La trascendencia que propiciaban los hombres representativos de la generación del 900 cayó lamentablemente en la emboscada del éxito, en el ejercicio del escribir en función de un público; inerte, acrítico, que ansiaba contar con tres o cuatro escritores a quienes exhibir estadísticamente con sus ejemplares vendidos, con sus traducciones poliglotas y con sus flores naturales para creer que en el país había gente responsable, realmente comprometida: los héroes homéricos se transmutaron en generales anacrónicos. Héctor el domador en un sargento de caballería, lo elemental americano fue escamoteado por Incas de Chateaubriand y la dramática España de Quevedo devino en una estólida visión de requeté.
El diestro imperialismo europeo condicionó el otorgamiento de lo que se podía exigir por medios dramáticos. Inglaterra se disponía a defenderse y requería calma en la trastienda colonial: que las colonias fueran mansas, que sirvieran, que rindieran su cuota de eficacia. Y así Yrigoyen llega al gobierno en paz. Y si denuncia al Régimen y confecciona la Causa, apenas si es para crear una nueva dicotomía reiterativa: los Puros y los no-Puros, los abelitas y los cainitas. Siempre así, porque la inerte neutralidad continúa siendo piedra de toque, piedra ancilar a la cual todos se aferran. Que no haya dramaticidad, que el volcán se quede en Vesubio de postal. Que la buena gente lo visite con respetuoso asombro sin intranquilizarse: el Vesubio se puede tocar, se puede palpar, mantiene su decoro ateniéndose a su permanente exclusión. “Los hombres deben ser sagrados para los hombres”. La frase cabal parece convertirse en tranquilizadora consigna: “Que nadie se meta con nadie”. Es decir que en un mundo de becados, empleados y jubilados, un mundo inalterable en su perfección de paradigma platónico, hay que conservar las distancias, los ochenta centímetros indispensables entre hombre y hombre y necesarios para distinguir entre Angeles y Demonios. La pedagogía elemental argentina se fundamenta así en el “¡tomar distancias!” y en los guardapolvos blancos. El decoro determinando lo sagrado que los hombres deben respetar en los hombres. Las denuncias, demoradas; la polémica fundamental, rezagada
Ese decoro, esa compostura externa, alcanzaban límites insospechados: un campeón de boxeo, con un rígido sombrero; un cantor popular, tieso de atildamiento; un escritor famoso por un libro, enervado detrás de la arquitectura de fachada de una casa que participaba de la trinchera y del museo. La apariencia era ocultamiento y defensa. Pero ese aparecer no era en definitiva sino el ser y su relatividad, absoluta.
La fe en lo trascendente parecía nuevamente trocada por las buenas razones de lo inmanente. Lo que tenía que ser superado, surgía sólidamente restablecido.
Lugones, la figura signo de la generación del 900, señala con precisión ese tránsito desde el mundo resuelto por la respuesta total del positivismo liberal y universalista, a través de ineficaces místicas sustitutivas, hasta el precario nacionalismo apegado a una salvación limitada y relativista; y que si bien —como se ha visto— contempla el pasado como posibilidad integratoria, ante su presente y en función de su inicial idealismo ético, naturalmente construye una nueva dualidad contrapuesta a la del yrigoyenismo, determinando un “gran pueblo argentino” frente a una “clientela de la urnas”. De esa manera intenta Lugones conservarse en su decoró; porque hay en toda esa cosa amorfa que pugna por desplegarse en su contorna, que le provoca horror y le hace enarbolar el signo del sable puro e incontaminado.
Lugones —esgrimista nato— en virtud de ese especial purismo, siente en medio de una realidad confusa la urgente necesidad de adherir al deporte limpio, al juego estético de la pedana que se resuelve en los rulos y volutas del sable, agudo, retórico, y que concluye en la muerte pura, en el suicidio, que en este caso surge como la muerte neutral, en tanto parece aislarse de la vida y no querer ser un acto en ella; no cerrarla sino quedar al margen. La vida de Lugones, entonces, su trayectoria, explican su muerte; pero ésta no justifica a aquélla. Su suicidio, en última instancia, como acción negativa, no es sino la no-acción negatoria de toda responsabilidad.
