Caminaba por el barrio de La Recoleta de Buenos Aires, súbitamente me topé con el venerable anciano que revisaba los periódicos de un quiosco, sentado en una silla de ruedas y custodiado por una enfermera de gesto impasible. Me acerqué evitando la mirada de la enfermera y lo saludé: “¿Cómo está, Bioy?”. Me miró con sus ojos azules intensos, arrugó la frente para ordenar su galería de recuerdos y respondió: “Regular, muchacho, ¿y tú?”. Por cortesía debí contestarle que bien, pero una elemental ética impide mentir a un maestro, de tal manera que, siempre evitando la mirada de la enfermera, le dije que estaba mal, un poco triste, porque cada vez que visitaba Buenos Aires, Santiago o Montevideo encontraba menos bares, menos librerías, menos rincones queridos que en la visita anterior. Bioy suspiró, se miró las largas, elegantes y bellas manos, y comentó: “Todo se pierde”. Todo se pierde, el Cono Sur es un interminable inventario de pérdidas. Bioy también nos pierde y lo perdemos. Ahora sólo existe en el recuerdo y en la patria común de la imaginación, esa misma imaginación que inventó a Morel o al épico fotógrafo del Río de la Plata.
El recuerdo de Bioy se asocia ahora al de Borges, su amigo y
compañero de la más irreverente aventura literaria. Cuando Bioy y
Borges fusionaron sus nombres para crear a H. Bustos Domecq, un
escritor imaginario que escribía historias criminales protagonizadas
por Isidro Parodi, tal vez intuyeron que su visión esperpéntica del
mundo y de la sociedad sería muy pronto la delirante realidad del
peronismo. Borges tenía la extraña altanería de los ciegos. Bioy
era un oasis de paz inteligente. Lo vi por última vez en Saint Malo
mientras posaba ante la cámara de Daniel Mordzinski. Aquélla fue
una ceremonia sagrada y silenciosa, y me pregunté si Daniel podría
fotografiar a ese anciano transparente. Hoy el gran escritor se ha
tornado totalmente transparente, ya no lo toca la pasión, ni la
dicha ni el miedo. Ahora es un nombre que simboliza el talento y el
poder limpio de la imaginación: Bioy.