entre ustedes dos no hay comunicación posible. Y es en este punto donde el procedimiento se hace intolerable: pues para justificar su actitud, será necesario que usted le descubra un alma negra. ¿Y para encontrar lo sombrío, lo mejor no es acaso crearlo? Al fin de cuentas ¿de qué se trata? A Jeanson no le gustó su libro, lo dijo y esto no le causó a usted ningún placer: hasta aquí no hay nada fuera de lo normal. Usted escribió para criticar su crítica: no puede criticársele, el Sr. Montherlant lo hace todos los días. Podría usted haber llegado más lejos, decir que él no comprendió nada y que yo soy un tonto, poner en duda la inteligencia de todos los redactores de Temps Modernes esto hubiese sido en buena ley. Pero cuando usted escribe: “Su colaborador quisiera que nos revelásemos contra todo, excepto contra el Partido y el Estado comunistas”, confieso que ya no me encuentro cómodo: yo creía encontrarme frente a un literato y me encuentro con un juez que instruye en nuestra prueba mediante tendenciosos informes policiales. Si por lo menos se contentara usted con tratarlo de avestruz; pero fue necesario que lo tratase de mentiroso y de traidor: “El autor simuló equivocarse en lo que leía... en él no he hallado (en el artículo) ni generosidad ni lealtad, sino la vana voluntad de traicionar una posición que no podía traducir sin ponerse de inmediato frente a un verdadero debate.” Se propone usted revelar la “intención” (evidentemente oculta) que lo lleva a “practicar la omisión y a tergiversar la tesis del libro... a decir que el cielo es negro cuando usted dice que es azul, etc?’, eludiendo los verdaderos problemas, ocultando a toda Francia la existencia de los campos de concentración rusos que su libro ha revelado. ¿Cuál es su intención? ¡Y bien! veamos: el demostrar que todo pensamiento que no es marxista es reaccionario. Y ¿por qué lo hace, al fin y al cabo? En este punto usted es un poco menos claro, pero he creído comprender que este marxismo vergonzante temía la luz; trataba con sus torpes manos, de tapar todos los agujeros de su pensamiento, y detener así los rayos enceguecedores de la evidencia. Pues si usted hubiese sido comprendido hasta el final, él no hubiera podido ya decirse marxista. El infeliz se creía permitido ser a la vez comunista y burgués; jugaba a dos puntas. Le demuestra usted que él debo elegir: inscribirse en el Partido o convertirse en un burgués como usted (') y eso justamente es cuanto él no quiere ver. Este es el resultado de la encuesta: intenciones delictuosas, deliberadas tergiversaciones del pensamiento ajeno, mala fe, reiteradas mentiras. Se imagina usted, sin duda, Ja mezcla de estupor y de alegría con que, cuantos conocen a Jeanson, su sinceridad, su rectitud, sus escrúpulos y su gusto por la verdad, recibirán este sumario. Pero lo que se apreciará especialmente, es me imagino, el párrafo de su carta en que usted lo invita a hacer confesiones: “Me parecería normal y casi valiente que abordando francamente el problema usted justificara la existencia de estos campos. Lo que es anormal y traiciona su embarazo es que usted no habla de ello”. Estamos en el muelle de los Orfévres, el “tira” anda y sus zapatos crujen, así como en las películas: “Te digo que lo saben todo. Tu silencio es sospechoso. Vamos, di que eres cómplice. Conoces esos campos ¿eh? Dilo. Así se termina todo. Además el tribunal tendrá en cuenta tus confesiones.” ¡Mi Dios, Camus! ¡Qué seriedad la suya! y para emplear sus propias palabras ¡qué frívolo! ¿ Y si usted se hubiera equivocado? ¿Y si su libro fuera simplemente testimonio de su incompetencia filosófica? ¿Si estuviera hecho con conocimientos reunidos apresuradamente y de segunda mano? Si no hubiese más que dar tranquilidad de conciencia a los privilegiados, tal como podría atestiguarlo aquel critico que días pasados escribía: “Con Camus, la población cambia de frente.” ¿Y si usted no estuviese en el justo razonamiento? ¿Si sus pensamientos fuesen vagos y banales? ¿Y si simplemente Jeanson hubiese sido impresionado por su pobreza? Si, lejos de obscurecer las radiantes evidencias de usted, él se hubiera visto obligado a encender focos para distinguir el contorno de las ideas débiles, obscuras y embrolladas? No quiero decir que esto sea así, pero, en fin ¿no pudo usted por un instante pensar que pudiera serlo? ¿Es necesario desvalorizar apresuradamente a cuantos le miran y sólo ha de poder aceptar usted los espíritus sometidos? Le era a usted imposible defender su tesis y persistir en su creencia de que era justa, comprendiendo simultáneamente que otro la hallase falsa? Usted defiende el riesgo en la historia, ¿por qué lo rechaza en literatura? ¿Por qué es necesario que usted se proteja por un universo de valores intangibles en lugar de combatir contra nosotros —o con nosotros— sin intervención celeste? Cierta vez usted escribió: “Nos ahogamos en medio de gente que cree tener absolutamente razón, ya sea con sus máquinas o con sus ideas.” Y era cierto. Pero mucho me temo que se haya pasado usted al bando de los ahogadores y que abandone para siempre a sus amigos, los ahogados.

