martes, 26 de abril de 2022

CONVERSACIÓN DE HORACIO GONZÁLEZ Y MAURICIO KARTUN

 


Mauricio Kartun: Estoy recuperando fotos de aquella época. Tengo algunas fotos mezcladas. Incluso fotos que yo no sabía de dónde eran y me di cuenta de que eran de una salita que había adentro, como si fuera entre cajas del escenario del Aula Magna de Medicina.


Horacio González: Para mí es un recuerdo muy importante, porque en el fondo trasunta un ideal nunca consumado en la vida profesoral, que es ligarse con los antecedentes teatrales que tiene una clase, cualquiera que sea.


M.K.: Absolutamente. Y por el otro lado, eso de poner en práctica literalmente lo de pedagogía de masas. ¿Cómo es dirigirse a un auditorio?

H.G.: Eran tres mil personas, diez mil personas un día.

M.K.: Era muy loco.

H.G.: Lo recuerdo como un acontecimiento que me marcó mucho. Después siempre intenté tener algún tipo de acompañamiento, correlato, atmósfera, un clima teatral en las clases. Y además la profunda desazón de no poder llegar enteramente al teatro.

La condición del espectador no es un límite –el espectador es fundamental– pero hay algo en el espectador al que todo director de teatro, todo dramaturgo, todo actor, agradece como un par, y sin embargo hay una misteriosa asimetría entre el espectador y la obra teatral.

M.K.: Por supuesto. En principio hay una pasividad, una especie de condena de pasividad, de punto de vista único. El único que se mueve, que cambia el punto de vista es el que está arriba. Ve todo desde un solo lugar.

Lo asumí mucho tiempo después, pero para mí aquellas clases fueron muy marcadoras. Nunca sospeché que podía llegar a dar clases, porque me había ido muy mal en el colegio, no había logrado siquiera terminar el colegio secundario y entonces, para mí dar clase era una cosa casi impensable. Cuando empecé ese modelo de la clase espectacular, de trabajar para un grupo grande, fue el modelo que me dio confianza.

Empezar a laburar la teatralidad de la clase y hasta el día de hoy yo laburo con eso. Siempre cuando voy al origen, el origen estaba ahí. Vincularse a través de una representación. Alguien toma algo de la representación y saca una conclusión sobre eso.

H.G.: Lo difícil era vincularlo al relator. Tenía algo de las viejas radios, donde había un relator, y después venía la interpretación. Y como no había visualización de la escena, estaba todo remitido a la imaginación, que siempre es muy poderosa.

M.K.: Sí. También me parece que cuando uno rompe ese punto, esa condena del alumno, del tipo en silencio frente al conocimiento y uno va y lo busca, le propone otra cosa, le propone una identificación, una conmoción y lo sacas de ese lugar, ahí me parece que se crea algo realmente interesante.

Recuerdo haber ido a alguna clase tuya, que me invitaste mucho tiempo después, creo que en los ochenta o en los noventa, y las clases tenían algo de eso.

H.G.: Para mí también fue una inspiración descubrir que había una teatralidad reducida en la palabra, porque necesariamente la palabra es portadora de imágenes, pero tiene como anclajes fijos. En sí misma no es una representación, puede aludir a representaciones, y el repertorio enorme de metáforas que tiene cualquier acción retórica te permite un pequeño juego. Pero no vamos a confundirlo con una representación teatral en lo que es todo su término.

M.K.: No. Pero yo me acuerdo aquella vez que te visité habías hecho algo. Lo habías llevado a Fito Páez disfrazado. Algo extraordinario.

H.G.: Fito se prestaba a eso.

M.K.: Eso es extraordinario. Eso es un campo de representación, un campo de sorpresas. Ese alumno frente a eso queda perturbado.

