Pablo Neruda, a quien llamamos, en el escalafón consular de
Chile, Ricardo Reyes, nos nació en la tierra de Parral, a medio Llano Central,
en el año 1904, al que siempre contaremos como de Natividades verídicas. La ciudad
de Temuco le tiene por suyo y alega el derecho de haberle dado las infancias
que “imprimen carácter” en la criatura poética. Estudió Letras en nuestro
Instituto Pedagógico de Santiago y no se convenció de la vocación docente,
común en los chilenos. Algún Ministro que apenas sospechaba la cosa óptima que
hacía, lo mandó en misión consular al Oriente a los veintitrés años, poniendo
mucha confianza en esta brava mocedad. Vivió entre la India Holandesa y Ceylán
y en el Océano Indico, que es una zona muy especial de los Trópicos, tomó cinco
años de su juventud, trabajando su sensibilidad como lo hubiesen hecho veinte
años. Posiblemente las influencias mayores caídas sobre su temperamento sean
esas tierras oceánicas y supercálidas y la literatura inglesa, que él conoce y
traduce con capacidad prócer.
Antes de dejar Chile, su libro “Crepusculario” le había
hecho cabeza de su generación. A su llegada de provinciano a la capital, él
encontró un grupo alerta, vuelto hacia la liberación de la poesía, por la
reforma poética, de anchas consecuencias, de Vicente Huidobro, el inventor del
Creacionismo.
La obra de los años siguientes de Neruda acaba de ser reunida
con un precioso esmero por la editorial española Cruz y Raya, en dos muy dignos
volúmenes que se llaman “Residencia en la Tierra”. La obra
del capitán de los jóvenes ofrece, desde la cobertura, la gracia no pequeña de
un título agudo.
“Residencia en la Tierra”
dará todo gusto a los estudiosos, presentándoles una ligazón de documentos
donde seguir, anillo por anillo, el desarrollo del formidable poeta. Con una
actitud de lealtad a sí mismo y de entrega entera a los extraños, él ofrece, en
un orden escrupuloso, desde los poemas -amorfos e iniciales- de su segunda
manera hasta la pulpa madura de los temas de la Madera, el Vino y el Apio. Se
llega por jalones lentos hasta las tres piezas ancladamente magistrales del
trío de las materias. Recompensa cumplida: los poemas mencionados valen no sólo
por una obra individual; podrían también cumplir por la poesía entera de un
pueblo joven.
Un espíritu de la más subida originalidad hace su camino
buscando eso que llamamos “la expresión”, y el logro de una lengua poética
personal. Rehúsa las próximas, es decir, las nacionales: Pablo Neruda de esta
obra no tiene relación alguna con la lírica chilena. Rehúsa también la mayor
parte de los comercios extranjeros; algunos contactos con Blake, Whitman,
Milosz, parecen coincidencias temperamentales.
La originalidad del léxico en Neruda, su adopción del vocablo
violento y crudo, corresponde en primer lugar a una naturaleza que por ser rica
es desbordante y desnuda, y corresponde en segundo lugar a cierta profesión de
fe antipreciosista. Neruda suele asegurar que su generación de Chile se ha
liberado gracias a él del neogongorismo del tiempo. No sé si la defensa del
contagio ha sido un bien o un mal; en todo caso la celebraremos por habernos
guardado el magnífico vigor del propio Neruda.
Imaginamos que el lenguaje poético de Neruda debe hacer el
escándalo de quienes hacen poesía o crítica a lo “peluquero de señora”.
La expresividad contumaz de Neruda es una marca de idiosincrasia
chilena genuina. Nuestro pueblo está distante de su grandísimo poeta y, sin
embargo, él tiene la misma repulsión de su artista respecto a la lengua manida
y barbilinda. Es preciso recordar el empalagoso almacén lingüístico de
“bulbules”, “cendales”, y “rosas”‘ en que nos dejó atollados el modernismo
segundón, para entender esta ráfaga marina asalmuerada con que Pablo Neruda
limpia su atmósfera propia y quiere despejar la general.
Otro costado de la originalidad de Neruda es la de los temas. Ha
despedido las empalagosas circunstancias poéticas nuestras: crepúsculos,
estaciones, idilios de balcón o de jardín, etc. También eso era un atascamiento
en la costumbre empedernida, es decir, en la inercia, y su naturaleza de
creador quema cuanto encuentra en estado de leño y cascarones. Sus asuntos
deben parecer antipáticos a los trotadores de senderitos familiares: son las
ciudades modernas en sus muecas de monstruosas criaturas; es la vida cotidiana
en su grotesco o su mísero o su tierno de cosa parada o de cosa usual; son unas
elegías en que la muerte, por novedosa, parece un hecho no palpado antes; son
las materias, tratadas por unos sentidos inéditos que sacan de ellas resultados
asombrosos, y es el acabamiento, por putrefacción, de lo animado y de lo
inanimado. La muerte es referencia insistente y casi obsesionante en la obra de
Neruda, el cual nos descubre y nos entrega las formas más insospechadas de la
ruina, la agonía y la corrupción.