Pero lo que colma todas las medidas, es que haya recurrido usted a esa práctica que hace aún muy poco se denunciaba —creo que bajo el nombre de amalgama— en el curso de un meeling en el cual usted participara. En ciertos procesos políticos, si hay varios acusados, el juez confunde a los jefes de la acusación para poder confundir las penas: se entiende que esto sólo ocurre en los estados totalitarios. Este es, sin embargo, el procedimiento que usted eligió: de un extremo al otro del alegato simula usted confundirme con Jeanson. ¿El medio? Es muy simple, pero había que pensarlo: por un artificio del lenguaje confunde usted al lector a tal extremo que ya no se sabe de cuál de los dos habla. Primer tiempo: yo soy quien dirige la revista, en consecuencia usted se dirige a mí: procedimiento irreprochable. Segundo tiempo: me invita usted a reconocer que soy responsable de los artículos que se publican: de acuerdo. Tercer tiempo: de allí se deduce que apruebo la actitud de Jeanson y, apresurando las cosas, que esta actitud es mía. A partir de aquí poco importa saber cuál de los dos ha tomado la pluma: de cualquier manera el articulo me pertenece. Un sabio uso del pronombre personal concluirá la amalgama: Vuestro [Votre (')] artículo... [Vous ) hubiera(n) debido... (Vous) tenían(n) derecho... (Vous) no tenia(n) derecho... Desde el momento que (vous) hablaba(n)...” Jeanson se limitó a tejer sobre una trama que yo había delineado. La ventaja es doble: usted lo presenta como mi lacayo literario y ejecutor de labores subalternas; ya se ha vengado usted. Por otra parte yo me convierto en un criminal: yo soy quien insulta a los militantes, a los resistentes y a los miserables, soy yo quien se tapa los oídos cuando se habla de los campos soviéticos, y quien trata de poner la antorcha encendida debajo del almud. Un solo ejemplo será suficiente para denunciar el método: podrá verse que el “delito” que pierde toda consistencia sj se lo imputa a su verdadero autor, se torna crimen si se lo atribuye a quien no lo ha cometido.




Cuando usted escribe: “Ningún crítico de mi libro puede dejar el hecho (los campos de concentración rusos) de lado” usted se dirige sólo a Jeanson. Es al crítico a quien usted reprocha el no haber hablado en su artículo de los campos de concentración. Quizá tenga usted razón, quizá Jeanson hubiera podido contestarle que es una payasada que el autor decida sobre lo que ha de decir el crítico, que por otra parte no es tanto lo que usted habla de los campos de concentración en su libro y que no puede verse bien que usted exija de pronto, que se los ponga en el tapete sin más razón que el que los informadores mal informados le hayan hecho creer a usted que con ello nos pondría en dificultades. De todas maneras se trata de una discusión legítima que podía haberse entablado entre usted y Jeanson. Pero, cuando más adelante usted escribe: “(Vous) reserva(ri) el derecho relativo de ignorar el hecho concentracionista en la U.R.S.S. en tanto que (vous) aborda(n) las cuestiones planteadas por la ideología revolucionaria en general, el marxismo en particular. (Vous) lo deja de lado si los encara-y (vous) los aborda al hablar de mi libro” es a mí a quien usted dirige. Y bien, yo le contesto que sus interpelaciones son engañosas: pues usted aprovecha el hecho innegable de que Jeanson, tal como era su derecho, no habló de los campos soviéticos, a propósito de su libro, para insinuar que yo, director de una revista que se pretende comprometida, haya jamás encarado la cuestión, lo cual sería en efecto, una falta grave contra la honestidad. Sólo que esto es falso: algunos días después de las declaraciones de Rousset, hemos consagrado a los campos de concentración un Editorial que me comprometía ampliamente, así como varios artículos; y si usted compara las fechas, verá que aquel numero estuvo compuesto antes de que interviniera Rousset. Poco importa, por otra parte: sólo quería demostrarle que hemos planteado la cuestión de esos campos y que hemos tomado posición en el momento mismo en que la opimon francesa los descubría. Algunos meses más tarde volvimos sobre el tema en otro editorial y hemos precisado nuestro punto de vista en artículos y notas. La existencia de estos campos puede indignarnos, causamos horror; pueden ellos obsesionarnos: pero ¿por qué habrían de embarazarnos ¿Acaso he retrocedido cuando se trató de decir lo que pensaba de la actitud comunista? Y si soy un avestruz, un encubierto, un simpatizante vergonzoso ¿cómo se explica que sea a mí a quien odien y no a usted. No hemos de vanagloriarnos de los odios que provocamos: le diré francamente que lamento profundamente esta hostilidad; a veces llego a envidiarle la profunda indiferencia que le manifiestan. Pero que he de hacerle cuando escribe: “Se reserva usted el derecho relativo de ignorar... etc.” O bien, quiere usted insinuar que Jeanson no existe y que ése es uno de ñus seudónimos —lo cual es absurdo—, o pretende