El presente cuento pertenece al libro “Hubo un jardín” –Editorial Páginas de Espuma-, que será presentado el jueves 11 de agosto a las 18.30 hs, en Céspedes Libros –Álvarez Thomas 853 de Buenos Aires- por Mariana Enriquez y Agustina Bazterrica, con la presencia de la autora.
LAS COMISIONES
El hambre entra en el cuerpo por el trabajo./ La sed entra en el cuerpo por el trabajo./ La alegría./ El tiempo./ La obediencia./ La muerte/ también./ Solo la vida no entra en el cuerpo por el trabajo.
Anne Carson
–La noche me dura demasiado. No quiero cerrar los ojos; tengo miedo de soñar.
–¿Qué sueña?
–Desde que dejé la inmobiliaria, siempre con Vallejo. Y mire, todavía lo llamo Vallejo.
–¿No quiere decir su nombre en voz alta, Marcela?
–El nombre no lo sé. Lo supe pero me lo olvidé. Lo borré.
–Borró el nombre.
–Se me borró; que su apellido era Meyer y no Vallejo lo supe después, cuando me llevaron a declarar en comisaría.
–Me decía que tiene miedo de soñar con él.
–Me dieron unas pastillas para dormir la semana pasada, pero no las tomo. No sufro de insomnio; el problema es lo que sueño. Siempre lo mismo. Puede que sueñe con Meyer en la oscuridad inicial del departamento. O mirando al cementerio desde la ventana del living: las esculturas de esos ángeles hermosos y las cortinas blancas sacudidas por el aire como fantasmas leves. O también, los dos en la habitación del niño: el empapelado de flores de lis arrancado, las ropas del tipo en el suelo. Lo peor son los ojos del tipo. Aunque sueñe otras cosas que no tienen que ver con el 6to. B ni con esa tarde, siempre vuelven los ojos del tipo y eso es lo que me asusta: no sé decir si tiene o no la mirada vaciada.
–Vaciada.
–Sí, vaciada. Uno le mira los ojos a la gente y detecta una intención. Y todo lo que pasó esa tarde fue tan rápido.
–¿Cómo sería lo de la intención?
–A ver, los ojos demuestran el estado de ánimo: amor, pena, esas cosas. La cursilería de que los ojos son el espejo del alma viene a decir que hay algo contenido en la mirada, aunque a veces uno no sepa qué es exactamente. Los ojos también guardan intenciones menos trascendentes: dale que estoy apurado, che, te dicen los ojos de los clientes y no parpadean. O me estás abrumando con detalles de la calefacción central cuando te pregunté los metros habitables y te desvían la mirada. Cuando yo mostraba los departamentos o las casas, les veía claramente los ojos abiertísimos de impresionante esta vista al río pero no me alcanza para el alquiler. O entornados con sorna, típicos de con este olor a humedad no se lo vas a vender a ni a Pitufina a este hongo maloliente.
–¿Meyer tenía la mirada vaciada cuando lo conoció o solo en el sueño?
–Esa pregunta es parte de lo que me asusta.
–¿Y qué se responde, Marcela?
–Que no se los vi, no le miré bien los ojos cuando me lo encontré esa tarde y que cómo iba a saber yo toda la historia que tenía el tipo. Llegué tarde y lo hice pasar al 6to. B. Punto. Mire, yo vivía acelerada, en un flash permanente, como dice el cretino de mi jefe, el dueño de la inmobiliaria, porque mi hijo Lucas, mi mamá y yo vivimos de las comisiones. El padre del nene..., bueno, usted ya sabe; y el sueldo es una mierda. A mí me daban todos los días una lista con los horarios de las visitas, el nombre de los clientes y un manojo de llaves de los inmuebles que la inmobiliaria tenía en cartera para vender o alquilar. Las llaves del Reino, Marcela, me decía el cretino de mi jefe. Y yo no tenía más data que las direcciones y los planos y los precios. Y agarraba las llaves y me iba. No sabía quiénes eran los dueños, no conocía las historias de las casas tampoco. Y a veces una debería saber algunas cositas más, pienso, porque en este business, como dice el cretino de mi jefe, te pasan cosas desagradables. Llevás a unos clientes a una casa, abrís y, de pronto, te encontrás con las cosas del muerto, ahí, fresquitas. Una vez vamos con unos clientes a una casona en Almagro, baratísima, y entramos y estaba la taza de té a medio beber, con el labial de la dueña estampado en la cerámica inglesa sobre la mesa del living, junto a un solitario sin terminar y un vaso con la postiza de la mujer. Las cartas dispuestas para el juego y la dentadura flotando, ¿me entiende? ¿Cómo hay que ser para enterrar a tu vieja sin sus dientes? Los hijos no se habían tomado la molestia ni de limpiar un poquito el lugar. La señora capotó y pusieron en venta la casa nomás. Ipso facto, como dice el cretino de mi jefe. Había hasta el típico olor a vieja concentrado en los ambientes: terrible, y yo no aguanto los malos olores.
