Tenía cinco años cuando mi abuelo el coronel me llevó a conocer
los animales de un circo que estaba de paso en Aracataca. El que más me llamó
la atención fue una especie de caballo maltrecho y desolado con una expresión
de madre espantosa. “Es un camello”,
me dijo el abuelo. Alguien que estaba cerca le salió al paso. “Perdón, coronel”, le dijo. “Es un dromedario.” Puedo imaginarme
ahora cómo debió sentirse el abuelo de que alguien lo hubiera corregido en
presencia del nieto, pero lo superó con una pregunta digna:
–¿Cuál es la diferencia?
–No la sé –le dijo el otro–, pero éste es un dromedario.
El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo, pues a los catorce años
se había escapado de la clase para irse a tirar tiros en una de las incontables
guerras civiles del Caribe, y nunca volvió a la escuela. Pero toda su vida fue
consciente de sus vacíos, y tenía una avidez de conocimientos inmediatos que
compensaban de sobra sus defectos.
Aquella tarde del circo volvió abatido a la casa y me llevó a su sobria oficina
con un escritorio de cortina, un ventilador y un librero con un solo libro
enorme. Lo consultó con una atención infantil, asimiló las informaciones y
comparó los dibujos, y entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia
entre un dromedario y un camello. Al final me puso el mamotreto en el regazo y
me dijo:
–Este
libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.
Era el diccionario de la lengua, sabe Dios cuál y de cuándo, muy
viejo y ya a punto de desencuadernarse. Tenía en el lomo un Atlas colosal, en
cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. “Esto quiere decir -dijo mi abuelo– que los diccionarios tienen que sostener el mundo.” Yo no sabía
leer ni escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía el coronel si eran
casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos. En la
iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el diccionario era más
grande. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.
–¿Cuántas
palabras habrá? –pregunté.
–Todas –dijo el abuelo.
La verdad es que en ese momento yo no necesitaba de las palabras, porque lograba expresar con dibujos todo lo que me impresionaba. A los cuatro años dibujé al mago Richardine, que le cortaba la cabeza a su mujer y se la volvía a pegar, como lo habíamos visto la noche anterior en el teatro. Una secuencia gráfica que empezaba con la decapitación a serrucho, seguía con la exhibición triunfal de la cabeza ensangrentada, y terminaba con la mujer, que agradecía los aplausos con la cabeza otra vez en su puesto. Las historietas gráficas estaban ya inventadas pero las conocí más tarde en el suplemento en colores de los periódicos dominicales. Entonces empecé a inventar historias dibujadas sin diálogos, porque aún no sabía escribir. Sin embargo, la noche en que conocí el diccionario se me despertó tal curiosidad por las palabras, que aprendí a leer más pronto de lo previsto. Así fue mi primer contacto con el que había de ser el libro fundamental en mi destino de escritor.
Un gran maestro de música ha dicho que no es humano imponer a nadie el castigo
diario de los ejercicios de piano, sino que éste debe tenerse en la casa para
que los niños jueguen con él. Es lo que me sucedió con el diccionario de la lengua.
Nunca lo vi como un libro de estudio, gordo y sabio, sino como un juguete para
toda la vida. Sobre todo desde que se me ocurrió buscar la palabra amarillo,
que estaba descrita de este modo simple: del color del limón. Quedé en las
tinieblas, pues en las Américas el limón es de color verde. El desconcierto
aumentó cuando leí en el Romancero Gitano de Federico García
Lorca estos versos inolvidables: “En la
mitad del camino cortó limones redondos y los fue tirando al agua hasta que la
puso de oro”. Con los años, el diccionario de la Real Academia -aunque
mantuvo la referencia del limón– hizo el remiendo correspondiente: del color
del oro. Sólo a los veintitantos años, cuando fui a Europa, descubrí que allí,
en efecto, los limones son amarillos. Pero entonces había hecho ya un
fascinante rastreo del tercer color del espectro solar a través de otros
diccionarios del presente y del pasado. El Larousse y el Vox –como el de la
Academia de 1780– se sirvieron también de las referencias del limón y del oro,
pero sólo María Moliner hizo en 1976 la precisión implícita de que el color
amarillo no es el de todo el limón sino sólo el de su cáscara. Pero también
ella había sacrificado la poesía del Diccionario de Autoridades, que fue el
primero de la Academia en 1726, y que describió el amarillo con un candor
lírico: Color que imita el del oro cuando es subido, y a la flor de la retama
cuando es bajo y amortiguado. Todos los diccionarios juntos, por supuesto, no
le daban a los tobillos al más antiguo, compuesto en 1611 por don Sebastián de
Covarrubias, que había ido más lejos que ninguno en propiedad e inspiración
para identificar el amarillo: Entre las colores se tiene por la mas infelice,
por ser la de la muerte y de la larga y peligrosa enfermedad, y la color de los
enamorados.