usted que nunca he dicho palabra de estos campos —lo cual es una calumnia . Sí. Camus, yo, como usted, creo inadmisible esos campos: pero tan inadmisibles como el uso que, día tras día, hace de ellos la “prensa llamada burguesa . Yo no digo: el malgache antes que el Turcomano; digo que no hay que explotar los sufrimientos infligidos a los turcomanos para justificar las que hacemos soportar a los malgaches. Yo he visto cómo se regocijaban los anticomunistas por la existencia de esos presidios; he visto como los utilizaban para tranquilizar sus conciencias; y no he tenido la impresión de que socorrieran al turcomano sino que explotaban sus desgracias así como la U.R.S.S. explota su trabajo. Esto es lo que llamaría el full-employment del turcomano. Seriamente, Camus, dígame, por favor, ¿cuál es el sentir que las revelaciones de Rousset despertaron en un corazón anticomunista. ¿Desesperación? ¿Aflicción? ¿Vergüenza de ser hombre? ¡Vamos, para un francés es difícil colocarse en el lugar de un turcomano, experimentar simpatía por ese ser abstracto que es el turcomano visto desde aquí. A lo sumo, podemos admitir que el recuerdo de los campos de concentración alemanes ha despertado en los mejores, una especie de horror espontáneo. Y además, seguramente, temor. Pero, vea un poco, fuera de la relación con los turcomanos, lo que debía provocar la indignación, y quizá la desesperación, era la idea de que un gobierno socialista, apoyado en un ejército de funcionarios hubiera podido sistemáticamente reducir los hombres al servilismo, fuera de esto, Camus, nada puede afectar al anticomunista que ya creía que la U.R.S.S. era capaz de todo. El único sentimiento que en él provocaron estas comunicaciones —me cuesta decirlo— es alegría. Alegría porque al fin ya tenía esa prueba, y porque iba a verse lo que se vería. Era necesario actuar, no sobre los obreros, —el anticomunista no es tan loco—, sino sobre las buenas gentes que seguían siendo “de izquierda”, había que intimidarlos, impresionarlos con el terror. Si abríamos la boca para protestar contra cualquier abuso, de inmediato nos cerraban la boca: “¿Y los campos de concentración rusos?” Se forzaba a la gente a denunciar esos campos, bajo pena de complicidad. Excelente método: o bien él infeliz se echaba sobre los comunistas o bien se hacía cómplice del “mayor crimen de la tierra”. Fue entonces cuando comencé a saberlos abyectos, a estos maestros cantores. Pues, a mi entender, el escándalo de los campos nos afecta a todos. A usted tanto como a mí. Y también a los demás: la cortina de hierro sólo es un espejo y cada una de las mitades del mundo refleja la otra mitad. A cada paso de la tuerca de aquí, corresponde, allá, una vuelta de tornillo; aquí y allá, somos observadores y observados. Una tensión americana que se traduce por una caza de fantasmas, provoca una tensión rusa que quizá se traduzca en la intensificación de la producción de armas y el aumento de trabajadores forzados. La inversa, se comprende, también puede ser cierta. Quien condena hoy debe saber que nuestra situación le obligará mañana a hacer algo peor que lo que ha condenado. Y cuando veo en las paredes de París, esta chanza: “Pase sus vacaciones en la U.R.S.S., país de la libertad” con sombras grises detrás de los barrotes, no me parece que sean los rusos los ruines. Entienda bien, Camus, ya sé que cien veces usted ha combatido y denunciado en la medida de sus fuerzas, la tiranía de Franco o la política colonial de nuestro gobierno:- usted ha conquistado el derecho “relativo” de hablar de los campos soviéticos. Pero he de hacerle dos reproches: mencionar los campos en una obra del género serio y que se proponía darnos una explicación de nuestro tiempo, era su justo derecho y su obligación; lo que me parece inadmisible es que hoy utilice usted esto como un argumento de reunión pública y que utilice usted también al turcomano y al kurdo para aplastar con más firmeza a un crítico que lo ponderó. Además lamento que usted cree el argumento maza para justificar un quietismo que se niega a diferenciar entre los poderosos. Pues es lo mismo, y usted lo dice, confundir a los señores y confundir a los esclavos. Y si usted no diferencia entre éstos, se condena a tener hacia ellos sólo una simpatía de principio. Tanto más que suele ocurrir que “el esclavo” está aliado a aquéllos que usted llama los señores. Esto explica el embarazo en que lo sumió la guerra de Indochina. Si explicamos sus principios, los vietnamitas están colonizados: luego son esclavos, pero son comunistas: luego son tiranos. Usted condena al proletariado europeo, porque no ha reprobado públicamente a los Soviets, pero también, usted condena a los gobiernos de Europa porque admitirán a España en la Unesco; en este caso, sólo veo una solución para usted: las islas Galápagos. En cambio a mí, al contrario me parece que la única manera de acudir en ayuda de los esclavos de allá, es tomando el partido de los de aquí.