Otra vez fui a ver un departamento que unos divorciados habían puesto en alquiler y me encontré al marido haciéndoselo a un tipo en la cocina. En la cocina. Doblado en dos contra la mesada lo tenía. Una ve un culo peludo y no sabe dónde meterse. Yo me visto bien, me maquillo, me pongo perfume y sonrío siempre. Disimulo cuando veo algo roto que tiene arreglo (una persiana, por ejemplo), pido disculpas cuando el parquet está levantado o la cocina es de la época del Virrey Cisneros y no me avisaron. Pero hay situaciones que no las podés solucionar ni con una sonrisa ni con dos. Si vas a coger en un departamento que pusiste en alquiler, hacelo en horario no comercial, ¿no? O hacé ruido. Estos dos, no. Estaban ahí, en pleno éxtasis silencioso nomás. Dos ratoncitos lujuriosos.
–Veo que a pesar de todo se ríe, Marcela.
–Es que me gustaba mi trabajo, me doy cuenta: soy curiosa y este trabajo te permite conocer mejor las zonas y diferentes estilos de vida, ¿vio? Me gustaría que estuviera mejor pagado y me reventaban muchas cosas, obvio. Por ejemplo, el discursito amigable de Las llaves del Reino que me quería vender el cretino de mi jefe, pero tampoco me imaginé que el manojo que me llevaba esa tarde me abriera un infierno. Y eso que también pasé miedo alguna vez. Hay cada loco: las parejas discuten en tu presencia y vos hacés ruiditos con la llave como si fuera un sonajero mirando por la ventana hasta que, un día, un tipo le dio una a la novia en plena cara. Terminé a los gritos y llamando a la policía. La mina primero me agradeció, pero después cuando llegó el agente de policía dijo que no era para tanto el asunto, que yo había entendido mal la situación. ¿De verdad?, me dije. Perdí una mañana de trabajo, mire, pero hice lo que me pareció justo: no hay que dejar pasar ni un solo golpe porque nunca vienen solos y se repiten; yo sé bien de lo que le hablo.
Otra vez, me cayó un tipo muy elegante con un Burberry negro con las solapas vueltas hacia adentro. Ya le digo, elegantísimo pero con algo fallido y la mirada rara. Cuando estábamos por terminar la visita, se abrió el Burberry. Tenía el coso afuera del pantalón; un coso enorme, endurecido y casi violeta. El miedo me paralizó y me quedé mirando esa flecha de carne que me apuntaba desde la bragueta. El tipo era un exhibicionista, se ve, y no me hizo nada, pero desde entonces llevo un espray conmigo, uno de esos de protección que compré en calle Florida.