Son años claves: Lugones pronuncia su .discurso del centenario de Ayacucho en 1924 y los hombres que se nuclearán en torno a la revista Martín Fierro inician de una forma u otra su faena literaria: Francisco Luis Bernárdez publica Orto y Bazar en 1922, Kindergarten en 1,924, Alcándara en 1925; Jorge Luis Borges, Fervor de Buenos Aires en 1923, Luna de enfrente en 1926, Cuaderno San Martín en 1929; Eduardo Gonzáles Lanuza, Prismas en 1924, Aquelarrre en 1927; Leopoldo Marechal, Los aguiluchos en 1922, Días como flechas en 1926, Odas del hombre y la mujer, en 1929; Carlos Mastronardi, Tierra amanecida en 1926; Oliverio Girondo, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía en 1922, Calcomanías en 1925
Algunos títulos llevan como consigna destruir la rigidez de lo vetusto, “la funeraria solemnidad del historiador y del catedrático”, desbaratar de una buena vez la inmanencia anterior con el ejercicio deportivo de lo irracional: La musa de la mala pata, La rueda del molino mal pintado, La calle con un agujero en la media. Hasta Cuentos para una inglesa desesperada. Lo que quedaba enfrentado a la burla de la nueva generación era lo serio, lo anquilosado, lo muerto por lo tanto, y el panorama argentino nuevamente se escindía: El martínfierrismo frente a todo lo anterior. Su misma actitud esotérica implicaba una dualidad y una exclusión. Y una tranquilidad consiguiente. Lo Serio y lo Divertido. Lo Viejo y lo Joven. En otras palabras: lo Muerto y lo Vivo, lo Excluido y lo Vigente; porque era lógico que fuera ésto último lo único valedero y lo que necesariamente debía sobrevivir. El mundo, la Argentina, eran a partir de entonces; la historia comenzaba en ese momento porque todo lo anterior era no-historia.
Con el andar del tiempo, al plantear el autor de Historia de urna pasión argentina - uno de los hombres claves de esa generación - una nueva dicotomia, la Argentina Visible iniciará su derrengado paso de chjvo emisario, mientras la Argentina Invisible - conformada por arquetipos definitivos y excluyentes - aniquilaría toda pretensión de diversidad y de polémica en virtud de una filosofía quietista y sin futuro atenida a enunciados macabros por su silencioso. y total imperio. La diversidad polémica estriba en la idea de una libertad y configura la posibilidad - la expectativa - de una síntesis de acuerdo con las posibilidades dramáticas de la realidad. Esa creación de tipos excluyentes, en cambio, si bien ofrece las ventajas de cierto fideísmo y del valor emocional de una concepción de la realidad como un hecho unitario, presenta el grave inconveniente de la proclividad a un fatalismo que mutila la posibilidad de que haya diversidad o novedad en las cosas. Esa visión poblada de arquetipos definitorios y correlativamente excluyentes supone que todas las demás manifestaciones son aspectos de ella misma; cualquier cosa se relaciona con ese principio único; cualquier enunciado deberá ser realizado por medio de una referencia de cada cosa a la totalidad que le sirve de trasfondo. En síntesis: esa concepción “arquetipista” de lo argentino sólo tolera el enunciado de verdad en tanto la proposición verdadera se refiera a ese todo. Lo verdadero será, entonces, únicamente el despliegue de su todo bajo la forma de un enunciado acerca de sí mismo. Así el argentino “cetrino y silencioso” de Mallea será verdad única y excluyente en la medida en que la “Argentina silenciosa” sea la verdadera. Y las inalterables entelequias que encubren al Demonio, al Mundo y a la Carne se emparentarán consiguientemente con sus antihéroes: el Personaje, los Homoplumas, el Lector Standard: ni unos ni otros se harán cargo de toda la realidad, incluyendo a la Argentina Visible e integrándose con la Argentina de los Viejos.