Iba a dar por terminado esto, pero releyéndome, creo ver que su demanda también se refiere a nuestras ideas. En efecto, todo indica que mediante las palabras “libertad sin freno” usted se refiere a nuestro concepto de la libertad humana. ¿He de injuriarlo creyendo que estas palabras son suyas? No: usted no ha podido cometer tal contrasentido; las ha recogido en el estudio del Padre Troisfontaines; tendré por lo menos en común con Hegel, que usted no nos habrá leído ni a uno ni al otro. ¡Qué manía tiene usted de no acudir a las fuentes! Sin embargo, usted sabe bien que un freno sólo puede aplicarse a las fuerzas reales del mundo, y que se frena la acción física de un objeto que actúa sobre uno de los factores que la condicionan. Bien, la libertad no es una fuerza: no soy yo quien lo determina así, sino la definición misma. Es o no es: pero si es, escapa al encadenamiento de los efectos y de las causas: es de otro orden, ¿o se echaría usted a reír si se hablase del clinamen sin freno de Epicuro? Después de este filósofo, el concepto del determinismo y, en consecuencia, el de la libertad se han complicado un tanto. Pero siempre subsiste la idea de una ruptura, de un desprendimiento, de una solución de continuidad. No me aventuro a aconsejarle que se remita a El Ser y la Nada, la lectura le parecerá inútilmente ardua: usted detesta las dificultades del pensamiento y rápidamente decreta que no hay nada que entender para evitar anticipadamente el reproche de no haber entendido nada. En fin, que yo estaba explicando las condiciones de esta ruptura. Si hubiese usted dedicado algunos minutos a reflexionar sobre el pensamiento ajeno, hubiese observado que la libertad no puede tener freno: ¿qué podría frenarla? ¿Y qué necesidad tiene de que la frenen? Un coche puede quedarse sin frenos porque está construido para tenerlos; pero la libertad no tiene ruedas. Ni patas, ni mandíbulas a las que se les pueda poner trabas; no tiene relación con los frenos porque no está provista ni desprovista de ellos; y desde el momento que está determinada por su empresa, encuentra sus límites en el carácter positivo pero necesariamente terminado de ésta. Estamos embarcados, debemos elegir: el proyecto nos ilumina y da su sentido a la situación, pero recíprocamente sólo hay una manera de sobrepasarla, es decir, de comprenderla. El proyecto, somos nosotros mismos: bajo su luz nuestra relación con el mundo se determina; las finalidades y los medios parecen reflejar simultáneamente a nuestros ojos la hostilidad de las cosas y nuestro propio fin. Dicho esto, puede usted llamar “sin freno” a esta libertad que sólo puede fundamentarse en sus (los de usted) propios pensamientos, Camus (pues ¿si el hombre no es libre, cómo puede “exigir” tener un sentido? Sólo que a usted no le gusta pensar en esto.) Pero esto no tiene más significado que si usted dijese: libertad sin esófago, o libertad sin ácido clorhídrico; y usted sólo habrá revelado que, como tanta gente, confunde lo político y lo filosófico. Sin freno: cierto. Sin policía, sin magistratura. Si se concede la libertad de consumir bebidas alcohólicas, sin fijar sus límites, ¿qué será de la virtuosa esposa del borracho? Pero el pensamiento de 1789 es más preciso que el suyo: el límite de un derecho (es decir de una libertad) es otro derecho (es decir otra libertad), y no, no se qué “naturaleza humana”: pues la naturaleza —sea o no “humana”— puede aplastar al hombre pero nunca teniendo vida, reducirlo al estado de un objeto; si el hombre es un objeto, es para otro hombre. Y son estas dos ideas difíciles, lo convengo: el hombre es libre —el hombre es el ser por quien el hombre puede convertirse en objeto— -las que definen nuestra ley presente, y permiten comprender la opresión. Usted había creído —¿bajo palabra de quién?— que, en primer lugar yo concedía a mis congéneres una libertad paradisíaca, para luego someterlos a cadenas. Estoy que tienden a desprenderse de la servidumbre natal. Nuestra libertad de hoy, sólo es la libre elección de luchar para ser más adelantes libres. Y el aspecto paradójico de esta fórmula expresa simplemente, la paradoja de nuestra condición histórica. Ya ve usted que no se trata de enjaular a mis contemporáneos, éstos ya están en la jaula; al contrario, se trata de unirnos a ellos para quebrar los barrotes. Pues también nosotros Camus estamos enjaulados, y si usted quiere de verdad impedir que un movimiento popular degenere en tiranía, no comience por condenarlo sin recursos y por amenazar con su retiro al desierto, tanto más que sus desiertos sólo son una parte un poco menos frecuentada de nuestra jaula; para merecer el derecho de influir sobre los hombres que luchan, en primer lugar hay que participar en sus combates, en primer lugar hay que aceptar muchas cosas, si se quiere lograr el cambio de algunas. “La historia” presenta muy pocas situaciones más desesperadas que la nuestra, y esto excusa los vaticinios; pero cuando un hombre no sabe ver en las luchas actuales sino el duelo imbécil de dos monstruos igualmente abyectos, creo que ese hombre ya nos ha abandonado: se fue solito al rincón y refunfuña; lejos de esto que me parezca dominar como un árbitro una época a la cual vuelve deliberadamente las espaldas, lo veo como a un ser condicionado por ella y encerrado en el rechazo que le inspira un resentimiento muy histórico. Me compadece usted diciendo que tengo mala conciencia, pero no es así, y aún cuando me envenenara la vergüenza, igualmente me sentiría menos desviado y más asequible que usted, pues para conservar su conciencia buena, necesita usted condenar; un culpable se hace necesario: si no es usted, ha de ser el universo. Usted pronuncia sentencias y el mundo ni chista palabra, pero las condenas de usted se anulan en cuanto llegan al mundo, y debe volver a comenzar siempre; si usted se detuviera, le sería posible verse: está usted condenado a condenar, Sisifo.