H.G.: Después vi muchos ejemplos de ese tipo de actividad. Porque es el temor del profesor de que el uso de la palabra no sea lo suficientemente adecuado para despertar interés y por lo tanto confía en la representación teatral. Después se transformó. Hubo la diapositiva primero, la proyección cinematográfica después, y luego la televisión y todas las redes. Hoy el profesor, ¿qué puede llegar a decir? El PowerPoint… Para mí eso significó una vuelta a la revalorización de la palabra como la creadora de tensiones. Por lo tanto, ahora sospecho también de si este método empleado de una manera así, sin demasiadas prevenciones, puede debilitar lo que tiene la clase. Las clases tienen 2500 años de antigüedad. Las sociedades se montaron sobre el acto de dar clase. Y clase y teatro estaban muy fusionadas.

Y ahora ejemplifico en el PowerPoint y otras tecnologías que hacen que “el profesor sea menos aburrido, que llegue más, que utilice imágenes” y que la propia palabra escrita sean conceptos como consignas. A mí me parece más un retroceso enorme eso.

M.K.: Sin duda. Porque lo que se debilita es el acto de elocuencia. En un campo analógico –justo ayer hablábamos en camarines con los actores en relación a decir– ¿qué es el trabajo del director? Y yo decía que el trabajo del director es el trabajo de la elocuencia. Creo que lo que desarrolla un director teatral es elocuencia. Si alcanza el grado máximo posible puede incidir sobre el actor con la palabra. El maestro hace exactamente lo mismo. Hay algo del acto de elocuencia que transforma. El acto de elocuencia que logra llegar adonde no llega otra cosa.

Coincido con vos. Estas clases ilustrativas, estos PowerPoint, en todo caso lo que hacen es que suplantan esa búsqueda, suplantan la búsqueda superior, la de la elocuencia simplemente por la ilustración, por la imagen. Se vuelve mucho más chico.

H.G.: Porque otra cosa es pasar una película. Si vos pasás Kilómetro 111 es otra cosa. Evidentemente hay analogías con la historia social efectiva de la Argentina y después hay imágenes que se pueden analizar. Y una vez que pasaste la película, o cualquier otra, El general Della Rovere de Rossellini, que a mí me gusta mucho, tenés que devolver algo con tu propia elocuencia. No podés decir “la clase es bárbara porque la dio un tal Rossellini”.

M.K.: Absolutamente. En relación con eso que vos decís sobre la teatralidad, por ejemplo, los mejores recuerdos que yo tengo de mi formación en el colegio secundario son esos maestros que uno siente como modificadores. Yo los recuerdo como en una actitud teatral. Lo que me queda era como esa presencia frente al personaje. Eran personajes. Lo que uno en el teatro llamaría el personaje, en términos de una singularidad, alguien que no quedaba atrás del conocimiento, sino que el conocimiento y su presencia era lo mismo. No puedo separar lo que me decía de cómo lo decía y desde dónde lo decía.

Tuve un profesor de secundario que era poeta y cada tanto venía con unos libritos a mimeógrafo que le comprábamos. Era un tipo que nos enseñó muchísimo de literatura. No puedo separarlo de eso. Hay algo como la propia teatralidad del personaje. Nunca lo veo con el conocimiento adelante y una presencia desafectada atrás. Siempre está lo teatral ahí.

H.G.: Te agregaría un tipo de presencialidad. Teatralidad es todo me parece. Una presencia fija, y de apariencia inerte, ¿no puede también ser poseedor de la elocuencia? Habría que verlo eso. Porque la elocuencia es la locución, un tipo especial de locución que tiene su pathos. Que no tiene que notarse como tal y tiene que ser una resonancia interna muy fuerte. Digo esto en mi defensa. Porque ahora estoy muy sentado en la silla.

(Se ríen).




M.K.: Aquello fue extraordinario…

Yo tengo esa sensación –además– de un público muy sorprendido, que no sabía qué era lo que iba a ver.

H.G.: Eran estudiantes, además. La diferencia entre espectador, público, estudiante, es sutil. Hay que mantenerla. Pero la sutileza puede crear un oleaje que vaya y venga respecto a lo que es un estudiante y un espectador.

