Me resulta inaguantable tropezar con la palabra poesía escrita con mayúscula; o que se diga de un poema que “toca lo esencialmente humano”; que se infle el asunto. Creo que comer, o gritar o hacer el amor, o reírse, o etc., es también y por ejemplo, una manera de tocar –o expresar, para ser más precisos– lo que se ha dado en llamar esencialmente humano. De no ser así tendríamos que identificar al poeta con una suerte de vaca sagrada, de intocable, de pajarón, que con voz misteriosa recita Poesía, toca lo esencialmente humano. Y esto es mentira, y por suerte. Lo lamentable es que generalmente sean poetas quienes colocan las cosas, su oficio, en este terreno pringoso, de autoadulación. Su actitud es parecida a la que suele adoptar la gente de publicidad que dice “crear”, en el sentido artístico, cuando en el mejor de los casos se está inventando un slogan o imaginando una disposición gráfica vendedora. De todas formas estos hombres de la publicidad insuflándose, sobrevalorando su oficio, pueden obtener de él mejores honorarios. Pero esta justificación, esta gratificación en el terreno práctico, no ocurre con los poetas, ya que ninguno, al menos en Argentina, vive de su profesión de poeta. Así se trataría el suyo, de un gesto meramente ramplón, sin atenuantes. Es que los poetas son a menudo adolescentes tardíos; de esta manera se sienten perseguidos, incomprendidos, solos y ansiosos; es también que buscan gratificación donde no pueden encontrarla: no hay dinero para ellos y, por otra parte, al prestigio lo rechazan y muchas veces por mera vanidad. Por cierto la gratificación para el poeta se identifica con la comunicación y también con el gozo por la cosa realizada; esto complica las cosas, el asunto no es fácil, y menos en nuestra época que fomenta sus debilidades. Pero la poesía no es consecuencia de este sector subdesarrollado, o neurótico, de la personalidad del poeta. Si bien el poeta ciertamente es un bicho raro, lo es por sus limitaciones y no porque escriba poemas. Cuando hace poesía, cuando escribe, no se pone raro ni solemne, se pone serio, concentrado. No necesita hacer –aunque lo haga– chiquilinadas, o travesuras, o canalladas, o estupideces, por más simpáticas o envidiables o censurables o tolerables que ellas puedan parecer. Tampoco cabe el transcendentalismo. Además, ser poeta en un país ahora dependiente como el nuestro, y en consecuencia un poco provinciano, es todavía una actividad de excepción, prístina; aunque se lo rechace sigue siendo “el vate”. Así dos fuentes alimentan esta versión exagerada, ampulosa del poeta y de su trabajo: la propia estimación y la estimación obsecuente –o la subestimación– del medio; ambas son hijas de la inseguridad individual o colectiva, respectivamente. Por esto conviene insistir en que no es el del poeta un oficio milagroso o sobrenatural o de loquitos o de elegidos. Es una tarea que cumple la gente.