Usted fue para nosotros —quizás mañana vuelva a serlo— la admirable conjunción de una persona, una acción y una obra. Era en el 45: descubrimos a Camus, el resistente, así como habíamos descubierto a Camus, autor del Extranjero. Y cuando nos aproximábamos al redactor de Combat clandestino, de aquel Meusault que llevaba su honestidad hasta la negación de decir que amaba a su madre y a su amante, y a quien nuestra sociedad condenara a muerte, cuando se sabía por sobre todo, que usted no había dejado de ser ni uno ni otro, esta contradicción nos hacía progresar en el conocimiento de nosotros mismos y del mundo, y entonces no estaba usted lejos de ser ejemplar. Pues usted resumía los conflictos de la época y los sobrepasaba con su pasión por vivirlos. Era usted una persona, la más compleja y la más rica: el último y el mejor de los herederos de Chateaubriand y el fiel defensor de una causa social. Tenía usted todas las posibilidades y todos los méritos, pues en usted se unían la conciencia de la nobleza moral al gusto apasionado por la belleza, la alegría de vivir al sentido de la muerte. Ya, antes de la guerra, contra la experiencia amarga de lo que usted llamaba el absurdo, su elección había sido defenderse mediante el desprecio, pero usted opinaba que “toda negación contiene en potencia un sí” y quería usted hallar un consentimiento en la profundidad del rechazo, “consagrar el acuerdo del amor y de la rebelión”. Según usted, el hombre es enteramente él, cuando es feliz. Y, “¿acaso la felicidad no es sino el simple acuerdo de un ser con la vida que lleva? ¿Y qué acuerdo puede más legítimamente unir al hombre a la vida, sino la doble conciencia de su deseo de perdurar y. de su destino de muerte?” La felicidad no era por completo ni un estado, ni un acto, sino esta tensión entre las fuerzas de muerte y las fuerzas de vida, entre la aceptación y el rechazo, mediante lo cual, el hombre define el presente —es decir, a la vez, instante y eternidad— y se convierte en sí mismo. De tal manera, cuando usted describe uno de esos momentos privilegiados que realizan un acuerdo provisorio entro el hombre y la naturaleza y que, desde Rousseau hasta Bretón, han dado uno de los temas mayores a nuestra literatura, allí podía usted introducir un matiz completamente nuevo de la moralidad. Ser feliz, era ejercer su oficio de hombre; usted descubría para nosotros “el deber de ser feliz”. Y este deber se confundía con la afirmación de que el hombre es el único ser en el mundo dueño de un sentido “porque es el único que exige tenerlo”. La experiencia de la felicidad, semejante al Suplicio de Bataille, pero más compleja y más rica, lo erigía a usted frente a un Dios ausente, como un reproche, pero también como un desafío: “el hombre debe afirmar la justicia para luchar contra la injusticia eterna, crear la felicidad para protestar contra la desgracia universal”. El universo de la desgracia no es social o al menos no lo es en primer término: es la Naturaleza indiferente y vacía en que el hombre es extraño y en que está condenado a morir; en una palabra, es “el eterno silencio de la Divinidad”. De tal manera nuestra experiencia unía estrechamente lo efímero a lo permanente. Conciente de ser perecedero, usted sólo quería considerar-verdades “que debieran corromperse”. Su cuerpo era de este orden. Rechazaba usted la treta del Alma y de la Idea. Pero, puesto que según sus propios términos, la injusticia es eterna —es decir, puesto que la ausencia de Dios es una constante a través de los cambios de la historia— la relación inmediata y siempre recomenzada del hombre que le exige tener un sentido (es decir que se le dé) a este Dios que guarda eternamente silencioso, es por sí misma trascendente a la Historia. La tensión mediante la cual el hombre se realiza —que es, simultáneamente gozo intuitivo del ser— es pues una verdadera conversión que lo arranca a la “agitación” diaria y a la “historicidad” para hacerlo coincidir finalmente con su condición. No se puede ir más lejos; ningún progreso puede hallar lugar de esta tragedia instantánea

Así, pues, no lo niegue: no ha rechazado usted la Historia por el sufrimiento ni por haber descubierto el horror de su rostro. Usted la rechazó antes que cualquier experiencia porque nuestra cultura la rechaza y porque usted colocaba los valores humanos en la lucha del hombre “contra el cielo”. Usted se eligió y se creó y se creó tal como es, meditando sobre las desgracias y las inquietudes que eran su destino personal y la solución que usted les diera, es una sabiduría amarga que se esfuerza en negar el tiempo.




