jueves, 8 de septiembre de 2022

MIGUEL ANGEL ASTURIAS por MARIO VARGAS LLOSA

 


Hacía una punta de años que no venía a Londres, pero apenas bajó del automóvil –corpulento, granítico, perfectamente derecho a pesar de sus casi setenta años– reconoció el lugar, y se detuvo a echar una larga mirada nostálgica a esa callecita encajonada entre el British Museum y Russell Square, donde le habían reservado el hotel. “Pero si en esta calle viví yo, cuando vine a Europa por primera vez”, dijo, asombrado. Han pasado 44 años y ha corrido mucha agua bajo los puentes del Támesis desde entonces. Era el año 1923 y Miguel Ángel Asturias no soñaba todavía en ser escritor. Acababa de recibirse de abogado y unos artículos antimilitaristas le habían creado una situación difícil en Guatemala. José Antonio Encinas, que se hallaba exiliado en ese país, animó a la familia a que dejara partir a Asturias con él a Londres, a fin de que estudiara economía. Y así ocurrió. Viajaron juntos, se instalaron en esta callecita que ahora Asturias examina, melancólicamente. Pero las brumas londinenses intimidaron al joven guatemalteco que no se consolaba de no haber hallado un solo compatriota en la ciudad. “Hasta el cónsul guatemalteco –dice– era inglés.” Semanas después, hizo un viaje “de pocos días”, a París, para asistir a las fiestas del 14 de julio. Pero allá cambió bruscamente sus planes, renunció a Londres y a la economía, se inscribió en un curso de antropología en la Sorbona, descubrió la cultura maya en las clases del profesor Georges Raynaud, pasó años traduciendo el Popol Vuh, escribió poemas, luego unas leyendas que entusiasmaron a Valéry, luego una novela (El señor Presidente) que haría de él, para siempre, un escritor. ¿Habría sido idéntico su destino si hubiera permanecido en Londres? Debe habérselo preguntado muchas veces, durante esta semana que acaba de pasar en Inglaterra, dando conferencias, invitado por el King’s College. Curiosamente, una de estas charlas tuvo como escenario la London School of Economics. La cita que había concertado tantos años atrás José Antonio Encinas, entre esa institución y su amigo guatemalteco, después de todo ha tenido lugar.

Su conferencia en la Universidad de Londres se titula “La protesta social en la literatura latinoamericana”. El aula está repleta de estudiantes y profesores, y hay también algunos agregados culturales sudamericanos (naturalmente, no el de Perú). En el estrado, por sobre el pupitre, solo asoma el rostro tallado a hachazos de hechicero o tótem maya de Asturias, que lee en voz muy alta y enérgica y hace a ratos ademanes (o pases mágicos) agresivos. Repite cosas que ha dicho ya en otras ocasiones sobre la literatura latinoamericana, la que, según él, es y ha sido “una literatura de combate y protesta”. “El novelista hispanoamericano escribe porque tiene que pelear con alguien, nuestra novela nace de una realidad que nos duele.” Desde sus orígenes, afirma, la literatura latinoamericana fue un vínculo de denuncia de las injusticias, un testimonio de la explotación del indio y del esclavo, un empeñoso afán de luchar con la palabra por mejorar la condición del hombre americano. Cita, como ejemplos clásicos, los Comentarios reales del Inca Garcilaso y la Rusticatio mexicana del jesuita Landívar. Pasa revista someramente a la literatura romántica, en la que la voluntad de denuncia quedó atenuada por un excesivo pintoresquismo folclórico, y aborda luego el movimiento indigenista cuyo nacimiento fija en la publicación de Aves sin nido de Clorinda Matto de Turner. Los narradores indigenistas, según Asturias, al describir sin concesiones la vida miserable de los campesinos de América, llevan a su más alto grado de rigor y de calidad, incluso de autenticidad, esa vocación militante a favor de la justicia con que ha surgido la profesión literaria en nuestras tierras. Con fervorosa convicción, se refiere a la obra del boliviano Alcides Arguedas, que en Raza de bronce describió a los tres protagonistas de la tragedia del Altiplano: “el latifundista insaciable, el mestizo resentido, cruel y segundón, y el indio cuya condición es inferior a la del caballo o la del asno, porque ni siquiera es negociable”. Elogia la obra de Augusto Céspedes, que denunció las iniquidades que se cometían contra los mineros en las posesiones de Patiño, en Metal del diablo, y Yanakuna, de Jesús Lara, “por haber mostrado, en todo su horror bochornoso, la suerte de los pongos bolivianos”. Se refiere luego a las obras de Jorge Icaza y de Ciro Alegría, que completan la exposición de los abusos, atropellos y crímenes que se cometen contra el indio en esa región de los Andes. Pero, añade, no solo en los países con una población indígena muy densa ha surgido una literatura inspirada en temas sociales y políticos. La novela latinoamericana ha sabido también denunciar eficazmente los excesos “del capitalismo financiero contemporáneo en las fábricas, los campos petroleros, los suburbios y las plantaciones”. Pone como ejemplo El río oscuro de Alfredo Varela, que expuso el drama de los campesinos de los yerbatales del norte de Argentina, y Hasta aquí, no más de Pablo Rojas Paz, que pinta el vía crucis de los trabajadores cañeros en Tucumán. La vida larval de las ciudades parásitas, de esos suburbios de viviendas contrahechas donde se hacinan los emigrantes del interior, ha estimulado también, dice, el espíritu combativo y justiciero del escritor latinoamericano: destaca el “estudio psicológico de la solidaridad humana entre la gente de las barriadas” hecho por Bernardo Verbitsky en su novela Villa miseria también es América, y el caso curioso de la brasileña Carolina Maria de Jesus, que en su libro La favela traza un lacerante fresco de la vida cotidiana de ella y sus compañeros de miseria en un barrio de Río de Janeiro. Se extiende sobre las características nacionales que ha asumido la protesta literaria latinoamericana y explica cómo puede hablarse de “una novela bananera centroamericana”, una “novela petrolera venezolana” y una “novela minera chilena”. Pone como ejemplo, en este último caso, el libro Hijo del salitre de Volodia Teitelboim. En el pasado, agrega, “los novelistas latinoamericanos venían en su mayor parte de las clases explotadas, y se los podía acusar de resentimiento o parcialidad”. Pero ahora hay también escritores que proceden de las clases altas, que no soportan la injusticia, y radiografían en sus libros el egoísmo y la rapiña de su propio mundo. Este es el caso, dice, del chileno José Donoso, que en Coronación ha descrito la decadencia y el colapso de una familia aristocrática de Santiago. Finalmente, indica que en la actualidad los escritores latinoamericanos, sin renunciar a la actitud de desafío y denuncia social, muestran un interés mucho mayor por los problemas de estructura y de lenguaje y desarrollan sus temas dentro de una complejidad mayor, elaborando argumentos que atienden tanto a los actos como a los mecanismos psicológicos o a la sensibilidad de los personajes y apelando a veces más a la imaginación o al sueño que a la estricta experiencia social.

