viernes, 13 de enero de 2023

GABRIELA MISTRAL por MIGUEL ANGEL ASTURIAS  

 


La riqueza poética de Gabriela Mistral, bajo la cáscara de sus versos, es por entero americana. ¿Dónde nació esta voz? ¿Dónde se forjó este coloquio? En el aula sencilla de la escuela rural, junto al niño campesino, en el paisaje silencioso de Chile, frente al inmenso mar desierto, como algunos llaman al Océano Pacífico. Allí se hizo migajón creyente, creyente en Dios y en el hombre, el sentimiento de esta poesía. Y Gabriela no dejó do estar en eso que los otros no sabían que estaba. Los cosmopolitas, los europeizantes, los orientalistas. No dejó de estar en su América. Maestra rural fue siempre. América no ha pasado del campo. Seguimos siendo campesinos. A veces los americanos jugamos a hombres de ciudad. Es nuestra aventura y desventura. Y como maestra rural, simple, reposada, contagiosa por su simpatía, su santidad y su voluntad de servir, la vemos ahora que se nos ha ido para siempre, sin irse más que corporalmente, porque nos ha quedado el oído lleno de su canto y el corazón de su mensaje americano de bondad y esperanza.

Pero esta maestra del aula olorosa a neblinas tempraneras, a hojas de árboles de ojos recién abiertos al sol, de ojos o de hojas, si los árboles son las hojas lo que abren; esta maestra del aula del niño de barro, de arcilla, de sueño de hombro hecho carne de pueblo, sabe que no se irá de allí sino definitivamente y por eso se arranca y se va, sollozando. Ese primer desgarrón comunica a su poesía, la queja de lo cortado en retoño, y no se recuperará de esta herida, pues aunque el polvo de los caminos la haya cubierto por ecos extraños, hasta formarle costras de olvido, a cada paso se producirá el reencuentro de Gabriela, mujer continental, con la maestra campesina. Sus manos de mujer fuerte conservaron el movimiento de la que forma las primeras letras del verbo hecho espíritu, ante los ojos atónitos del que sabe que detrás de las letras, están las constelaciones del poder humano. Y su habla, el hablar enseñando, mostrando, catalogando, tan alejado del odioso idioma de la conferencia. Y su mirada, el inquirir con los ojos un poco saltones, colgados como lámparas negras detrás de los párpados, en la faz del oyente, si está comprendiendo lo que dice, si lo está aprendiendo, si su explicación le convence. No tuvo tiempo para tanto tema, y otras cosas la tomaron, sin desviarla, sin embargo, de su fidelidad americana.

Pero entre todas sus enseñanzas, cómo no recordar aquella de su "Decálogo" que dice: "No te será la belleza opio adormecedor, sino vino generoso que te encienda para la acción, pues si dejas de ser hombre o mujer, dejarás de ser artista". ¡Qué lección para los que piden una literatura americana deshumanizada, para los que emplean el verso y la prosa, como opio para adormecerse ellos y adormecer a los demás, como si no hubiera pasado la época de la literatura de evasión, que por años, por décadas, nos envolvió en sus naderías! Ella veía venir esa otra literatura, el verso y la prosa invadidas por la realidad americana, el dolor del pueblo en el canto, la protesta del oprimido en la estrofa, el grito del que ve perdida su patria, en la novela.

Eso pedía ella. Eso exigía. Eso reclamaba. El poema, la novela, el cuento; salidos de la entraña del indio, del mestizo, del inmigrante que echa raíces y se vuelve nuestro. Y veía nuestros problemas. Claramente. Y nuestros peligros tremendos. Los nuevos peligros para nuestra cultura de raíces hispánicas e indígenas. Ella también se sentía sitiada. Y por eso, ya fuera del ámbito literario, buscaba, inquiría los caminos del mañana, en soluciones sociales insospechadas, por aquellos que de Gabriela Mistral pretenden mantener, para consuelo de algunos, la imagen de "la mujer de letras", de la "poetisa", de la "Santa Teresa" sin garras.

La primera vez que la vi, fue en Guatemala. Surcábamos juntos el más maravilloso lago del mundo, a dos mil metros, el Lago de Atitlán, y cuando la conversación poco a poco fue cediendo al imponente espectáculo de los volcanes bañándose en el mar dulce de los mayas, su silencio me causó una profunda impresión. Lo rompió, al fin, después de un breve movimiento de sus párpados, como si saliera de más hondas profundidades, y dijo: "Estoy pensando en los indios a los que deben devolverles sus tierras. Eso se tendrá que hacer en Chile... y en todos nuestros países..." No le inquietaba la belleza del panorama, le inquietaban los indios, el hombre, la vida humana. Y lo mismo, después de muchos años, la oí repetir en Chile, en la última visita que hizo a su país. En medio del coro de los que festejaban en ella lo intrascendente, la figura, la concepción corpórea de la gloria nacional, con su voz magisterial, se levantó y preguntó, como hacia tanto que faltaba de Chile, dijo, si ya le habían devuelto las tierras a los campesinos.

Esta era Gabriela Mistral, aunque muchos sólo se empeñen en ver a la que se esfumará en el tiempo, entre el ditirambo y la tembladera sentimental de una literatura disfrazada de responso fúnebre. La auténtica quedará en pie, en su aula de maestra rural en su canto de amor en retoño, y en su pregunta siempre válida, de si ya devolvimos las tierras a sus propietarios.



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