M.K.: Es cierto. Creo que la gran sorpresa era justamente desde el rol del estudiante. Ese que se sentaba allí y que se transformaba en otra cosa. Que iba como estudiante y se transformaba en espectador, en alguien que veía algo, que seguía un hilo de representación, que se reía. Y que después venía ese otro, el maestro con micrófono, que es el que de alguna manera podía sintetizar qué pasó.

H.G.: Se podría decir que eso sería innecesario. He ahí el problema.

M.K.: Sería innecesario si fuera teatro. Siendo una clase me parece que es lo contrario. Es lo que decís vos: después de la película hay alguien que viene, toma esa película y desmenuza, propone, cuestiona.

A mí me parece que ahí se arma como una especie de refuerzo. Que por supuesto, no lo podes tener en todas las clases, no todos los contextos lo permiten. Creo que ahí se armaba muy bien.

H.G.: Hay que recorrer la época también. Había una reformulación de instituciones. Y la institución pedagógica es una institución central en toda sociedad, porque está en la familia, en el estado, la vida cotidiana, en el habla común.

M.K.: Y leíamos libros sobre pedagogía y nuevas pedagogías.

H.G.: Esos libros quizá quedaron muy atrás. Las nuevas pedagogías, Paulo Freire, Illich, pretendían un tipo de alumno participativo, finalmente comprometido con su época y militante también. Ahí hay un tema fuerte, ¿no?

Creo que las experiencias de esa época pretendían –también– llegar a un estudiante que diera el salto hacia la militancia. No sé si era una pretensión indebida respecto a las aspiraciones. Es decir, el militante político ya convencido y encaminado hacia un conjunto de certezas piensa que tiene que convertir a todos los demás en su propia figura. Eso encierra un problema. Pero dicho hoy, porque en esa época yo no pensaba que eso tuviera un problema.

Creo que encierra el problema de si no hay un abanico de posibilidades muy amplias en una persona más diáfana respecto a su conciencia. Y el militante, creyendo que su pedagogía es la superior, es un agente de cancelación de esa multiplicidad de opciones, ¿no? Es el mismo problema de los padres que dicen “tomá la comunión, o confesate cuando llegue tu madurez”. Y no es así, la Iglesia sabe que tiene que hacerlo cuando no está esa madurez, que tiene que poner el sello en el momento más temprano, cuando esté la conciencia en estado más abierto e ingenuo, que sea una cosa plástica. La tabula rasa, digamos.

M.K.: De todos modos, me parece que siempre en la pedagogía –en algún costado– hay una voluntad evangelizadora. Uno siempre quiere contagiar.

H.G.: Prefiero pensar eso al profesor que dice “después ustedes tomen”. El sacerdote dice “después hagan lo que quieran, pero yo te bautizo. No acepto que llegues a los 15 años ya maduro y digas me bautizo”. No está sometido a opción, está sometido a un llamado imperativo, que si te lo perdieras dejarías de ser alguien realmente creyente.

Ahora, al despertar la creencia en un acto ilustrado, argumental, vinculado a una razón argumentativa, al mismo tiempo con consecuencias emotivas, es lo más complicado. Porque en realidad, para mí la situación discipular, todo lo que eso implica, es problemática también. La relación maestro-discípulo es por supuesto una relación que viene de tiempos inmemoriales. Fundaron sociedades. Ahora, en este momento, me parece que es un uso rutinario y fuera de lugar eso, ¿no? Pero lo siento yo como viejo profesor por el cual han pasado treinta mil, cuarenta mil estudiantes… Y cuando alguien te recuerda sentís una ligera emoción. Muy ligera, porque por un lado ves que son vidas que se separan, ya lo que dijiste no pesa para nada en esa conciencia. Pero por otro lado tenés el ligero resquemor de si algo no habrás dejado. Y si algo dejaste, se produjo lo que los psicoanalistas llaman transmisión, concepto con el cual no estoy muy de acuerdo, porque entre lo que sale de un lado y se recibe de otro pasa algo que lo transforma. Entonces, una transmisión transfiguradora. Inquieta si no dejaste algo. Y si dejaste algo, ¿será un discípulo?, ¿qué será? ¿Será alguien que te recuerde, te respete, con todas las modalidades del tiempo que se te ocurran, incuso cuando ya no estés? Para decirlo con un terrible eufemismo…

M.K.: Yo soy más optimista…

(Se ríen).