Mientras tanto, la dualidad argentina seguía vigente a través de sus más diversos avatares; pero la lucha entre el Mal y el Bien y cuya acción, hubiera supuesto el proceso de la historia, no llegaba a librarse. Dentro de esa interpretación de estirpe maniquea, los términos polares quedaban enfrentados, pero ateniéndose a la más estricta neutralidad que parecía ser la consigna inalterable de lo argentino. Si a los escritores del 80 los leían exclusivamente en su círculo y allí giraban sin trascendencia alguna, y si a los del 900 los leía mucha gente pero que sólo quería que le repitiesen sus propias opiniones, a los del 25, nadie los leía. Habían atacado a Lugones ferozmente, respetuosamente, inútilmente. Sus travesuras eran los sustitutos de la revolución. Su insolencia no era nada más que una indiferente agresividad. Su negación nada más que una formalidad, una suerte de cortesía. Y de reclame. Se decía “no” porque era la forma más breve de hacerse oír. La contraposición no significaba ni confrontación ni discusión ni síntesis trascendente. Solamente una excluyente subordinación mantenía las cosas en su quicio.
1880. En ese año se cierra en América Latina el período progresista liberal iniciado a principios de la segunda década. Caen en pocos meses Siles en Bolivia, Ayoraen el Ecuador, Ibañez en Chile, Washington Luis en el Brasil, Machado en Cuba, Leguía en Perú e Yrigoyen en la Argentina. Los términos de la dicotomía Causa-Régimen se invierten, claro que solamente en el orden de la subordinación : Pueblo-Turba. El Régimen anatematizado la víspera se transformaba en la Causa triunfante. Y a la inversa. Los de arriba abajo y los de abajo arriba. Las fuerzas que cuarenta años antes se habían manifestado con su primer amago sobre la sólida Ciudad de Dios de la época roquista, son nuevamente estigmatizadas y excluidas. El drama histórico absurdamente resuelto entre un supuesto celestial y otro réprobo. Pero la Argentina Angélica y la Argentina Demoníaca persisten inalterables, enfrentadas, una excluida en función de la otra, pero inertes, manteniendo una decorosa y silenciosa neutralidad. La revolución del 30 es uña' típica revolución surrealista: el descrédito de la realidad se desagota con dos o tres vigilantes muertos. Y durante diez años penosos el escamoteo tolerado se prolonga pacíficamente. Hay intentos de violencia, pero no para comenzar una general toma de responsabilidad y de equitativa distribución de la culpa de todos, sino para confeccionar un nuevo chivo expiatorio sobre los hombros ajenos. Los otros siempre eran los culpables. El resto, los demás, debían acarrear el feo pecado cometido entre todos. La responsabilidad siempre aparecía remontarse sobre las malas pasiones. Los que hablaban se situaban au dessus de la mélée. Se adjudicaban graciosamente el papel de dioses que atiababan el paso del chivo impuro. Pero lo grave era la impresión de satisfecha resignación que daban quienes tenían que sobrellevar ese trágico papel.
Correlativamente esa interminable década se va desplegando gráficamente a través del comentario inocuo del clásico Caras y Caretas, cuya pretendida objetividad no era sino irresponsable connivencia. Muy pocos parecían comprender que la tolerancia era irresponsabilidad. Y la casi totalidad esperaba y leía y comentaba esa revista que asainetaba lo que tenía visos trágicos y el fraude irritante se transformaba en diestro escamoteo y el infame peculado en rojo y redondo queso y la escarnecida comunidad en cómico o travieso Juan Pueblo. Y los sangrientos alzamientos se anulaban en la ingeniosa trasposición de lo cómico. Toda posibilidad de denuncia y de fundamental polémica caía en la emboscada del alegre aquí-no-pasa-nada; y hasta los gestos heterodoxos capitales de ese período - Radiografía de la Pampa, por ejemplo- eran enquistados en la marcha jacarandosa del unánime corso nacional, donde se llegaban a ver las caricaturas de Alvear y de Justo intercambiándose sus respectivas caretas.
