¿Qué importa si una novela cuenta o no una historia verdadera? ¿Qué importa si su protagonista es o no un alter ego de su autor? A pesar de la reticencia de críticos y profesores, el siglo XXI ha visto crecer el interés de los lectores en resolver estos enigmas, y por motivos totalmente nuevos, que apenas empiezan a analizarse. Concordantemente, novelas como El hermano alemán de Chico Buarque se hacen cargo de esta avidez contemporánea; pero en lugar de calmarla revelando lo que convencionalmente se llama “lo verdadero”, ahondan la duda y expanden el campo del pensamiento, gracias, ante todo, a una sofisticadísima “estética de la ambigüedad”.
El hermano alemán gira en torno del maravilloso personaje del padre, un intelectual único y a la vez típico de su época y del Brasil. Patriarcal y displicente, burgués y desprendido, revolucionario y perfectamente inocuo, afectuoso e inalcanzable, el padre elige perderse, constante, literalmente, en el laberinto de una biblioteca fabulosa. La esposa italiana, su opuesto en casi todo, ejerce el rol de único lazo con el mundo práctico, menos por amor a ese prócer obeso y descuidado que por salvar a la familia del naufragio y la deriva. Un día, Francisco, el menor de los hijos, encuentra escondida en un libro clave una carta dirigida al padre por una chica judía alemana que ha sido su amante a principios de los años treinta: sin rencor, porque no ha sido abandonada, le dice que si él no vuelve a Berlín a reconocer al hijo de ambos, ella hará que un amigo común lo reconozca. La revelación de la existencia de ese “hermano alemán” que el padre nunca ha podido nombrar después, desencadena en Francisco una sed de verdad que lo acompañará toda su vida y desemboca en un final tan sorprendente como sólo la realidad puede serlo. Los avatares de su búsqueda, contada con la habilidad hipnótica de los grandes policiales y la liviandad elegante de la bossa nova, son también la excusa para esbozar la historia íntima de una generación mayoritariamente narrada por la épica, y de ciertas tensiones secretas de la cultura del Brasil del siglo XX.
Estética de la ambigüedad, virtuosismo para suministrar pistas y borrarlas. Que el personaje se llame Francisco y no Chico, que sea un profesor de letras y no un cantautor eminente, son trastrueques de ficción neutralizados, entre otras cosas, por la copia facsimilar de una carta de la Embajada de la Alemania nazi en Río, dirigida a Sergio Buarque de Holanda en 1938, en la que se niega la posibilidad de que el niño viaje al Brasil ya que no es “cien por ciento ario”. Descartada la hipótesis de que el autor haya querido proteger personas o salvarse de juicios ¿cuál será la razón de lo ficticio en la novela? Yo diría que El hermano alemán usa las herramientas de la imaginación para “destilar” de una familia y una experiencia extraordinarias aquello que nos es común a todos. Porque como suele suceder, no es la trama que nos atrapa aquello que más nos interpela. Más que el destino del hermano alemán; más que la propia soledad de Francisco ante el enigma, lo que nos queda en la memoria es esa paradoja viva que es el padre, rodeado de libros y a la vez incapaz de poner en palabras su dolor; vedado de hacer con él algo que sirva para salvación de los hijos que siguieron, y para la suya propia. Algo de dios hay en esa imagen del padre; algo del dios herido, inútil e inaccesible de este tiempo.