H.G.: Menos mal.

M.K.: Soy más optimista. Creo en una especie de cadena, casi te diría como de mecanismo natural estimulado por una voluntad generosa, que es la de compartir con otro aquello que a uno le ha servido. Darle a otro aquello que uno utilizó para crear algo, para pensar algo y aceptar que el propio acto de que sea tomado y transformado ya es un acto trascendente.

Pienso, en todo caso, ¿qué es la trascendencia? En un maestro la trascendencia es justamente eso: esa posibilidad de transformación mínima que uno hace en el otro, que toma estas herramientas, que las toma de uno y no las podría tomar de otro, porque uno sabe cómo transmitirlas o porque uno las tiene y otro no.

Me parece que esa cadena, en cierto acto básico de humildad, sin querer darle a eso un carácter heroico, es justamente la trascendencia. Y me parece que eso también es lo que hace a la belleza del oficio del maestro. Eso pasa al otro…

H.G.: Sí. Uno se educó políticamente en las burlas tipo jauretcheanas al maestro de la juventud. Eso lo he revisado también, porque el típico ejemplar del maestro de la juventud era Alfredo Palacios, que creía en ese papel. Si creés en ese papel, es casi seguro que después motivás fuertes desvíos respecto a la figura que vos creíste construir bajo la forma de ser maestro. Palabra que parece inocente porque profesor universitario, etc., son palabras institucionales. El maestro alude a Platón y a Aristóteles. Entonces, hay una reacción quizá justificada ante el maestro de la juventud, y uno puede decir que pierde su juventud si escuchó demasiado al maestro de la juventud.

Con esto quiero decir que el maestro de algo tiene que ser algo subrepticio, tiene que serlo de una manera tácita, casi indiferente o casi aquella con lo cual no conviva o ni se dé cuenta de que existe, motivada por la casualidad de haber hecho un hallazgo –que puede no ser tan casual– debido a que el hallazgo se hace después de prácticas anteriores que suponen buscar algo infructuosamente. Y el hallazgo ocurre cuando no lo esperas, cuando ya te das por cumplido en tu fracaso respecto de que no hallaste nada y por ahí aparece inesperadamente.

M.K.: Ahí lo complicado es de dónde sacás vos, como maestro, la motivación. Desde ese lugar es difícil imaginarlo.

H.G.: Pero es importante qué se imagina uno cuando habla, cuando da una clase. Evidentemente en el teatro me parece que es diferente, porque tenés que emplear la voz de una manera específica. Incluso cuando la voz pueda ser quebradiza o inaudible, que también está trabajado en el teatro. En cambio, en una clase lo inaudible es tomado como una mala forma de la educación.

M.K.: Es cierto. En la clase está todo. Está presente la duda de un maestro frente a una pregunta también.

H.G.: Significa mucho eso. Para mí el alumno que pregunta siempre te toma examen. Es la verdadera retribución enconada del alumno, a veces sin saberlo, pero a veces no.

¿Qué hace un alumno cuando ve que el profesor sabe menos que él? Siempre hay alumnos que saben más. Comprobado efectivamente que puede haber malos datos, mala información, precariedad. ¿Qué hace ese alumno? ¿Se queda en el molde o revela ante todos que el profesor es un inútil? Es un problema ético muy grave el del alumno.

M.K.: Y de personalidad. Uno siempre va teniendo de los dos, va alternando las dos presencias.

H.G.: Porque si hace eso demuele una institución. Es un alumno y el otro debe tener más años, un título, etc. Y si no lo hace se queda con la duda de si no podría intervenir en mejorar esa institución.