En 1938 el radicalismo, que bien o mal representaba a la Argentina pecadora y excluida - aquel proceso sumergido - que podía provocar la ruptura del decoro, de la distancia y la neutralidad, igual que en 1916, fue diestramente anulado en sus potencias de esencial revolución, de profunda y definitiva polémica, por las nuevas preocupaciones tácticas de la trastienda imperial. El dualismo seguía planteado pero anulándose en esa reiterada neutralidad y, por el momento, toda tentativa de síntesis decisiva debía ser postergada
Y llega 1945 que para la nueva generación fue instante decisivo en el reconocimiento de su contorno y en su correlativa toma de posición; pues si 1930 marcaba - como se dijo - el tope, el advenimiento, 1945 señala la puesta en marcha.
Pero los dobles andariveles estaban tendidos por los representantes vigentes de las dos generaciones anteriores: los del 900, idealmente ingenuos, rechazaban todo lo amorfo por creerlo pecaminoso e intocable; los del 25, estéticamente diestros, se regocijaban con la nueva retórica que se iba imponiendo y que resultaba bastarda, excesivamente frenética, comprometedora. Unos y otros, hombres de 60 y 40 años, llegaban a añorar los tolerantes y corteses ademanes del bon vieille regirme-, y todos se aliaban contra El Candidato Imposible estableciendo por centésima vez el reino de los "Santos frente al de los Abyectos”, sin advertir que la Imposibilidad era parte de la realidad, era la Realidad misma, y que no cabía condenarla imponiéndole el sayo amarillo.
En el otro extremo también - lógicamente - se alzó el estandarte del con nosotros o la nada, el sí definitivo o la aniquilación, el acatamiento íntegro o la eliminación. Se estaba en un bando para condenar al otro. Los otros siempre eran los culpables del Gran Pecado. En política también se practicaba un arquetipismo terminante: lo que no coincidía con los propios enunciados, quedaba eliminado. Hasta los términos propagandísticos planteaban un dualismo excluyente: Hitler y Braden eran la culpa que marcaba condenando y aniquilando.
Y a la nueva generación nacida en torno a 1930 y que se asomaba al panorama argentino en 1945, se la quería encajar dentro de esa clásica y repetida dicotomía mediante una concreción definitiva, una aceptación acrítica de su supuesta actuación gloriosa y una consecuente potenciación al infinito de los propios valores. Se le tendía así a esa generación embrionaria la emboscada de una letra en blanco para que girara indefinidamente contra el capital de los Réprobos. Había en esa actitud una simplificación indiscriminada, un sentimentalismo inoperante y una profecía gratuita. La importancia de esa generación se confeccionaría, por lo tanto, en virtud del futuro mantenimiento de los outlaws de la historia y del presente argentinos.
