En verano, al caer la
tarde, Montmartre se carga de luces, muestra su secreto a voces. La estación
Pigalle, del metro de París, se convierte en un sendero de turistas y señores
que vuelven de sus trabajos en oscuras oficinas. Todos van a curiosear. También
yo, que hace cinco días ando por París, deslumbrado por las mismas pavadas con
que se asombró todo tipo que llegó por acá desde la toma de la Bastilla.
Primero me dejo llevar por
la nostalgia: me paro en la esquina y miro el Pigalle, donde hace 45 años
cantaba Carlitos Gardel, morocho engominado que hacía delirar a las francesas
con esa sonrisa que se había inventado como buen porteño piola –y de esos
piolas les voy a hablar más adelante. Después camino hasta el Moulin Rouge y
trato de imaginar los esplendores que albergó en el siglo pasado, visitados por
personajes como el pintor Toulouse Lautrec, el de las gambas cortitas que se
enamoró de una prostituta, quiso llevarla por el buen camino y así le fue.
Los parisinos que salen
del trabajo pasan apurados como si ésa no fuera su ciudad. Y en verdad, cada
vez lo es menos: hay tantos extranjeros (incluidos cinco mil argentinos
permanentes) que a veces uno cree estar en la Torre de Babel en lugar de
Francia.
En el boulevard de Clichy
hay decenas de librerías con material pornográfico y montones de Pornoshop con
los últimos adelantos de la técnica para pasarla mejor en compañía de los seres
queridos. Los franchutes llegan con el portafolios y medio kilo de sabroso pan francés,
hojean el material y se dan aliento para la noche que recién comienza.
La noche tarda en llegar.
En esta época, hasta las nueve y media hay luz. Los bares despliegan sus mesas
en las veredas, uno se sienta a tomar una cerveza y si habla con el garcon se
da cuenta que el tipo no sabe quién fue Gardel, el que cantaba en la esquina
hace tanto tiempo. Allí hay, ahora, un espectáculo de desnudos donde los
artistas hacen cosas que provocarían un infarto a los censores argentinos. Y
los anuncios de la calle tienen fotos y todo, qué horror. Yo me acuerdo del
Carlitos de “Anclao en París”, y
pienso que si tuviera que trabajar hoy en ese lugar se moriría de hambre,
porque la voz le serviría de poco y nadie pagaría para ver desnudarse a un
porteño que empilchaba como los dioses.
La mayor sorpresa que me
reservó Montmartre estaba en un cine. Vi el anuncio y me paré a ver de qué se
trataba. Daban la primera película autorizada por la censura francesa donde se
mostraban actos sexuales completos y sin nada que ocultar.
Pagué mis rigurosos once
francos y entré. Y no fue de puro
morboso, no compañero, no me confunda. Pasó que en la entrada estaban pegadas
las críticas de prestigiosos periódicos como Le Monde, The New York Times y otros,
que aseguraban que el film titulado “Antología del erotismo”, era una obra
maestra desde el punto de vista artístico y esas cosas. “El honor está a
salvo”, pensé, y entré como balazo.
Y en serio la película era
buena, pero si usted no va a París u otra capital adecuada no la va a ver nunca,
se lo aseguro. Se trata de una investigación de un equipo de cineastas
norteamericanos que se puso a buscar cuanta película pornográfica hubiera
olvidada por ahí, desde que el cine se inventó hasta 1970.
Encontraron lindas cosas.
Yo me ubiqué en mi mullida butaca, desprevenido, y empecé a ver las primeras
imágenes mudas de 1915, época en que la gente ya hacía las mismas porquerías
que ahora.
Fue entonces que el
narrador de la película contó esto. Los investigadores se pusieron a buscar las
primeras películas pornográficas de la historia del cine. Y claro, la mayoría
ya han desaparecido. Pero quedaron recuerdos y documentos sobre ellas.
Entonces, a los curiosos
les interesó saber cuál había sido la primera de todas, es decir, quién había
sido el piola que tuvo la idea de usar el invento del cine para filmar parejas
haciendo el amor y con eso llenarse de guita.
¿Y con qué sorpresa me
encuentro? El narrador informa: “El
primer film pornográfico de la historia del cine fue rodado en 1904, en Buenos
Aires, Argentina”, y vendido allí a los bienudos señores que en la pujante
capital del Río de la Plata, preferían divertirse con orgías en lugar de
ponerse el frac y la galera para ir al Colón.
Sí señor, un porteño
piola. Otro de los tantos. Ya en 1904 se anticipaba a otros creadores del cine.
No pasaron la película porque según los investigadores les fue imposible
conseguir una copia, pero el dato, dice,
es rigurosamente cierto.
Cuando dijeron eso, yo
tuve ganas de pararme en la butaca y gritar: “¡Argentino viejo y peludo
nomás!”. Todavía trato de imaginarme el momento histórico en el que algún
francés, discípulo de los hermanos Lumiere, llegó a Buenos Aires con los
primeros aparatos de cine, los mostró y dio una larga charla sobre las
posibilidades artísticas del flamante invento. Seguramente, mientras el tipo
hablaba y mostraba imágenes en movimiento, un argentino rápido pensó: “¿Y si en
vez de filmar pavadas, agarro la cámara, la llevo a un prostíbulo del Bajo y
filmo lo mejor de lo que pasa allá?” Es clavado que el porteño se compró una
filmadora y celuloide, se fue a los piringundines y se mandó una película con
la que debe haber ganado más guita que ahora Leonardo Favio.
Esos eran porteños piolas.
Y hoy, setenta años más tarde, en Estados Unidos y Francia, les rinden
homenaje, los recuerdan. Entretanto, en Buenos Aires ni siquiera le ponen el
nombre a una placita o a una sala del culto Teatro San Martín.