M.K.: Casualmente también recordaba –en estos días– algo que es simplemente analógico, pero a mí me sirvió. Alguna vez me contó el negro Carlos Carella que, cuando él trabajaba en televisión, el gran problema que tenía es que él no podía revelar cuando sentía que estaba actuando mal. Él no podía cortar y pedirle al director hacer todo de nuevo, porque se supone que el que sabía era el director. Por lo tanto, el rol del actor era un rol pasivo, que si salía mal había que aguantar. Y un día me dijo: “Creo que el momento en el que alguna vez me di cuenta que tenía algún poder, fue el día que le pude parar una grabación a Stivel, que era como el rey del centímetro, el tipo que hacía todo, y decirle ¿la podemos hacer de nuevo? No me salió bien”.

Eso que me contó el Negro, en relación a la actuación, me sirvió mucho cuando empecé a dar clases, cuando descubrí que podía pasar, que no necesitaba seguir hablando cuando no sabía, que podía expresar la duda. Y que frente a una situación de duda podía parar la clase y decir “lo voy a estudiar y la semana que viene traigo”. Si yo rompía ese rol de no tener que saberlo todo, de no tener que resolver algo necesariamente en la clase, eso también era –en términos pedagógicos– interesante. Era pensar: estoy en un lugar donde cuando aparece la demanda, acepto la hipótesis de que esto no lo sé y salgo a buscarlo, porque ustedes me ponen en ese lugar para que yo lo resuelva.

H.G.: Eso está muy bien.

M.K.: Creo que cambia cuando uno puede aceptar esto. O cuando puede aceptar que alguien levante la mano en la clase y aclare algo que uno dijo algo mal, por ejemplo.

H.G.: Por supuesto. Yo me refiero a situaciones más extremas, donde efectivamente las clases son una lucha por el conocimiento. No es alguien que lo imparte o lo inculca, que sería peor, que es como darle una inyección a alguien en las nalgas. La clase es una creación artística, de segundo grado, pero es una creación artística.

Personalmente prefiero hablar con derivaciones que pueden ser insoportables y después volver al punto de inicio. Porque una pregunta tiene una responsabilidad si corto un flujo que se está armando, que se está amasando. La pregunta estudiantil pedagógica, ya no el estudiante que presume estar más en la riña del conocimiento avanzado que el profesor, sino el estudiante que de verdad quiere saber, el estudiante más ingenuo, ese también tiene una responsabilidad con su pregunta pedagógica. Te pone en el lugar de una desigualdad, donde tenés que explicar cosas que son el abc de una disciplina, por decir de algún modo. Ese tipo de explicación a mí me resulta más difícil que hablar de forma insustentable. Lo insustentable de una elocución, en mi caso, sería lo que llevaría a la elocuencia, lo que tiene un costo alto en barroquismo, en momentos oscuros y demás. El que te interrumpe diciendo “pero dígame bien qué quiso decir”, tiene razón absolutamente, pero también arruina algo, ¿no?

M.K.: Claro. Si a cada metáfora le preguntás qué quiere decir, la transformás en una comparación.

H.G.: Pero tiene razón. Para algo es un alumno, se toma el trabajo de tomar el colectivo, perder dos horas de su vida…

M.K.: Volvemos a la teatralidad. El espectador que resopla, que se duerme, el que prende el telefonito. Eso también está hablando de que no hay comunicación.

H.G.: El teléfono que suena en medio de la obra… Eso es tremendo. Es el aviso del mundo contemporáneo hacia un viejo arte, que es milenario, diciendo “Ojo que estamos nosotros, no te hagas el vivo muchos siglos más porque…”.

M.K.: Tal cual. Es una batalla que casi te diría ha dejado de ser simbólica para ser absolutamente concreta. Ahí luchan dos tiempos. Cuando en el teatro irrumpe esto hay una lucha de dos tiempos. Por un lado, un tiempo más pedestre, más natural, que es el tiempo del teatro, a pie, con un solo punto de vista, recortado. Y de pronto el otro, ese tiempo aéreo, alguien que mientras está viendo la obra está contestando algo a otro lado remoto. Es una batalla.