Frente a la historia argentina cuatro actitudes críticas se iban definiendo: 1) La línea más o menos liberal que aplicaba sistemáticamente el clásico dualismo Bien vigente-Mal excluido. Esta corriente se arrastraba al ras de un inmanentismo documental descendiente directo del pretendido cientificismo finesecular conjugado con un excesivo fervor por comprobar hechos y datos, que únicamente aumentaban los conocimientos minuciosos, compartimentados, e imponiendo así el criterio de que el mejor historiador era el maestro del detalle al identificar la conciencia histórica con una escrupulosidad infinita. La monografía fue por lo tanto el ideal de la literatura histórica para esta tendencia cuyos representantes están vinculados cronológicamente a la generación del 900 y espiritualmente al idealismo de ideales de ese mismo movimiento. 2) La agresiva y discutida corriente revisionista válida en tanto profundizó ciertos temas ambiguos de nuestra historia en su afán por lograr nuevos argumentos, inesperados puntos de vista y recreadas interpretaciones, muy especialmente en el caso Rosas - en tanto éste debía dejar de ser historia amenazante en virtud de haber quedado al margen de toda legalidad. Era indispensable, por lo tanto, que ese período histórico fuese aceptado, asimilado y definitivamente superado; pero la imposibilidad que parece acarrear esta tendencia en cada uno de sus representantes, impide colocar a Rosas en su situación, históricamente ubicado, en lugar de intentar la ratificación de un presente cohonestando una realidad con un precedente. Es que en verdad, para este movimiento, los términos del constante dualismo argentino apenas varían de signo, porque sus denuncias sólo sirven para imponer un arquetipo excluido transmutándolo en excluyente, y la esencial integración de nuestro país queda así anulada en un interminable enfrentamiento de jóvenes contra viejos, de la Historia Nueva contra la Historia Caduca. Estéril y estática dualidad que hasta cronológicamente participa del chacoteo martínfierrista que reniega de la vejez en virtud de ese insolente y juvenil descaro puesto de manifiesto en su doble valencia (martínfierrismo-rosismo) en Vidas de muertos de Anzoátegui. 3) Una tercera actitud histórica suponía su negación total en tanto precedente activo y efectivo del panorama universal. La premisa se conjugaba en virtud de términos cuantitativos, y América - especialmente la Argentina -, quedaban eliminados como otros outlaws del proceso histórico. América era considerada una irrealidad y naturalmente la miseria de Mendoza o las infamias de la guerra del Paraguay, imágenes desvaídas del libro de Grosso. La historia argentina aparecía como aniquilada en la anécdota del reposado y lúcido comentario de lo que le había pasado a otros.
Era ésa una visión histórica que en verdad desconocía lo argentino por su falta de decoro. Que ansiaba una historia encarnada a la griega. Con los rostros cotidianos encubiertos por máscaras grandiosas. Una historia que resonara y que ya contase con famosos cronistas que la comentaran. Se buscaba aquí una historia para leer con notas y escolios desconociéndose la que se daba para vivir. En fin, se deseaba una historia fuera del tiempo, atemporal, y no se comprendía que al temporalizarse los hombres, todas sus relaciones se historizan. No se advertía la contradicción que acarreaba consigo desde su primer enunciado: nuestra historia se contemplaba con visión europea, con visión pura. Ese divorcio que señalaba esta actitud entre nuestro ser y la historia, era un producto de ciertas influencias que habían colocado nuestra realidad entre paréntesis eliminando todos los supuestos que se opusieran a la pureza de la descripción y todos los juicios que se refirieran al mundo natural. La realidad debía quedar de manera que no entorpeciera esa descripción. Y naturalmente se excluía lo inmediato, los hechos en su situación. Por lo tanto, también esa interpretación aparecía sometida a la constante del dualismo histórico-político de la Argentina.
4) La última actitud crítica suponía — dentro de su peculiar revisionismo— una denuncia, una elemental descripción valorativa y localizadora, y una correlativa polémica enderezada a una cabal y definitiva integración. Era un intento para que el pasado se integrase con el presente al concillarse el cambio histórico con el ser que no cambia. El proceso histórico se manifestaba de esa manera como nuestro ser histórico y la intemporalidad de nuestro ser a través de la temporalidad histórica. Los elementos contrapuestos que se habían excluido se insertaban no ya como partes, sino como momentos de un todo. La actitud de Martínez Estrada frente a nuestra historia y a nuestra realidad le permitía concebirlas como un despliegue, como una identidad cambiante. Su técnica, a la que ya se le llamó impresionista, en tanto deja en libertad a su aprehensión despojada de prevenciones intelectuales y acentúa el carácter individual de los objetos históricos, le permite adecuarse a nuestro caótico contorno entendiendo el incesante fluir histórico como trascendencia a la vez que como sobrevivencia. Esta adecuación del método a la realidad responde a una integración dinámica porque así, a la vez, se puede comprender mejor la realidad y porque en virtud de esa integración dinámica la realidad se conjuga mejor. Es decir, la actitud de Martínez Estrada es de comprensión y de orientación. Interpreta a la vez que postula en virtud de una voluntad de salvación de nuestra realidad misma en lo que tenga de real.