Sin embargo, cuando llegó la guerra, se entregó usted sin reservas a la Resistencia; llevó usted un combate austero, sin gloria ni galones; los peligros no eran excitantes: peor aún, corría el riesgo de verse degradado, envilecido. Este esfuerzo, siempre penoso, a menudo solitario se presentaba necesariamente como un deber. Y su primer contacto con la Historia tomó para usted el aspecto de un sacrificio. Por otra parte, usted lo escribió y dijo que luchaba “por ese matiz que separa el sacrificio de la mística”. Entiéndame: si digo “su primer contacto con la Historia” no es para dejar entender que haya tenido otro y que haya sido mejor. En aquel momento, nosotros intelectuales, sólo hemos tenido ese; y si yo lo llamo de usted, es que usted lo vivió más profunda y totalmente que muchos de nosotros (incluso yo). No impide esto, que las circunstancias de este combate lo anclaron en la creencia de que a veces había que pagar su tributo a la Historia para tener luego el derecho de volver a los verdaderos deberes. Acusó usted a los alemanes de haberlo arrancado de su lucha contra el cielo para obligarlo a tomar parte en los combates temporales de los hombres: “Desde tantos años, trata de hacerme penetrar en la Historia... “Y más lejos: “Hizo cuando era debido, hemos entrado en la Historia. Y durante cinco años, ya no fue posible gozar del grito de los pájaros ” La Historia era la guerra; para usted era la locura de los demás. Ella no crea, destruye: impide que la hierba crezca, que los pájaros canten, que el hombre ame. Ocurrió, en efecto, que las circunstancias exteriores parecían confirmar su punto de vista: llevaba usted, en la paz un combate sin tiempo contra la injusticia de nuestro destino y los nazis habían tomado a su entender el partido de esta injusticia. Cómplices de las fuerzas ciegas del universo, trataban de destruir al hombre. Usted combatió, tal como lo escribe: “para salvar la idea del hombre ” Resumiendo, no pensó usted en “hacer Historia” como dice Marx, sino en impedir que se hiciera. La prueba: después de la guerra, usted sólo encara el regreso al statu quo; “nuestra condición no ha dejado de ser desesperante”. El sentido de la victoria aliada nos ha parecido ser “la adquisición de dos o tres matices que quizás no tengan más utilidad que la de ayudar a que algunos de nosotros muramos mejor”.