Lo que tampoco me gusta es que es un trabajo de locos. Los clientes llegan tarde o te dejan plantada sin avisarte. A veces las llaves no abren. O porque me dieron la llave incorrecta o porque la llave tiene truco y no te avisan. Y una está ahí, delante de la gente que quiere ver la propiedad, como un chimpancé tratando de superar una prueba de laboratorio. Otro tema era que me la pasaba corriendo de una dirección a otra con el tráfico que hay en Buenos Aires. Cuando no hay una calle cortada por obras, hay piquetes o una manifestación o una huelga. Todo el mundo reclama algo y yo siempre con el tiempo justo entre una visita y la siguiente. Así que lo de la baja laboral por estrés me lo tomé bien, con alegría. Yo pensé que iba a ser como unas vacaciones pagas en las que iba a poder pasar más tiempo con mi hijo y liberar un poco a mi vieja de llevarlo al cole, irlo a buscar, darle de comer. En fin, disfrutar a pesar de todo porque el pasado no se puede corregir.
–¿Y no está disfrutando con su hijo?
–No puedo. Estoy irritable, nerviosa y duermo mal porque sueño con Meyer. Ojalá los muertos contestaran, porque yo le sigo hablando a Meyer. De día y de noche. Le hago preguntas y reproches. A veces me vuelvo loca y lo amenazo: Andate, hijo de puta. También hablo conmigo misma, repaso lo que pasó esa tarde y me digo que fui muy atropellada, muy estúpida.
–¿Por qué se culpa?
–Porque bien pensado, era obvio que el tipo que estaba en la puerta del edificio, alto, bastante rubio, no era el cliente con el que yo tenía que encontrarme. Yo, como le dije, iba siempre apurada pero a veces llegaba tarde, a pesar de mis esfuerzos. Me bajé del taxi y con una sonrisa y casi gritando, le dije: Hola. Vallejo, ¿verdad? Y el tipo (Meyer), nada. Y yo: ¿Viene a ver el 6to. B? Y el tipo: Ah, sí. Entramos y yo empecé con mis disculpas por la tardanza apenas cerré la puerta del ascensor: el tráfico, los piquetes, los maestros de huelga frente al Congreso. Seguí enumerando excusas. Reales o falsas, ni me acuerdo. El tipo miraba la nada con extrañeza, como si el ascensor fuera una máquina del tiempo. El edificio tiene uno de esos ascensores antiguos, lentos, muy lentos y tardamos una vida en llegar al sexto piso en ese silencio grave interrumpido por el quejido de las poleas. Miré la información de mis planillas y le comenté que había un proyecto aprobado por los vecinos para la renovación de los ascensores. No se preocupe, insistí, en nada cambiarán este ascensor. Y sonreí; el tipo, nada. Yo le seguí sonriendo hasta que me vi la mueca de la sonrisa congelada en el espejo del fondo del ascensor y cerré la boca. También vi el tatuaje que tenía en el cuello reflejado en el espejo. Leí con disimulo, adivinando números sobre el espejo: era una fecha. Cuando llegamos al sexto, empecé a manipular con la llave y nada. No abría. Otra vez como mona de laboratorio, pensé. El tipo, Vallejo/ Meyer, me pidió la llave. Hizo el truquito de tirar de la puerta hacia adentro y la giró hacia la izquierda y la puerta se abrió. Y yo: ¿Tiene el tambor de la cerradura instalado al revés? Y él: Sí. Y yo: ¿Cómo lo supo? Y él entró. Yo hice lo de siempre, rápido muy rápido porque ya sabía que llegaba tarde a la cita siguiente: descorrí cortinas, levanté persianas y me puse a abrir los ventanales del living como para airear un poco el olor a pintura. El living estaba recién pintado. Y, además, era magnífico: amplio, de techos altos rematados con molduras de época. Los ventanales miraban al cementerio de La Recoleta. Se veían todas las tumbas, los mausoleos. Habrá gente a la que no le guste que su casa mire al cementerio pero para mí es un lujo, le dije mientras abría la última ventana. Con esta vista se garantiza que nadie le va a tapar la luz nunca, que nadie va a construir algo que le obstaculice la visión. Me di vuelta y el tipo no estaba. Lo llamé: ¿Señor Vallejo? Nada. Vallejo, repetí mientras buscaba el