H.G.: El teatro es el tiempo absoluto en sí mismo. Pero pasa lo mismo cuando varias personas hablan por teléfono en el subte. No es el tiempo del viaje. Hay otros tiempos remotos, indescifrables y con eso tenés que convivir. En el subte es interesante, porque te permite la pregunta ¿qué hay otra cosa de tu viaje? Pero en el teatro arruina algo.

M.K.: El subte tiene algo de tiempo abolido. Un no tiempo en el cual lo llenas con algo. Pero en el teatro está lleno. Y con el teléfono, en el teatro, lo estás rompiendo.

Hoy por hoy esa es la batalla. El teatro te propone dejar durante una hora, dos horas, ese otro tiempo y aceptar un tiempo realmente prehistórico. Y por eso hay gente que ya no lo banca al teatro. Que ya no lo banca o que no lo bancó nunca. Hay ciertas generaciones que nunca lo incorporaron. Y gente que se sorprenden con el teatro, que por ahí lo idealiza como algo más televisivo, en el sentido de más ritmo, y cuando se encuentra frente al hecho teatral, que es una especie de mole, no lo soporta y se dispersa. Y otros que no, que aceptan el ritual y lo viven como tenés que vivir un ritual, que es el tiempo abolido.




H.G.: Por otro lado, las fórmulas que encontró el teatro para dirigirse a distintos públicos es la misma que encontró la literatura también.

M.K.: Absolutamente. Pasando, en principio, por cierta hipótesis que comparten la literatura y el teatro de la miniaturización, ir cada vez a formatos más chicos simplemente porque se supone que el formato más chico es más tolerable. Porque la inyección chica duele menos. En un acto que es definitivamente su condena, porque el teatro más chico es el que no sucede. La literatura más chica es una letra.

H.G.: El miniaturista corre el peligro de reducirse tanto que…

M.K.: Que lo hace desaparecer…

Creo que –justamente– el teatro hace esto de alguna manera, inevitablemente concesiva a lo que le demandan, y la literatura también, y aparecen las microficciones y eso. Me parece que la salud de la literatura y del teatro está justamente en seguir sosteniendo los tiempos originales. Porque además son tiempos orgánicos, tiempos de la tierra, son los tiempos de un jardín.

H.G.: Me parece que el tiempo es el tiempo que inventaron los griegos. Ahora, es tan largo que te ocupa todo el día, ¿no?

M.K.: Claro.

H.G.: Pero creo que ese es el tiempo. El tiempo es el tiempo de mímesis, de reproducción de la vida bajo otras condiciones. Pero eso no se puede. Es cierto. Tiene que ser el tiempo de un viaje en subte, de algún modo, un viaje largo de subte. De la estación Virreyes a Catedral.

M.K.: En los últimos años redescubrí el caminar, que es una cosa que hice siempre. Pero lo redescubrí a la luz de la experiencia de la diferencia. Cómo se activa mi imaginación caminando versus cualquier otra alternativa. Y lo que me di cuenta es: ¿por qué no lo sentía antes? Bueno, simplemente porque era más natural caminar y no había con qué compararlo. Ahora sí lo puedo comparar. Y eso son los tiempos.

H.G.: Es difícil. Creo que el único filósofo que escribió sobre eso fue Nietzsche. Caminar filosofando. El caminar como una actitud filosófica también. No es que porque caminás filosofás, sino que en el caminar está la filosofía.

M.K.: En el caminar está la filosofía, sí.

H.G.: Zaratustra que bajó bailando de la montaña. O bailar también.

En Platón hay una escena en el patio de Callias, donde el maestro va con sus discípulos –ahí se llaman discípulos– en una formación de alas. Y el maestro va hablando y los discípulos están alrededor, escuchan, llegan a la pared contraria, y se vuelve a recrear al revés, y en cuatro o cinco pasajes está la clase. Entonces tiene una evidente teatralidad eso.



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