De tal manera, en una reunión de circunstancias, uno de esos raros acuerdos que por cierto tiempo ofrecen una imagen de la verdad de una vida le permitieron ocultar que la lucha del hombre contra la Naturaleza es, a la vez, la causa y el efecto de una y otra lucha, tan antigua y tan despiadada: la lucha del hombre contra el hombre. Se rebelaba contra la muerte, pero en los cercos de hierro que rodean las ciudades, otros hombres se rebelaban contra las condiciones sociales que aumentan el porcentaje de mortandad. Un niño moría, usted acusaba lo absurdo del mundo y al Dios sordo y ciego que había usted creado para poder escupirle el rostro; pero el padre del niño, si era desocupado u obrero, acusaba a los hombres: él sabía que lo absurdo de esta condición no es igual en Passy que en Billancour. Y, finalmente los hombres casi le disfrazaban los microbios: en los barrios miserables, los niños mueren en doble cantidad que en los barrios pudientes y, desde el momento que otro reparto de bienes pudiera salvarlos , la mitad de los muertos, entre los pobres, parecen ejecuciones capitales en las que el microbio es el verdugo. Quería usted realizar por sí mismo, la felicidad de todos por una tensión moral; la multitud sombría que comenzábamos a descubrir reclamaba que renunciásemos a nuestra felicidad para que ella fuese un poco menos desdichada. De pronto, los alemanes ya no contaron; hasta pareció que nunca hubiesen contado; habíamos creído que sólo había un modo de resistir, descubríamos que había dos maneras de ver la Resistencia. Y cuando aún usted encarnaba para nosotros el hombre del pasado inmediato, ya se había convertido usted en un privilegiado para diez millones de franceses que no reconocían sus cóleras demasiado reales en su rebelión ideal. Esta muerte, esta vida, esta tierra, esta rebelión, este Dios, este no y este sí, este amor, eran según se decía, un juego de príncipes. Estos llegaban a decir: juego de circo. Usted había escrito: “Sólo una cosa es más trágica que el sufrimiento y es un hombre feliz”; y “ una cierta continuidad en la desesperanza puede engendrar la alegría”, y, también, “este esplendor del mundo, dudaba de que fuese quizás la justificación de todos los hombres que saben que un punto extremo de la pobreza se une siempre al lujo y a la riqueza del mundo ”. Y, ciertamente, yo que como usted soy un privilegiado, comprendo cuanto usted pagó para poder decirlo. Me imagino que usted estuvo más cerca de una cierta muerte, de una cierta privación, de lo que pudieron estarlo muchos hombres y creo que usted debió conocer la verdadera pobreza, o quizá la miseria. Estas frases no tienen bajo su pluma el sentido que tendrían en un libro de Mauriac o de Montherlant. Y cuando usted las escribió parecían naturales. Pero lo esencial hoy, es que ya no lo parecen: se sabe qué hace falta, si no bienestar, por lo menos cultura, inapreciable e injusta riqueza para hallar lujo en la profundidad del despojo. Se piensa que las circunstancias, aún las dolorosas, de su vida han sido elegidas para atestiguar que la salvación personal era accesible a todos; y que el pensamiento que prevalece en el corazón de lodos, pensamiento de amenaza y de odio, es que sólo esto es posible para algunos pocos. Pensamiento de odio, pero ¿qué podemos hacer? Todo lo corroe; hasta usted mismo, usted que no quería odiar a los alemanes, deja traslucir en sus libros, un odio de Dios que ha permitido que se dijera que usted era “antiteísta” más que ateo. Todo el valor que un oprimido puede tener a sus propios ojos, lo comprende en el odio que tiene para otros hombres. Y su amistad a sus compañeros pasa por el odio que siente por sus enemigos; los libros de usted, así como tampoco su ejemplo pueden nada por él, usted les enseña un arte de vivir, una “ciencia de la vida”, usted enseña a descubrir una vez más nuestro cuerpo pero el cuerpo de él, cuando vuelve a hallarlo por la noche —después que se lo hayan robado durante todo el día- sólo es una enorme miseria que lo perturba y lo humilla.

¿Qué salida le quedaba a usted? Modificarse en parte a fin de conservar algunas de sus verdades y satisfacer simultáneamente las exigencias de estas masas oprimidas. Quizás lo hubiese hecho usted si los representantes de ellos no le hubiesen insultado a usted, de acuerdo a sus costumbres. Detuvo usted en seco el desliz que se estaba produciendo, y se obstinó, mediante un nuevo desafío, en manifestar a los ojos de todos, la unión de los hombres frente a la muerte y la solidaridad de las clases cuando ya las clases habían retomado sus luchas ante usted. De tal manera, lo que durante cierto tiempo fuera una realidad ejemplar, se convirtió en la afirmación perfectamente vana de un ideal, tanto más cuanto que esta solidaridad mentida se había transformado en lucha hasta en su propio corazón. Acusó usted a la historia y antes que interpretar el curso, prefirió no ver ya absurdidad alguna. Usted tomó de Malraux, de Corrouges, de otros veinte más, no sé qué idea de “divinización del hombre” y, condenando el género humano, se colocó usted a su lado, pero fuera de las filas, como el último Abencerraje. Su personalidad, que fue real y vivida mientras la nutrían los acontecimientos, se convierte ahora en un espejismo; en 1944 era el porvenir, en el 52 es el pasado y lo que a usted le parece la más tremenda injusticia es que todo esto viene desde afuera y sin que usted haya cambiado en absoluto. A usted le parece que el mundo presenta las mismas riquezas que antaño y que son los hombres quienes ya no quieren verlas: y bien, trate de extender la mano y verá como todo desvanece: la misma Naturaleza ha cambiado de sentido porque las relaciones que los hombres mantienen con ella, han cambiado. Y sólo le quedan a usted recuerdos y un lenguaje cada vez más abstracto; usted sólo vive a medias entre nosotros y está tentado en dejarnos del todo para retirarse a alguna soledad donde pueda volver a encontrar el drama que debía ser el del hombre y que ya ni siquiera es de usted, es decir, simplemente en una sociedad que haya permanecido en un estado inferior de civilización técnica. Cuanto le ocurre a usted es perfectamente injusto, en cierto sentido. Pero por otra parte, es pura justicia: era necesario cambiar, si usted quería permanecer siendo usted mismo, y usted tuvo miedo de cambiar. Si piensa que soy cruel no tema: pronto hablaré de mí y en el mismo tono. En vano procurará usted atacarme; pero confíe en mí, he de pagar por todo esto. Pues usted es perfectamente insoportable, pero así mismo es mi “prójimo” por la fuerza de las cosas.