Mientras lo aplauden afectuosamente, yo trato de adivinar en las caras de los estudiantes de la Universidad de Londres el efecto que puede haber hecho en ellos esta exposición apasionada, esta presentación tan unilateralmente sociopolítica de la literatura latinoamericana. ¿Hasta qué punto puede conmoverlos o sorprenderlos saber que al otro lado del Atlántico predomina, como lo ha dicho Asturias, entre los escritores, esa concepción dickensiana de la vocación literaria? ¿Admiten, rechazan o simplemente se desinteresan de esa actitud militante, tan extraña hoy a los escritores jóvenes de su país que andan empeñados en la experimentación gramatical, en la revolución “psicodélica” o en el análisis de la alienación provocada por los prodigios de la técnica? Pero no adivino nada: después de ocho meses en Londres, los rostros ingleses siguen siendo para mí perfectamente inescrutables.

Al anochecer –Asturias ha tenido suerte, le ha tocado un día sin lluvia, ni bruma, hace incluso calor mientras merodeamos por los alrededores de Russell Square en busca de un restaurante–, cuando su editor lo deja libre (ha venido al hotel a anunciarle que en septiembre aparecerán simultáneamente las traducciones de El señor Presidente y de Week-end en Guatemala), me atrevo a preguntarle si no resultaba, a su juicio, un tanto parcial referirse a la literatura latinoamericana solo por lo que contiene de crítica social y de testimonio político, si la elección de este único ángulo para juzgarla no podía resultar un tanto arbitraria. (Estoy pensando en que este punto de mira tiene, sin duda, una ventaja: sirve para rescatar del olvido muchos libros bien intencionados, interesantes como documentos, pero literariamente pobres; y una grave desventaja: excluye de la literatura latinoamericana a autores como Borges, Onetti, Cortázar, Arreola y otros, lo que resulta inquietante.) Asturias piensa que no es parcial, solo incompleto. Está trabajando actualmente, me dice, en una segunda parte de este ensayo, en la que se referirá con más detalle a los novelistas que se han dado a conocer en los últimos años; su conferencia es, en realidad, bastante antigua. Estoy a punto de decirle que si se aplicara a su propia obra el exclusivo tamiz sociopolítico, varios de sus libros, acaso los más audaces y bellos por su fantasía y su prosa (como Hombres de maíz, por ejemplo), quedarían en una situación difícil, marginal. Pero él está entretenido ahora, estudiando el menú, y decido no importunarlo más. Por otra parte, esas afirmaciones suyas sobre la literatura, aunque tan discutibles, son fogosas, vitales, y pueden ser saludables ante auditorios acostumbrados a escuchar nociones tan gaseosas y desvaídas como las que constituyen la moda literaria actual. Un poco de “agresividad telúrica” puede hacerles bien a los jóvenes oníricos de la generación “pop”.



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