Estos escrutinios indiscretos me llevaron a comprender que los diccionarios
rupestres intentaban atrapar una dimensión de las palabras que era esencial
para el buen escribir: su significado subjetivo. Nadie lo sabe tanto como los
niños hasta los cinco años y los escritores hasta los cien. Los sabores, los
sonidos y los olores son los ejemplos más fáciles. Hace muchos años me despertó
a media noche la voz de un cordero amarrado en el patio, que balaba en un tono
metálico de una regularidad inclemente. Uno de mis hermanos menores,
deslumbrado por la simetría del lamento, dijo en la oscuridad: “Parece un faro”. Una tisana hecha con
hierbas viejas tenía el sabor inconfundible de una procesión de Viernes Santo.
Cuando al Che Guevara le dieron a probar la primera gaseosa que se hizo en Cuba
para sustituir el refresco del Cuba Libre, dijo sin vacilar ante las cámaras de
televisión: “Sabe a cucaracha”. Más
tarde, en privado, fue más explícito: “Sabe
a mierda”. ¿Cuántas veces hemos tomado un café que sabe a ventana, un pan
que sabe a baúl, un arroz que sabe a solapa y una sopa que sabe a máquina de
coser? Un amigo probó en un restaurante unos espléndidos riñones al jerez, y
dijo, suspirando: “¡Sabe a mujer!”.
En un ardiente verano de Roma tomé un helado que no me dejó la menor duda:
sabía a Mozart.
Creo que este género de asociaciones tiene mucho que ver con las diferencias
entre un buen novelista y otro que no lo es. En cada palabra, en cada frase, en
el simple énfasis de una réplica puede haber una segunda intención secreta que
sólo el autor conoce. Su validez tendrá que ser distinta de acuerdo con quien
la lea y según su tiempo y su lugar. Cada escritor escribe como puede, pues lo
más difícil de este oficio azaroso no es sólo el buen manejo de sus instrumentos,
sino la cantidad de corazón que se entregue en el único método inventado hasta
ahora para escribir, que es poner una letra después de la otra.
Para resolver estos problemas de la poesía, por supuesto, no existen
diccionarios, pero deberían existir. Creo que doña María Moliner, la
inolvidable, lo tuvo muy en cuenta cuando se hizo una promesa con muy pocos
precedentes: escribir sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario de
uso del español. Lo escribió en las horas que le dejaba libre su empleo de bibliotecaria
y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar calcetines. Lo que
quería en el fondo era agarrar al vuelo todas las palabras desde que nacían. “Sobre todo las que encuentro en los
periódicos –según dijo en una entrevista– porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras
que tienen que inventarse al momento.” En realidad, lo que esa mujer de
fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la
vida. Es decir: una empresa infinita, porque las palabras no las hacen los
académicos en las academias, sino la gente en la calle. Los autores de los
diccionarios las capturan casi siempre demasiado tarde, las embalsaman por
orden alfabético, y en muchos casos cuando ya no significan lo que pensaron sus
inventores.
En realidad, todo diccionario de la lengua empieza a desactualizarse desde
antes de ser publicado, y por muchos esfuerzos que hagan sus autores no logran
alcanzar las palabras en su carrera hacia el olvido. Pero María Moliner
demostró al menos que la empresa era menos frustrante con los diccionarios de
uso. O sea, los que no esperan que las palabras les lleguen a la oficina, sino
que salen a buscarlas, como es el caso de este diccionario nuevo que me ha
llegado a las manos todavía oloroso a madera de pino y tinta fresca.
Y cuyo destino podría ser menos efímero que el de tantos otros, si se descubre
a tiempo que no hay nada más útil y noble que los diccionarios para que jueguen
los niños desde los cinco años. Y también, con un poco de suerte, los buenos
escritores hasta los cien.