Comprometido en la historia, tal como usted, yo no la veo de la misma manera. No dudo de que en realidad tenga ese rostro absurdo y terrible para quienes la miran desde el Infierno; es porque estos ya nada tienen de común con los hombres que la hacen. Y si se tratase de una historia dé hormigas o de abejas, estoy seguro de que la veríamos como una seguidilla cómica y macabra de hechos, de sátiras y de asesinatos. Pero si fuésemos hormigas quizás nuestro juicio fuese diferente. Yo no comprendía su dilema: “O bien la Historia tiene un sentido o bien no lo tiene... etc.”, antes de haber leído sus Cartas a un amigo alemán. Pero todo se hizo claro cuando encontré esta frase que usted dirige al soldado-nazi: “hace años que ustedes tratan de hacerme entrar en la Historia”. Diablos, pensé, puesto que se cree fuera de ella, es normal que plantee condiciones antes de entrar. Así como la niñita que con su pie tantea el agua preguntándose “¿estará caliente?”, usted mira la Historia con desconfianza, usted sumerge el dedo que rápidamente retira y se pregunta “¿tiene sentido?”. Quien se adhiera a los fines de los hombres concretos, estará obligado a elegir sus amigos, pues no se puede, en una sociedad desgarrada por la guerra civil, ni asumir los fines de todos, ni rechazarlos todos simultáneamente. Pero desde ese momento que elije, todo cobra sentido: sabe por qué resisten los enemigos y por qué combate.. Pues la comprensión de la Historia está dada en la acción histórica. ¿La Historia tiene un sentido?, pregúnteselo a usted mismo, ¿tiene un fin? En mi opinión es la pregunta la que no tiene sentido, pues la Historia, fuera del hombre que la hace, sólo es un concepto abstracto e inmóvil; del cual no se puede decir que tenga un fin ni que no lo tenga. Y el problema no está en conocer su finalidad, sino en darle una. Por otra parte, nadie actúa solamente con miras a la Historia. De hecho los hombres están comprometidos en proyectos a corto plazo iluminados por lejanas esperanzas. Y estos proyectos nada tienen de absurdo: aquí son los tunecinos quienes se rebelan contra el colono, allá son los mineros quienes llevan a cabo una huelga de reivindicaciones o de solidaridad. No se discutirá si tienen o no valores trascendentales a la historia, sólo notamos que se manifiestan a través de las acciones humanas que, por definición, son históricas. Y esta contradicción es esencial al hombre: éste se hace histórico para proseguir lo eterno y descubre valores universales en la acción concreta que prosigue con miras a un resultado particular. Si usted dice que este mundo es injusto, usted ha perdido la partida: ya está usted afuera comparando un mundo sin justicia con una justicia sin contenido. Pero usted descubrirá la Justicia en cada esfuerzo que usted realice para ordenar su cometido, para repartir los cargos con sus compañeros, para someterse a la disciplina o para aplicarla. Marx jamás dijo que la Historia tendría una finalidad; ¿cómo hubiese podido decirlo? Sería afirmar que el hombre, cierto día, no tendrá objeto. Sólo ha hablado de un fin de la prehistoria, es decir de una finalidad que sería lograda en el seno de la historia misma, y sobrepasada como todos los fines. Ya no se trata de saber si la historia tiene un sentido y si nos dignamos participar de él, pero, desde el momento que estamos hasta los cabellos en ella, procuramos darle un sentido que nos parece el mejor, no rechazando nuestro aporte, por pequeño que sea, a ninguna acción concreta que lo requiera

El Terror es una violencia abstracta. Usted se convirtió en terrorista y violento cuando la historia —a la que usted rechazaba— a su vez lo rechazó; es que usted sólo era una abstracción de rebelado. Su desconfianza por los hombres le hizo presumir que todo acusado era ante todo un culpable; de allí sus métodos policiales con Jeanson. En primer lugar su moral se cambió en moralismo, hoy sólo es literatura, quizá mañana sea inmoralidad. No sé qué ocurrirá con nosotros: quizá nos volvamos a encontrar en el mismo campo, quizá no. Los tiempos son duros y entreverados. De todas maneras es bueno que pudiera yo decirle cuento pensaba. La Revista le está abierta, si usted quiere contestarme, pero yo ya no he de volver a contestarle. Le dije lo que usted fue para mí y lo que usted es ahora. Pero cuanto usted pueda decir o hacer en respuesta, rehuso combatirlo. Espero que su silencio hará olvidar esta polémica.



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