Shakespeare con su genio, ha iluminado el trasfondo sangriento de la dinastía monárquica inglesa: las disputas de las casas principescas, las intrigas puestas en juego, los crímenes, los juramentos quebrados al instante siguiente de formularlos, que ocupan, históricamente, un largo periodo de la consolidación feudal y anuncian el advenimiento de la burguesía (Cromwell y su hacha), la irreversible presencia de la revolución industrial. Luego, una ininterrumpida serie de espúreas alianzas han "ennoblecido" el pasado de Ja autocracia. Este, en definitiva, es un fenómeno que no tiene sello made in England; es universal: se reprodujo allí donde la rapiña pudo desplegar, más o menos impunemente, su pútrida devastación. Las llanuras argentinas conocieron las dimensiones de ese proceso. Detrás de las huellas de los barones de cepo y Remington, de la caballería de Roca y sus "civilizados" conquistadores del desierto, marcharon los bolicheros, dueños de pulperías y prostíbulos, escasos escrúpulos y febril ambición. Se llamaban Menéndez, Braun, Behety. Organizaron cuadrillas de cazadores y pagaron una libra esterlina (y eso era plata: su valor lo respaldaba Su Majestad Británica), por una cabeza de indio, por un par de testículos de indio, por un seno de india, por dos orejas de indio. Arrebataron millares de hectáreas al fisco y las alambraron; sustituyeron a las tribus tehuelches y onas —arrasadas, destruidas, asesinadas— por ovejas, innumerables manadas de mansas ovejas. Levantaron monumentos de piedra perecedera (y no difícilmente derribables) a su propio, ridículo orgullo; manejaron la Patagonia y el país por extensión, como sus estancias: a latigazos. (Y los bolicheros, que formaron la base de lo más rancio de nuestra aristocracia, ésa que sigue intacta en su poderío, poseyendo los comandos del país: los Menéndez Behety, los Brau, los Anchorena, inscriben sus nombres en la dirección de instituciones de ayuda al obrero desvalido y la Sociedad Rural; en los decanatos de las Universidades y la Bolsa de Comercio. ¡Y éstos son los los señores a los que se oye predicar decencia, austeridad, honor; y que, en nombre de la patria en peligro, fusilaron en la estancia "Santa Anita" - propiedad de los Menéndez Behety-, en Santa Cruz, a 1.500 indefensos peones en 1921, utilizando para ello al ejército y la tristemente célebre Liga Patriótica Argentina.
Ha transcurrido más de medio siglo desde esa "épica" colonización y algo menos de cuarenta años desde la matanza —en preservación de los intangibles principios de la propiedad y la libre empresa—de millares de trabajadores patagónicos, y el libro de Borrero reactualiza, vivamente, la casi indescriptible infamia de aquellos genocidios. Lo que en él vale es la documentación, que nadie podrá refutar; la sinceridad, el apasionamiento que fluye de las páginas de La Patagonia Trágica.
Sí, se dirá que está escrito en estilo rimbombante, mechado de prescindibles truculencias, pero, ¿qué importa eso, ante la entereza de la denuncia?
Auguramos a esta valiente reedición del libro de Borrero el silencio indignado de la prensa seria. Y ese silencio no debe extrañar a nadie: los Menéndez son, actualmente, los pontífices indiscutidos de la cultura argentina: el poderoso sello industrial que ellos manejan lanzó al mercado, en tiradas fabulosas, a Virgil Gheorghiu y Koestler, y, también, a numerosos autores nacionales, que, en su aplastante mayoría, guardan una docilidad que recuerda fielmente la de las ovejas que cimentaron las fortunas de nuestros próceres oficiales.
De todos modos, cuando llegue el instante del juicio, aquí, en la tierra; cuando los señores del látigo no puedan recurrir, para salvarse, “a las bayonetas, los fusiles y uniformes” el libro de Borrero estará, seguramente, entre los testimonios irrecusables.