Después de entrar en Arles, la ciudad provenzal, y contemplar las ruinas de su Antiguo Teatro Romano, con la maravilla de sus columnas mellizas satinadas de tiempo... Después de haber rondado ese edificio que fue el Forum y divisar el Gran Circo Romano, entro en mi hotel para escribir sobre esta ciudad más romana que Roma
Pero al asomarme por la ventana de mi cuarto para evocar a los Césares, diviso una callecita sombría y retorcida, me vuelvo y palpo las paredes de mi habitación con un espesor que habla de reclusión y de silencio; más allá sobresale el campanario de San Trophine, la catedral, con sus bajo relieves torturados, y, además, los tejados: todos los tejados de Arles son indudablemente medievales. Para darme la razón, las campanadas ásperas dan contra un aire de espera y de religiosidad. Al darme vuelta creo que voy a encontrar el viejo bastidor y el agudo tocado y los velos. Sobre la mesa sólo me espera la máquina de escribir. ¿Arles es una ciudad romana o medieval?
Salgo de nuevo y me voy a la plaza de la República, o, mejor, del Obelisco (traído de Egipto por los romanos). Le doy la espalda y tomo por las estrechas calles con sus edificios en forma de torres medievales. Y, de pronto, me encuentro con la estatua de Mistral, muy poeta, muy 1800 en su escultura romántica. Federico Mistral, el cantor de los olorosos prados de Provenza, de los pinos, de los cipreses fuera del tiempo, y del buen vino del Mediodía. “Ten cuidado / si callan las palomas. / Habla de amor en voz baja / al borde de las tumbas.”
Ya no sé a qué siglo pertenece Arles. Decido esperar la noche junto a la ventana, en vez de escribir. Tal vez aparezca el fantasma de un caballero cruzado, o de un repúblico, o la pastora Mirella, la heroína del poeta. Ellos me podrán explicar.
Salgo de nuevo al oscurecer. Un aire caliente y tenso va invadiendo la ciudad. El cielo se ahueca y parece más profundo. Hay corrillos de hombres de rostros tirantes, serios, enjutos. Sombras de oscuras capas. Oigo hablar en español... Ya no sólo estoy saltando siglos, también los espacios...
Siempre me ha ocurrido soñar solamente en español. ¿Tal vez ahora?. . .
No, allí se trata de la realidad. Se está hablando de Madrid, de Barcelona, de Sevilla. Se está hablando de toros. Esos hombres son toreros y picadores; toda la cuadrilla que acaba de llegar con Dominguín, el matador que se aloja en la casa donde vivió el poeta Mistral; ahora se sienta en su sillón tapizado de damasco rojo y recibe a sus fervorosos como si los bendiciera. Al día siguiente lidiará en las arenas del Gran Circo Romano
En España, como se sabe, las corridas tienen aficionados y detractores; ambos representan a las dos Españas señaladas por Ortega, la una mirando al Oriente y la otra al Occidente. En el sur de Francia las corridas son un gran guiñol que está de moda
Me refiero, claro está, a las corridas a la española. Las otras, “les courses libres”, son un pacífico espectáculos donde el público apuesta a los toros-vedettes que llevan nombres de pila. Y se oyen gritos más o menos así: “¡Bravo, Mireille, no te dejes arrancar la cocarde!...” (cuando termina la fiesta, los toros vuelven a sus campos de la Camarga para unirse a sus manadas, listos para volver a las arenas al domingo siguiente).
Pero esa noche, en Arles, se vive el ambiente tenso previo a una gran corrida. Me decido a atravesar la plaza del Foro. Naturalmente, debo cenar en la taberna española. A la entrada veo un cartelón anunciando la corrida, firmado por Picasso, y allí adentro, colgado de un clavo de la pared, el sombrero gris, redondo, el sombrero cordobés que ya conozco bien. El día anterior había estado en las afueras de Aix en Provence, en el castillo Vauvenargues, recién comprado por Picasso, y me encontré con su ironía, con su amistosa sonrisa, con su sombrero.
Antes de entrar en la taberna me detengo un momento; tengo que apoyarme en el muro, de espaldas al cartelón. Esa misma tarde, en el espacio dé una pequeña ciudad de Francia, había creído seguir varias huellas distorsionadas de tiempo: romanas, medievales y las de un poeta del romanticismo
En realidad sólo había seguido el itinerario de mi siglo: Pablo Picasso.