martes, 17 de mayo de 2022

LA HERIDA. Un cuento de Claudia Sanchez Rod

 



Todavía estaba mareada, por eso me costó mucho meter la llave, encima no había luz en el pasillo. Traía los zapatos en la mano, así que la maniobra se me dificultaba más de la cuenta. Me senté en el escalón y con el fuego del encendedor verifiqué si era la llave correcta, me levanté y volví a intentarlo, por fin, oh dioses, logré abrir la puerta. Pep apareció de un salto y se quedó en medio de la sala, mirándome con sus enormes ojos anaranjados. Me estiré para agarrarlo, pero echó a correr y yo trastabillé y di contra el suelo, desparramándome como una gelatina rellena de uvas, o bueno, así fue como me sentí, supongo que lo de las uvas fue por todo el vino que tomé en la fiesta. Pep volvió a asomar su cabecita por la puerta de la cocina, parecía una lechuza, fui tras él a gatas, me dije que no había mejor manera de apresar a un gato que corriendo a gatas y me reí de mí. Así anduve un rato por el departamento, hasta que me rendí. Ya vendrás a rogarme, malagradecido. Me levanté y fui al librero a buscar cigarros. Prendí uno, me asomé por la persiana, la mañana empezaba a clarear, ¿serían las seis?, ¿las siete?, ni idea, la verdad es que me daba lo mismo. Puse en la computadora el video de Song for Zula y comencé a cantar la canción una y otra vez. Me acordé de una botella de whisky a medias que tenía por ahí y fui a buscarla, me serví una copa y volví al escritorio, luego pensé que estaba mal desayunar alcohol, pero vamos a ver, no era momento para enumerar todo lo que estaba mal en el mundo. Comenzó a lloviznar, le di un trago al whisky, vi por el cristal de la ventana el brillo de las gotas sobre la calzada y sentí como si flotara en la espuma de una ola, di vueltas con la música y fui todavía más feliz. Oí maullar a Pep desde la cocina. Saqué de la alacena un sobre de comida, el corrió tras de mí y prendió su ronroneo. Me senté en flor de loto y abrí el sobre con las tijeras, Pep daba vueltas a mi alrededor con la cola erguida, lleno de gozo. Vacié el alimento en su plato. Mientras comía, comencé a acariciarle el pelo, era el gato persa más bello de toda Persia, de toda Asia y de toda Malasia, claro que sí, siempre se lo decía, aunque a él le importara un carajo. De pronto descubrí que se le habían formado unos nudos en el costado izquierdo, tenía muchos días sin peinarlo, había que llevarlo a la peluquería ya. Ese es el problema con los persas. Tomé las tijeras y comencé a recortarle las bolitas más superficiales, luego di con un nudo realmente grande y lo corté de tajo. Pep se detuvo en seco, después caminó lentamente hacia mi habitación, a medio pasillo vi caer una gotita de sangre. Sentí como se me fue abriendo un pozo en el corazón que ya no paró de crecer en todo el día. Corrí tras él y, cosa rara, no hizo nada por huir de mí. Los persas siempre huyen de las muestras de afecto para dejar clara su superioridad, Pep era experto en eso. Lo detuve del lomo y abrí su pelambre con los dedos, tenía una herida del tamaño de una moneda de diez pesos, fresca y viva, su carnita quedó al descubierto. Salí disparada a buscar el celular y llamé a la veterinaria, dijo que aún no abría el consultorio, pero yo ya casi estaba en camino. Temblaba toda. Saqué del clóset una mochila y puse a Pep dentro. Eso sí le dio miedo, se desesperó con el encierro y comenzó a maullar y a revolverse. Me puse el impermeable, tomé la bicicleta y me eché a volar con el gato a mis espaldas. Pedaleé a toda velocidad por la avenida, la lluvia me dificultaba la visión, me metí entre los coches del carril derecho, ni siquiera tuve precaución con los microbuses, sólo quería rebasarlos. Los maullidos de Pep por encima del tráfico y el barullo de la gente me alteraban más todavía. Cuando llegué donde la veterinaria, bajé de la bicicleta y golpeé el zaguán hasta que abrió. Me miró de arriba a abajo y se detuvo en mis pies, ahí me di cuenta de que iba descalza. Le entregué la mochila y le dije: “cúralo, por favor”. Le inyectó anestesia alrededor de la herida cuatro veces, Pep no se movía, no emitía sonido alguno, sólo me miraba con los ojos muy abiertos. Podía sentir su corazoncito desbocado entre mis dedos. Luego lo cosió, una puntada… dos… cinco… siete. Siete veces le metió la aguja entre la carne.

Salimos del consultorio, me eché la mochila a la espalda y subí a la bicicleta, para entonces llovía un poco más fuerte. Me puse la gorra del impermeable, tomé la avenida y seguí pedaleando bajo el agua, sentía a Pep agitarse desesperado. Todos esos detalles los recuerdo con claridad, lo que no recuerdo bien es lo que vino después, sé que delante de mí había un trolebús y que vi una enorme mancha de aceite en la calzada, cuando quise frenar ya era tarde, las llantas de la bici derraparon, salí volando y caí en una jardinera, me levanté como si fuera un resorte y me toqué el cuerpo, parte por parte, nada, no me pasó nada, luego busqué la mochila, estaba tirada en el filo de la banqueta, abierta y vacía. Pep había escapado. Así es como se pierden las cosas que más amas, de un instante a otro, sin advertencias. Miré a mi alrededor, luego eché a correr con todas mis fuerzas, las piedras del pavimento me lastimaban los pies, doblé en cada esquina gritando su nombre. Por más que corrí, jamás volví a ver a mi gato.


Claudia Sánchez Rod, Ciudad de México. Estudió la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado los libros Me dejaste puro animal inexistente (Cuernavaca) y La marta negra (España). Ha participado en diversas antologías de poesía y cuento. Ha sido colaboradora en publicaciones como El Periódico de Poesía y la revista argentina de literatura Lamás Médula. Se ha desempeñado como traductora y docente. Ganadora del premio de cuento Fundación Elena Poniatowska Amor-Ventosa Arrufat 2021.


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