Hay un tiempo para Onetti: leí el cuento “Bienvenido Bob” –no puedo recordar el
libro, la antología– a los diecinueve, veinte años y no me pasó nada; me
hablaba de algo que no reconocía y de un modo que me irritaba. Ese narrador
difuso, plural y escéptico que “recibía” al joven al pavoroso mundo adulto del
desencanto. Necio era yo entonces y necio sigo en gran medida. Pero sobre todo
era un pendejo. Sin embargo, por la misma época disfrutaba con Cortázar, con
los incipientes Vargas Llosa y García Márquez, ya andaba por Borges, me
deslumbró puntualmente El reino de este mundo de
Carpentier. Todos latinoamericanos, claro. Era el momento, mediados de los ’60,
y la ola duraría unos años más. Pero no usemos la palabra boom, plis. Onetti,
me imagino, se tapaba los oídos ante la ruidosa onomatopeya.
Hay un tiempo para
Onetti: un par de años después de aquel desencuentro con el pobre Bob, me metí
con El
astillero, conocí a Larsen y la revelación me dio vuelta. “Bienvenido, Juancito”, me dijo el penoso
Juntacadáveres al oído. El pendejo –para mal o para bien– iba creciendo. Debe
ser la época en que mi primer amigo de más de treinta años, Jorge S., me hizo
escuchar a Troilo con Floreal Ruiz, los tangos, los valsecitos de Expósito, Cátulo
y Manzi. Uno empieza a vivir experiencias de prestado, desencantos del
porvenir, descubre que sentido y destino son anagramas, se acuesta con Camus y
duerme mal. Pero volviendo: entonces leí El astillero en la edición de Fabril
del ’60, la de tapa dura con sobrecubierta, la novela que había perdido
insólitamente con El profesor de inglés, de Jorge Masciángioli –según creo
recordar–, el concurso de narrativa de la editorial. Después, con el tiempo,
verificaría que Onetti se dedicó a salir finalista y perder concursos contra
buenos escritores de menor envergadura: el memorable Jacob y el otro quedó
entre los nominados del montón ante Ceremonia secreta de Denevi por esa
misma época en una convocatoria de Time-Life y antes, en los cuarenta, ya le
había pasado con alguna de sus novelas. Y era Onetti –a los cincuenta y pico
era el mejor Onetti por entonces– el que ya había escrito mucho o casi todo lo
definitivo, incluidos La vida breve, Los adioses, La
cara de la desgracia y El infierno tan temido. El sí podría
haber escrito y firmado el mejor manual de perdedores. En todos los sentidos.
Pero
no quería hablar/escribir sólo sobre la experiencia personal de lectura –de
cómo empezó todo de pibe hasta la frecuentación que es casi de recurrencia
bíblica de hoy–, sino sobre algo más amplio y compartible. Ese lugar de Onetti,
si cabe definirlo así. Y a eso apunta el título de este texto apresurado. Tal
vez en lugar de usar “irrecuperable” –el que no tiene equívoca cura o remedio
desde la supuesta salud, pero también el que perdimos en una experiencia
iniciática que no podemos reconstruir– debería haber definido a Onetti como
“irreductible”, el de una pieza, el que no se puede simplificar, leerlo
haciendo una especie de beneficio de inventario, “recuperarlo” para una causa o
encajarlo en cierta lectura ideológica intencionada que lo recorte. Se resiste,
el amargado. Tanto por izquierda optimista y militante –nunca le dio por ahí,
aunque le sobraran convicciones– como por derecha mal pensante y corregidora:
la última lectura de Vargas Llosa, por ejemplo. Y menos aún soporta las
aproximaciones desde el procerato, las Bellas Letras, la Literatura: los
famosos reportajes realizados por lisos preguntadores españoles que han quedado
registrados y se repiten por la tele son obras maestras del desencuentro. ¿De
qué carajo le hablan esos tipos? Nunca nada cierra del todo con el Viejo malo,
maestro de la ironía y el sarcasmo, experto minucioso en el maltrato de todo,
menos de cierta oscura, inescrutable piedad; y de la lengua, claro.
Porque
eso es, al final, lo que siempre queda, deslumbrante. Para Onetti, el cómo es
todo; y el cómo es el estilo, el viejo y desprestigiado (concepto de) estilo.
Olvidados, superfluos incluso en su tremendidad, muchos de sus argumentos
incontables sin pudor, convertida casi en lugar común la desesperanza o la
sordidez, son las terribles, maravillosas palabras sutilizadas en comparaciones
y detalles, en escenas y descripciones únicas, las que quedan para siempre.
Onetti pertenece al reducido equipo de los escritores que nos revelan la
literatura, nos hacen (querer) escribir. Modelo fortísimo generacional –como
sólo Borges, para nosotros, a la hora de contar; como sólo Vallejo en la
poesía–, Onetti es inconfundible. Basta un párrafo no demasiado largo y sin
nombres propios para reconocerlo. Eso podría no ser necesariamente un mérito si
fuera sólo el resultado de aparatosos tics de superficie. Nada de eso. Porque
releerlo o reencontrarlo en un texto nuevo, esa experiencia decantada en el
reconocimiento, es como un inapresable dejà vu, la evocación de un clima y un
tono absolutamente únicos, inexplicables/inexpresables fuera de esas –y no
otras– palabras. Lo que llamamos el estilo de Onetti se manifiesta en una
aptitud casi monstruosa –sin red ni paraguas– para crear escenas y personajes,
transmitir sensaciones, sentimientos y estados de ánimo que sólo existen y
tienen sentido allí, en su mundo. Eso es: Onetti, más allá de la convención de
Santa María y los personajes recurrentes, le da forma a un mundo con reglas
propias, hecho con sus palabras, que –y ahí está lo extraordinario, el poder de
la literatura– repercute sobre lo que llamamos el mundo “real”: la literatura
–cuando lo es– no es evasión, sino invasión, avance sobre el mundo, ensanche.
Nos modifica y modifica nuestra percepción de lo demás. Quiero decir: somos y
vemos otros de otra manera desde Onetti.
Y
ahora basta de boludeces. Un poco de pudor. “Dejemos hablar al viento”, como decía Ezra, ya cantor cansado, y
citó de últimas el Viejo malo que nos ocupa y no nos perdonaría tanta pavada.