espray por las dudas. El pasillo estaba oscuro. Tanteando, le di a llave de luz de un golpe y no encendió. Pregunté en voz más alta: Señor Vallejo, ¿no quiere ver el living? El tipo no me respondió. No sabía dónde estaba. No quería caminar por el pasillo y meterme en el próximo ambiente porque no escuchaba nada de nada. Tampoco veía. De pronto, se me ocurrió que a lo mejor la luz estaba cortada. Y retrocedí. Fui a buscar la caja en la entrada del departamento; de paso, dejé la puerta abierta. Pensé que si gritaba o pasaba algo raro, algún vecino iba a escucharme. Revisé los planos que tenía en mi carpeta sin moverme de la entrada: el departamento tenía tres habitaciones y dos baños distribuidos a lo largo de ese pasillo y después el pasillo doblaba a la izquierda hacia la cocina y las dependencias de servicio. Cuando desplegué las hojas del plano me pareció escuchar algo, un suspiro, un sollozo, un ruido de papeles rasgados. Señor Vallejo, grité en tono apremiante. La voz corrió también por el pasillo exterior del departamento y me devolvió el eco: Señor Vallejooo. La vecina del A abrió un poco la puerta: ¿Busca a alguien? Le iba a explicar la situación, decirle que llamara a la policía si escuchaba ruidos raros o si no me veía salir en cinco minutos de vuelta, pero después me dije: No vas a hacer lo que haría la típica minita estúpida de las pelis de miedo que escucha ruidos en el sótano y baja a oscuras.
–No entró.
–No, en ese momento no entré. Cerré la puerta para que Vallejo/Meyer no me oyera y, desde el pasillo, llamé al cretino del dueño de la inmobiliaria. La secretaría me respondió que estaba en otra llamada, pero que ella le pasaría el mensaje. Le expliqué brevemente la historia, aunque no me gustaba que fuera otra persona la que le comunicara la mala noticia: teníamos a un loco o a un okupa en un piso exclusivo de Recoleta. Hubiera preferido hablar yo directamente con el dueño de la inmobiliaria. Empecé a preocuparme. Mierda, ¿qué pensará el cretino cuando se entere? Colgué. ¿Quién está ahí dentro?, me preguntó la vecina que había escuchado toda la charla telefónica. Y yo: Un hipotético cliente. Y ella: ¿Cómo se llama? Y yo, nerviosísima: Marcela Gutiérrez. Y la vecina: Usted no, mujer; ¿el cliente no será por casualidad un tipo rubio, alto, con una fecha tatuada en el cuello? En ese instante caí que el tipo no era Vallejo. Era alguien del barrio o del edificio o del 6to. B, porque la vecina obviamente lo conocía. Dije que sí y estaba por preguntar quién diablos era, pero la vecina me amonestó: ¡Y lo dejó entrar! Menos mal que estoy escuchando sirenas. Debe ser la policía, voy a asomarme al balcón. Y me cerró la puerta casi en la cara de un golpe. Yo también había escuchado las sirenas: la secretaría me había anticipado que llamaría a la comisaría del barrio.
¿Se da cuenta de por qué le digo que fui muy atropellada, muy estúpida? Si hubiera reflexionado un poquito nomás, me habría dado cuenta de que ese tipo no era Vallejo mucho antes y no lo hubiera dejado pasar. Y me arrepiento, me arrepiento tanto pero, cuando escuché a la policía subiendo por las escaleras, mi primer impulso fue entrar al departamento de nuevo.
–Y si ya se había dado cuenta de que no era su cliente, ¿por qué volvió a entrar?
–Por miedo. Y por ver qué estaba haciendo. Al final, yo no había hablado con el dueño de la inmobiliaria. A saber lo que le habría dicho la secretaría; yo creo que son amantes y yo no le caigo bien a ella. Me daba miedo perder el trabajo; ya sabe que mi hijito, mi madre y yo dependemos de las comisiones porque el sueldo es una mierda. No quería que el dueño pensara que había abandonado la propiedad con un extraño adentro. Y estaba relativamente tranquila porque sabía que en nada la policía iba a estar en el sexto piso. Pensé: que me encuentren adentro, preocupada por la situación. Y entré. Me pareció que era la mejor opción de cara al cretino de mi jefe.