Tal la posición sustentada por este heterodoxo argentino. Tal el invariante vertebral de Martínez Estrada que le permite transitar por las calles de la ciudad de Dios conjugando los estáticos y neutralizados contrarios, aparentemente irreducibles y excluyentes, a fin de lograr la trascendental síntesis argentina.
Martínez Estrada, por lo tanto, aparece claramente situado dentro de la línea de escritores que en nuestro país asumieron la dramática ocupación de ejercer la denuncia. Denuncia que en su momento había sido necesidad vital impostergable, y hoy razón esencial de su vigencia. Porque de los que en la Argentina escribieron, sólo se salvan aquellos que de una manera u otra denunciaron su contorno, lo que les concernía, sin que la natural polarización polémica supusiera exclusiones. No. En Echeverría, en Sarmiento mismo, en Hernández, en Cambaceres, en Payró, en Sánchez, en Quiroga, en Arlt, incluso en Mallea, esa constante aparece inequívoca. Lo mejor de sus obras respectivas sobrevive al superar toda identificación paralizante conjugando lo demoníaco y lo angélico en el ejercicio constante de lo que bien podría llamarse integración polémica.
Y aún dentro de las obras de un mismo escritor (algo que en cierta oportunidad se juzgó como de simple presencia geográfica) esa clave es definitoria: lo que tiene El matadero y falta en La cautiva, lo que vale en la Excursión y desaparece en Atar-Gull, lo que salva La guerra gaucha y no brota en El ángel de la sombra, lo que hace persistir a Los ganchos judíos, a Los caranchos de La Florida, a Lago Argentino. Todas ellas valen por su toma de posición frente a la realidad de la que se han hecho cargo. Es decir, que lo geográfico tiene sentido únicamente en tanto sea un problema, no tópico ni tema reemplazable o transferible. Un problema fastidioso, dramático, sobre el cual no se puede pronunciar sentencia porque el proceso continúa. El asunto de la nueva generación, siempre aquí, cerniéndose por sobre ella como un Dios implacable, cayéndosele encima, imponiéndosele y configurando una cruzada y de manera alguna un expediente en la medida en que ella misma se incluye como el término más importante de su propia problematicidad. Su proceso inintercambiable por una postura académica o por un alarido vanguardista o por una tonada folclórica.
En función de ese problema intransferible, la nueva generación nacida en los años inmediatamente anteriores y posteriores a la revolución uriburista de 1930 tampoco puede escribir para un circulo ameno como en el 80, ni describir sombríos hidalgos ni presuntos aqueos ni vistosos curacas, ni confeccionar melancólicas travesuras. Tampoco —es preciso aclararlo muy bien— le es lícito zurcir sonetos laudatorios.
No puede contemplar nuestra realidad. Eso. Sino asirla furiosamente, intentando anegarse en ella. Sin elegir una parte —la más cómoda o la más pura— sino abarcando la totalidad. Y aclarar la totalidad, incluso, para plantear una nueva solución, ateniéndose pero sin someterse a lo dado por el solo hecho de su presencia previa. Pues no hay ningún complejo de inferioridad ni falta alguna de madurez que impida la creación, ni precedente alguno en esa misma totalidad que descalifique la creación, sino precisamente todo lo contrario
Parecería que se pretende hacer de la necesidad virtud porque esa misma totalidad a la que la política actual ha servido de agente catalizador ha insertado violentamente a todos en la historia. Pero, no. La historia he dejado de surgir de pronto como un muñeco de resorte cabeceando sin tino, grotescamente. Y hoy —en el tiempo que le toca vivir a la nueva generación— ya no se puede decir que los otros tengan la culpa. Hoy la culpa es de todos. Y es necesario escribir y vivir como culpables. Sin ventajas, porque los otros son todos, que se repiten en los diarios, en las revistas, en el comité, en la tribuna, en las calles, en las reuniones secretas. Los otros somos nosotros mismos. De ahí que no se pueda escribir de cualquier cosa, sino de esto, de todo esto, porque a nadie se le puede transferir esa tarea que hasta hace poco parecía privativa de los nacionalistas, que eran los únicos que sabían de la historia y del gran problema que aquejaba a todos, y que absurdamente detentaban el monopolio de nuestro proceso.