Pocos sabores españoles se sacarán de la obra de Neruda, pero
hay en ella esta vena castellanísima de la obsesión morbosa de la muerte. El
lector atropellado llamaría a Neruda un antimístico español. Tengamos cuidado
con la palabra mística, que sobajeamos demasiado y que nos lleva frecuentemente
a juicios primarios. Pudiese ser Neruda un místico de la materia. Aunque se
trata del poeta más corporal que pueda darse (por algo es chileno), siguiéndole
paso a paso, se sabe de él esta novedad que alegraría a San Juan de la Cruz: la
materia en la que se sumerge voluntariamente, le repugna de pronto y de una
repugnancia que llega hasta la náusea. Neruda no es un adulador de la materia,
aunque tanto se restriega en ella; de pronto la puñetea, y la abre en res como
para odiarla mejor… Y aquí se desnuda un germen eterno de Castilla.
Su aventura con las Materias me parece un milagro puro. El monje
hindú, lo mismo que M. Bergson, quieren que para conocer veamos por instalarnos
realmente dentro del objeto. Neruda, el hombre de operaciones poéticas
inefables, ha logrado en el canto de la Madera este curioso extrañamiento en la
región inhumana y secreta.
El clima donde el poeta vive la mayor parte del tiempo con sus
fantasmas habrá que llamarlo caliginoso y también palúdico. El poeta, eterno
ángel abortado, busca la fiebre para suplirse su elemento original. Ha de haber
también unos espíritus angélicos de la profundidad, como quien dice, unos
ángeles de caverna o de fondo marino, porque los planos de la frecuentación de
Neruda parecen ser más subterráneos que atmosféricos, a pesar de la pasión
oceánica del poeta.
Viva donde viva y lance de la manera que sea su mensaje, el
hecho de contemplar y respetar en Pablo Neruda es el de la personalidad. Neruda
significa un hombre nuevo en la América, una sensibilidad con la cual abre otro
capítulo emocional americano. Su alta categoría arranca de su rotunda
diferenciación.
Varias imágenes me levanta la poesía de Neruda cuando dejo de
leerla para sedimentarla en mí y verla tomar en el reposo una existencia casi
orgánica. Esta es una de esas imágenes: un árbol acosado de líneas y musgos, a
la vez quieto y trepidante de vitalidad, dentro de su forro de vidas
adscriptas. Algunos poemas suyos me dan un estruendo tumultuoso y un pasmo de
nirvana que sirve de extraño sostén a ese hervor.
Las facultades opuestas y los rumbos contrastados en la criatura
americana se explican siempre por el mestizaje; aquí anda como en cualquier
cosa un hecho de sangre. Neruda se estima blanco puro, al igual del mestizo
común que, por su cultura europea, olvida fabulosamente su doble manadero. Los
amigos españoles de Neruda sonríen cariñosamente a su convicción ingenua.
Aunque su cuerpo no dijese lo suficiente el mestizaje, en ojo y mirada, en la
languidez de la manera y especialmente del habla, la poesía suya, llena de
dejos orientales, confesaría el conflicto, esta vez bienaventurado, de las
sangres. Porque el mestizaje, que tiene varios aspectos de tragedia pura, tal
vez sólo en las artes entraña una ventaja y da una seguridad de
enriquecimiento. La riqueza que forma el aluvión emotivo y lingüístico de
Neruda, la confluencia de un sarcasmo un poco brutal con una gravedad casi
religiosa, y muchas cosas más, se las miramos como la consecuencia evidente de
su trama de sangres española e indígena. En cualquier poeta el Oriente hubiese
echado la garra, pero el Oriente ayuda sólo a medias y más desorienta que
favorece al occidental. La arcilla indígena de Neruda se puso a hervir al
primer contacto con el Asia. “Residencia en la Tierra” cuenta
tácitamente este profundo encuentro. Y revela también el secreto de que cuando
el mestizo abre sin miedo su presa de aguas se produce un torrente de
originalidad liberada. Nuestra imitación americana es dolorosa; nuestra devolución
a nosotros mismos es operación feliz.
Ahora digamos la buena palabra americanidad. Neruda recuerda
constantemente a Whitman mucho más que por su verso de vértebras desmedidas por
un resuello largo y un desenfado de hombre americano sin trabas ni atajos. La
americanidad se resuelve en esta obra en vigor suelto, en audacia dichosa y en
ácida fertilidad.
La poesía última (ya no se puede decir ni moderna ni ultraísta)
de la América, debe a Neruda cosa tan importante como una justificación de sus
hazañas parciales. Neruda viene, detrás de varios oleajes poéticos de ensayo,
como una marejada mayor que arroja en la costa la entraña entera del mar que
las otras dieron en brazada pequeña o resaca incompleta.
Mi país le debe favor extraordinario: Chile ha sido país
fermental y fuerte. Pero su literatura, muchos años regida por una especie de
Senado remolón que fue clásico con Bello y seudoclásico después, apenas si en
uno u otro trozo ha dejado ver las entrañas ígneas de la raza, por lo que la
chilenidad aparece en las Antologías seca, lerda y pesada. Neruda hace estallar
en “Residencia”
unas tremendas levaduras chilenas que nos aseguran porvenir poético muy ancho y
feraz.