Meyer estaba en el segundo dormitorio a la derecha. Me di cuenta porque la puerta proyectaba un haz de luz sobre el pasillo oscuro. Se ve que el tipo abrió la persiana del cuarto, me dije. Me saqué los zapatos para no hacer ruido por el pasillo y me asomé a la habitación. Lo primero que vi fueron los destrozos y casi me muero. El tipo había arrancado el empapelado nuevo de flores de lis de la pared que estaba junto a la puerta por la que se salía al balcón y había dejado un empapelado celeste con trencitos amarillos a la vista. Los fragmentos de empapelado arrancados estaban enrollados y desparramados por el suelo como serpientes retorcidas. ¿Qué iba a decirle a mi jefe? Había dejado que arruinaran un departamento reformado. Después, vi una pilita de ropa: el abrigo y los zapatos del tipo. Y por último, a él. Todo en un flash, como diría mi jefe. Meyer estaba en el balcón, trepándose a la baranda. Estaba de espaldas: no me había visto ni oído llegar porque iba descalza y yo, atropellada una vez más, le grité: ¿Qué hace? Meyer se giró (lo veo en la memoria una y otra vez: se había descalzado y creo que sí, creo que tenía ya la mirada vaciada, la de todos los muertos, la que le vi después en la morgue). Y cuando se giró, perdió el pie y se cayó del sexto piso.
–Usted me dijo que lo que le preocupa de dormir es, según entendí, que sueña con distintos escenarios o circunstancias, pero siempre con la mirada del tipo.
– Cuando estoy despierta, pienso en todo lo que me contó la vecina del 6to. A: que a Meyer se le murió el hijito en el accidente porque él manejaba borracho; que la mujer pidió el divorcio y no lo quiso ver nunca más; que lo echaron de la empresa donde trabajaba y del departamento porque todo era de su suegro. Al tipo no le quedaba nada sino ausencias. ¿Y cómo se puede vivir con todo eso encima?, me pregunto. Y también me digo y me repito que no es mi culpa, que la policía podría haber impedido el suicidio esa vez, pero que el tipo igual se iba a matar.
Todo eso durante la vigilia. En cambio, en el sueño, yo no le veo a Meyer la mirada vaciada y me horroriza. Si la viera, me quedaría más tranquila porque sería una confirmación de que el pobre hombre ya no tenía intenciones, o sea, ya no tenía ninguna razón para vivir. ¿Me entiende? Quiero decir que no tengo dudas de que el tipo era un espíritu hundido, pero no sé si estaba buscando suicidarse o si volver a su casa, a la habitación de su hijo, lo llenó de tristeza y desesperación. Por ahí, si yo no lo hubiera dejado pasar al 6to. B, si yo no hubiera sido tan atropellada, ¿se da cuenta?
Fue todo en cuestión de instantes.
Y encima el abogado del cretino de mi jefe me exige que me reincorpore a la inmobiliaria o que renuncie. Justo ayer me llegó la carta certificada. ¿Y a usted le parece que yo puedo ir a trabajar en este estado? La carta del abogado me mató. Se me suma la angustia vieja con la angustia nueva. Porque mi hijito, mi madre y yo, usted ya sabe, vivimos de las comisiones de este trabajo.
Valeria Correa Fiz nació y creció en Rosario (Argentina), a orillas del río Paraná. Es autora del libro de relatos La condición animal (Páginas de Espuma, 2016), que fue seleccionado para el IV Premio Hispanoamericano de Cuento “Gabriel García Márquez” y finalista del Premio Setenil 2017, y de los poemarios El álbum oscuro, distinguido con el I Premio de Poesía “Manuel del Cabral”, 2016, El invierno a deshoras (Hiperión, 2017), merecedor del XI Premio Internacional de Poesía “Claudio Rodríguez”, Museo de pérdidas (Ediciones La Palma, 2020) y Así el deseo (Editorial BGR, 2021). Algunos de sus relatos han sido recogidos en diversas antologías y traducidos al inglés, francés, rumano y hebreo. Coordina el Club de Lectura del Instituto Cervantes de Milán e imparte talleres de escritura creativa en Milán y Madrid.