Hoy el antiguo decoro ha desaparecido por la fuerza de las circunstancias y los funcionarios y los escritores se exhiben en camisa, y hasta el cantor popular y el boxeador famoso pierden su tiesura. Hay una urgencia de funcionalismo en nuestra apariencia. Se presiente que sobreviven demasiados restos de retórica. El prestigio ya no cuenta sino en los hechos y una firma implica riesgos que antes.parecían inusitados. La esperanza ya no es un paliativo; sólo resta la expectativa. La calma de los antiguos premios que iniciaban la suave pendiente del escalafón y que presagiaban la dicha del funcionario, está liquidada. Los “chicos de talento” y las “promesas” se han estrellado contra una política cerrada y deambulan por una literatura o por un teatro de repuesto: algunos por dignidad, muy pocos por vocación, otros esperando que las cosas cambien. Es decir, que la historia de un paso atrás como excusándose por su demasía. Pero, no. No. Es gratuita esa esperanza. Y la nueva generación lo presiente en cada uno de sus problemas. En cada una de sus denuncias. En cada uno de sus suicidios.
Martínez Estrada ahora —y antes Roberto Arlt— son interpretados por la nueva generación, precisamente como autores problemáticos y de denuncia, fundamentalmente sinceros en la medida en que hablaron de lo intransferible, de lo necesario, del gran problema de todos, confesándose, autodevelándose. Suicidándose. Martínez Estrada porque - al cumplirse dentro de esa línea—, ejercita la denuncia como negación del constante no-te-metás argentino, de la sempiterna neutralidad, esencial conformismo o pacto que aparece insistentemente sublimado en la renuncia, otra determinante vertical de lo argentino (desde Rivadavia y San Martín pasando por Rosas, Derqui, Alberdi, Juárez Celman, hasta llegar a Yrigoyen), que no es sino el corolario y ratificación del constante dualismo excluyente y simplificador.
Esa actitud de Martínez Estrada supone exactamente la no eliminación de lo pecaminoso, sino la inicial aceptación, el hacerse cargo que no significa en ningún momento manso acatamiento. Responsabilizarse denunciando para tomar riesgosamente nuestra realidad, nuestro contorno que es problemático y que condiciona nuestra situación y que exige una tensa continuidad en tanto su pérdida se encuentra siempre presente. Tensión reflexiva que impide caer en en un fideísmo intrascendentes y en sí desdeñables.
En fin-, tomar contacto con lo sustantivo (generación sustantiva y no adjetiva la nueva que se va manifestando hasta en el dato inmediato de los títulos de sus revistas: Buenos Aires literaria, Poesía Buenos Aires, Ventana de Buenos Aires, Ciudad), lo sustantivo como sub-stare, lo que corre por debajo y es permanente. La identidad a través de lo contradictorio en una conciliación ontológica-temporal. Para hacerse cargo de la historia argentina y del presente argentino sin permitirse ni permitir exclusiones de ninguna índole. Para cumplir al gastarse en su propia aventura su definitiva y total integración
En fin, tomar a Martínez Estrada no como aval o apoyatura, sino como rescate del pasado y del presente utilizables, porque el pasatismo es tan gratuito como la profecía, y los antepasados tan tramposos como la inmortalidad. Porque hoy y aquí ni la genealogía ni lo póstumo justifican a nadie.